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UNA PROMESA ROTA

 

 No había nada en el mundo que Nadya 1 amase más que bailar. A veces, la pequeña hija del zar se asomaba por su ventana para escuchar el eco lejano de las orquestas de gitanos, que tocaban alegremente en las calles al pasar por la ciudad.

Otras, se acercaba a hurtadillas hasta el ala de los criados, que tenían sus propias fiestas a espaldas del emperador; ya fuera porque alguien se encontraba de aniversario, porque alguna de las muchachas estaba a punto de casarse o para celebrar las navidades. Era entonces cuando tocaban un alborozado polka en el patio más apartado del palacio y desde su escondite, la princesa los miraba reír y danzar, moviendo sus propios pies con disimulo para marcar el ritmo.

Su padre la habría reprendido de un modo espantoso si hubiese llegado a enterarse. 

Como la aristócrata que era, había crecido bajo la tutela de profesores indiferentes y severas institutrices, encargados de brindarle la más refinada educación. Clases de etiqueta, de dicción y de bordado, lecciones de historia, de geografía y baile de salón. Todo lo necesario para agradar al soberano, cuyo afán era verla convertida en una señorita culta y elegante que se destacara entre la nobleza. Y ella nunca se habría atrevido a llevarle la contraria o importunarlo con arrebatos absurdos de cariño.

No desde que era una chiquilla lo bastante incauta como para subirse a su regazo y enredar las manitas en su áspera barba.

En aquellos días, la servidumbre se asombraba al comprobar que su señor todavía era capaz de esbozar una sonrisa, de reír por lo bajo o tararear una canción. Hacía muchos años que Su Majestad no era feliz. El tiempo y la ausencia de su esposa, a quien todos solían apreciar por su bondad y su sencillez, le habían endurecido el corazón, al punto de ordenar que retirasen de sus habitaciones privadas todas las imágenes y pertenencias de la susodicha.

A pesar de su severidad, Nadya amaba a su padre y se esforzaba por complacerlo, ya que solo se tenían el uno al otro. Tras la muerte de su madre, sus hermanos mayores habían abandonado el hogar para no volver. Y aunque a él no le gustara mostrar sus emociones, su carácter no se había resentido lo suficiente como para impedirle corresponder a su afecto silencioso y su obediencia.

Por eso no se negó cuando, siendo aún una niña, le dijo que quería estudiar ballet en el Gran Teatro Ivanov, que se ubicaba frente a la Plaza Principal y sobre la Avenida Molodiózhnaya, con sus largos ventanales de cristal y su imponente fachada de paredes blancas.

Todos los días acudía a tomar sus clases con Madame Záitseva, que en otra época había bailado sobre los escenarios más importantes de Voldova. Sus cabellos empezaban a ponerse blancos, pero su figura se mantenía fuerte y elástica como la de una moza. 

Ella impartía sus lecciones en uno de los salones privados del teatro, con los muros cubiertos de espejos. Nadya asistía con otras nueve jovencitas, todas ellas ambiciosas y provenientes de familias nobles. De ninguna era amiga, aunque con frecuencia le hicieran elogios y le dedicaran sonrisas falsas.

—Hace usted un pas ballonné 2 exquisito, Alteza.

—Su técnica ha mejorado bastante, princesa. No cabe duda de que los consejos de Madame han obrado maravillas en usted.

—Pronto estará lista para debutar en el espectáculo, Excelencia. El zar debe sentirse muy orgulloso de usted.

Nadya les agradecía con la cortesía esperada, se involucraba en el juego como si no fuera consciente de sus verdaderas intenciones. El mundo de la danza era hermoso pero solitario. Sus compañeras tenían la esperanza de congraciarse con ella para elevar su estatus, ya fuera por interés propio o aconsejadas por sus padres; o bien, le guardaban recelo al pensar que todo mérito alcanzado tenía que ver con su posición y no con su talento.

«¡Vaya insolencia! Solo un puñado de arpías envidiosas podría pensar así», se decía constantemente. 

Ninguna de ellas importaba mientras pudiese seguir bailando.

Esa fría mañana se despertó con singular emoción. Sus menudos pies tocaron la alfombra con hilos de oro que se extendía a lo largo de su dormitorio, envueltos en medias de seda. Odiaba mostrarlos desnudos, pues no eran bonitos. Estaban cubiertos de magulladuras y a menudo tenía que vendarlos para ocultar algún dedo inflamado.

Si su padre los hubiese visto, Nadya estaba segura de que le habría prohibido seguir bailando y maltratándolos de tal manera. Él no entendería lo necesario que era el dolor para lograr la perfección en un simple movimiento; ese era el precio que una debía pagar para ser mejor que las otras.

Inquieta, acudió hasta una de las ventanas y apreció la ciudad en todo su esplendor.

Era el veintiocho de febrero de 1900 y cumplía dieciséis años. Las calles de Ribenskov, orgullosa capital de la nación, habían sido decoradas con estandartes que mostraban los colores de la bandera de Voldova, y esa noche celebrarían un espléndido baile.

No la clase de baile que gustaba a Nadya, sino una celebración larga y tediosa, donde tendría que saludar a decenas de aristócratas y ministros de la Duma Imperial 3, y asentir a cada una de sus superficiales conversaciones, sentada a un lado del trono.

«De cualquier modo», pensó al dirigirse a su tocador, «este día valdrá la pena».

Un par de ojos azules le devolvió una alegre mirada a través del espejo con marco de plata. En el suelo, uno de sus gatitos se acercó a sus pies para juguetear con la cinta que colgaba de su salto de cama.

Anya, su doncella, entró en ese instante para darle los buenos días, acompañada por otra empleada que llevaba su desayuno en una bandeja y que luego se encargó de prepararle el baño. La primera tomó un cepillo de la coqueta y lo deslizó por una hebra de cabello oscuro.

—¿Está nerviosa por la presentación de hoy, Alteza? No debe usted preocuparse, la he visto bailar y estoy segura de que lo hará maravillosamente —habló con desparpajo—. Estoy contenta por su debut, ¿sabe?

Nadya ensanchó su sonrisa. Anya solo tenía un par de años más que ella y por eso la entendía mejor que el resto de la servidumbre.

—He encargado que arreglen el Palco Principal para papá, Anya. Dijo que iría a verme bailar —le dijo, mientras comenzaba a dar cuenta de la avena y los huevos escalfados. 

—Sería maravilloso que asistiera, ¿a qué sí? La cosa es, que Su Majestad estaba realmente muy ocupado este día…

—No, estoy segura de que vendrá. Lo ha prometido.

—Seguramente así será, Alteza. Pero pase lo que pase, recuerde que está cumpliendo un sueño, y quien esté allí o no es lo de menos, ¿no cree? —dijo ella, pellizcando sus mejillas para darles un poco de color—. Además, no olvide que esta noche también es muy importante.

Una vez que se hubo bañado y que la muchacha la peinó y la ayudó a vestirse, Nadya se dirigió en su compañía a la puerta principal de palacio. Bajaron por la amplia escalinata que conducía al vestíbulo y antes de llegar al final, se detuvo un momento en el descansillo, mirando hacia arriba con los ojos relucientes.

Ante ella, el retrato de su madre parecía sonreírle.

—Buenos días, mamá —saludó, como si la zarina estuviera ahí en persona.

La pintura de la emperatriz, con sus ojos esmeraldas, su sonrisa afable y su largo cabello dorado, era el único recuerdo que le impedía lamentarse por no haberla conocido. Parecía mentira que hubiese tenido que marcharse tan pronto, siendo tan joven.

En sus adentros, Nadya podía jurar que desde alguna parte, ella le respondía cada mañana que bajaba para saludarla.

—Se nos hace tarde, Alteza.

La joven y su dama de compañía abordaron un coche que las condujo hasta el teatro, donde Madame Záitseva ya estaba alistando los últimos ensayos. 

Un par de horas más tarde, las bailarinas cambiaban sus leotardos por vaporosos vestidos de tul y tocados con gemas. Los asientos del teatro empezaban a ocuparse.

Tras bambalinas, Nadya echo un vistazo hacia el palco más alto del recinto y frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Trate de tranquilizarse, señorita.

—Él debería estar aquí, Anya. El ballet está a punto de comenzar.

—Tal vez está llegando.

Nadya se mordió el labio inferior y se volvió hacia su criada. Fingió no escuchar las murmuraciones de las demás, que miraban a Anya con desdén y reían. Una de ellas arrugó la nariz y entonces las risas aumentaron de volumen. 

La princesa frunció el ceño y las fulminó con la mirada, haciéndolas callar al instante.

—No se preocupe, Alteza. —Anya sonrió como si nada estuviera pasando—. Ellas no tienen la menor importancia.

—Insolentes.

—Quite ese ceño fruncido y prepárese. Su Majestad debe estar en camino. Le deseo suerte, señorita.

Las jóvenes se formaron en el escenario. Las bambalinas se abrieron y la orquesta entonó una melodía. Nadya avanzó sobre las puntas de sus pies hasta posicionarse en el centro e inauguró su interpretación con movimientos precisos y ligeros.

¡Qué feliz era ella cuando bailaba! No puedo encontrar las palabras adecuadas para explicártelo, ¿sabes? Con la danza, una podía vivir en más de un lugar y adoptar mil formas distintas, y en ese momento Nadya no era la hija del zar, sino Sgroya 4, la mítica doncella que aparecía por los caminos en invierno para acechar a los viajeros.

Apenas culminó el último de tres actos, la audiencia aplaudió llena de júbilo y las alumnas de Madame Záitseva se colocaron en fila para agradecer. Nadya sonrió sin aliento e hizo una inclinación con la cabeza, agitada y satisfecha.

Sin embargo, cuando volvió a mirar el Palco Principal, este continuaba vacío.

*    *    *

—Lamento mucho que su padre no pudiera estar presente, Alteza.

Nadya suspiró y miró a través de la ventana. Anya y ella estaban de vuelta en el carro, regresando a palacio por el camino reservado para el transporte de Su Majestad. Los aplausos del público y las felicitaciones de su doncella le habían sabido a hiel, al darse cuenta de lo rápido que el emperador olvidaba sus promesas.

—Intente comprenderlo —insistió Anya—, últimamente se lo ha visto tan preocupado. Debe tener asuntos muy urgentes que atender. ¿Ya le dije que ha estado maravillosa? A la gente le encantó el ballet…

La princesa permitió que su acompañante siguiera hablando; cuando Anya la veía decaída, tenía la costumbre de ocupar el silencio con sus palabras, pensando que de ese modo le devolvería el buen ánimo. Normalmente, lo que sucedía más bien era que Nadya rompía a llorar y entonces ella la rodeaba con sus brazos como haría una madre, brindándole las palabras de consuelo que su padre nunca le había dicho.

—Mi señorita es muy sensible —murmuraba—, vamos, no se aflija. Ya verá que todo va a estar mejor mañana.

Claro que esto ya no ocurría tan a menudo. Después de todo, Nadya ya no era una niña.

El coche se detuvo abruptamente. La adolescente bufó y escuchó maldecir al cochero, que descendió para echarle un vistazo al motor.

—¡Lo que nos faltaba! Esta condenada carcacha del demonio…

A lo lejos escuchaba música de violines, guitarras y percusiones, en medio de la algarabía de la gente. Los gitanos estaban a punto de partir de la ciudad. Todos los años se colaban en el Mercado de Invierno y animaban la Plaza Principal.

Nadya jamás había estado ahí. Todo lo que hacía era ir del palacio al teatro y viceversa, imaginando como sería pasear por esas calles empedradas que observaba desde su ventana.

Dominada por un impulso, saltó fuera del vehículo, sobresaltando a Anya.

—¡Alteza!

Antes de que ella o el cochero pudiesen detenerla, Nadya salió del camino y se perdió entre la multitud echando a correr con todas sus fuerzas, tan rápido como se lo permitía la gruesa capa de nieve en la que se hundían sus botas.

Tuvo cuidado de ocultar su rostro en la gruesa bufanda escarlata enredada a su cuello, procurando no llamar la atención.

El mercado era un sitio inmenso. Los comerciantes habían levantado decenas de tenderetes en los que ofrecían pieles y sedas, zapatos de cuero, figurines de madera, espejos y remedios extraordinarios. Vendían pescado y carne en conserva, vegetales y golosinas. Algunos gitanos andaban por ahí con sus instrumentos, alegrando a los visitantes y recibiendo monedas a cambio.

La joven miró con curiosidad a su alrededor y luego se internó en una callejuela angosta, que desembocaba en una plazoleta más pequeña. Allí se había instalado una anciana con su carromato, acompañada por tres hombres que tocaban balalaikas 5.

Una chiquilla, no demasiado menor que ella y ataviada con un vestido de brillantes colores, danzaba al ritmo de la canción. La princesa apreció sus movimientos con agrado; no eran delicados como los del ballet, pero le gustaron. La miró, al lado de unos pocos espectadores, saltando y bailando en círculo a la vez que se recogía la falda graciosamente. Acto seguido, su blanca mano se extendió para dejar un par de rublos en el sombrero extendido de la vieja.

—Es muy generosa querida mía, muy generosa —le habló, mirándola con ojos suspicaces—. Se lo agradezco de corazón. Lamento que no esté pasando un cumpleaños agradable.

Nadya abrió sus ojos con sorpresa.

—Ya sé lo que está pensando, querida. La vieja Yeva es una mujer extraña, pero esta vieja sabe cosas y ha aprendido a ver más allá de sus sentidos. Sabía por ejemplo, que la iba a tener el día de hoy frente a mí y que debía darle un mensaje. Si me permite leer su mano puedo demostrárselo.

—¿Leer mi mano?

—Las líneas de nuestras palmas pueden decir muchas cosas, niña —dijo Yeva de manera misteriosa.

Ante las palabras obstinadas de la mujer, Nadya le permitió que tomara su mano y la analizara atentamente, palpando con su arrugado índice los finos surcos que atravesaban la palma, mientras sus plateados cabellos caían en desorden a ambos lados de su cabeza.

—Aquí hay magia —habló la gitana con asombro— y veo también un gran peligro.  Pero su sangre es fuerte, mi niña y es lo que la mantendrá a salvo a lo largo del viaje que está por emprender.

—¿Un viaje? —Nadya elevó una de las comisuras de sus labios y alzo una ceja oscura, más divertida que nunca por las palabras de la anciana Yeva.

Siempre había fantaseado con salir de palacio y conocer esas remotas ciudades hasta las que se extendía el reinado de su padre, pero eso era imposible. Yegor se había esforzado por apartarla del mundo con gran celo y por el momento no tenía planes, ni motivo alguno para viajar.

—Escuche bien a la vieja Yeva, muchacha. Su vista está estropeada pero su intuición en el futuro rara vez le ha fallado —replicó la gitana seriamente—. Veo peligro inminente. Y una reunión inesperada. Debe tener cuidado con la gente en la que confía, alguien podría traicionarla.

—Pues no me imagino quien, ¡a nadie le he dado motivos para hacerme algo así!

—Es usted muy inocente, querida niña. Nada hay que imaginar, las cosas ocupan su lugar cuando es tiempo de hacerlo —dijo Yeva—, los cambios no se pueden detener y este viaje es algo inevitable.

—Si usted lo dice. ¿Ve algo más?

—El porvenir es complicado, Alteza, nada está definido; hasta la más insignificante de nuestras acciones puede modificar nuestro futuro.

—Ajá… que interesante.

Alguien a sus espaldas la tomó por el hombro y cuando Nadya se volvió, se encontró con Anya, pálida y asustada.

—¡No puede estar aquí, mi señorita! ¡Debemos volver con su padre ahora mismo! Antes de que se haga tarde…

—Oh Anya, no quiero volver a casa. ¡Y no me hables de papá! Se olvido de ir al ballet y ahora no puedo pensar en complacerlo. Quiero quedarme aquí un poco más a escuchar la música, ¿no te parece que es una canción muy linda?

Anya miró a los hombres de reojo, los cuales no les quitaban la vista de encima, y tragó saliva.

—Mire, Alteza —murmuró por lo bajo—, usted sabe lo que pensaría Su Majestad si se enterara de esto. ¡Lo que podría pasar yo si supiera que la he dejado saltar así del coche! Le ruego que nos vayamos, el cochero ha avisado a unos guardias de la plaza y todos están buscándola ahora mismo…

—Pues que sigan buscando, que yo no pienso moverme de aquí. ¿Entiendes?

—Pero Alteza…

—Regresa tú si quieres, yo me quedaré un rato. ¿Sabes lo que me dijo esta viejecita? ¡Ha leído mi mano y me ha dicho que estoy a punto de emprender un gran viaje!

—Es usted imposible cuando se pone así, Alteza. ¡Y encima le cree a esa charlatana! ¿Qué tengo que hacer para que entre en razón?

—Ve a comprar un par de manzanas asadas, vi un puesto que las vendía muy cerca de aquí. Luego podemos ver la danza juntas, ¡sé que te encantará!

—¿Y el baile?

—¡Eso puede esperar!

Angustiada, la doncella no tuvo más remedio que cumplir sus órdenes, sabiendo de antemano que no podría llevarla de regreso sino hasta que ella lo decidiera.

Para bien o para mal, era tan obstinada como su padre.