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MECANISMOS

 

Polski es uno de los poblados más tranquilos de Voldova y se encuentra justo en la ladera de la montaña. Decenas de casas con cúpulas coloridas se levantan alrededor de sus empedradas calles, transitadas por niños y comerciantes callejeros. Más allá se encuentra la iglesia con su campanario y al final de la avenida principal, una hermosa residencia de dos pisos, hecha con madera de roble. Sus paredes son de color esmeralda y ostentan enormes ventanales, tiene tejados puntiagudos y una veleta desvencijada en lo alto.

Este es el hogar de la princesa Irina, la quinta hija del zar.

A pesar de que rara vez salía de casa, a ella le encantaba vivir en el pueblo. Le gustaba despertarse y observar como la gente salía de sus hogares, escuchar el tañido de las campanas a mediodía y sentir el aroma de la enredadera de passifloras que trepaban por su ventana. 

Esa mañana, el sonido habitual de sus manos trabajando en uno de sus inventos inundaba el sótano. Igor, el mayordomo, bajó las escaleras con tanta cautela como su prominente barriga se lo permitió, y el rostro crispado de angustia. 

La estancia completa, alumbrada por un viejo candelabro que colgaba del techo, estaba hecha un desastre. Montones de repisas mostraban bártulos y engranajes. El suelo yacía convertido en un intrincado laberinto de juguetes y mecanismos, rodeados por el polvo y los cimientos que constantemente se desprendían del techo.

Cuando pensaba en todo aquello como resultado de los persistentes experimentos fallidos de la joven, Igor se decía a sí mismo que era un milagro que la residencia no se hubiese derrumbado aún.

—Alteza, le he traído su almuerzo. No ha comido nada desde que salió el sol por estar aquí  encerrada trabajando. —El criado miró en derredor con un mohín de disgusto—. Ya que no subirá a sentarse al comedor, imaginé que querría tomar sus alimentos aquí… otra vez.

Una mano delgada se extendió desde un rincón e Igor frunció el ceño.

—¡Destornillador!

—Alteza, ¿escuchó lo que le…?

—¡Destornillador! ¡Lo necesito!

El hombre suspiró y le alcanzó el objeto desde la mesa, abarrotada de tuercas y herramientas desperdigadas.

—Princesa, si su padre estuviera presente, estoy seguro de que no aprobaría que descuidase su alimentación. ¿Quiere por favor…?

—¡Ya lo tengo!

—¿El qué? —Igor parpadeó confundido.

Detrás de un inmenso artilugio de metal, su interlocutora se asomó, colmada de excitación contenida. Su rostro era indistinguible debido a la careta que llevaba encima, una especie de máscara que se sujetaba a su cabeza e incorporaba unas gafas inmensas, con varios lentes intercambiables.

—¡Mi ayudante mecánico! ¡Está listo! —Irina se desprendió del extraño antifaz con anteojos, revelando un rostro de delicadas facciones—. Estoy segura de que funcionará esta vez.

—¿Sigue con eso? Me temo que cada vez entiendo menos su obstinación, Excelencia. —Igor dejó la bandeja en la que reposaba una pequeña fuente de comida a un lado, y se volvió hacia el improvisado armatoste, montado con trastos, engranes y piezas metálicas y de madera, que le conferían un aspecto rudimentario—. ¿Y para qué es esto, de todas maneras? No irá a decirme que esta cosa de verdad tiene un propósito.

—¿Cómo que no? Hará de todo —Irina se inclinó para revisar una palanca en el costado del autómata—, limpiará, recogerá, pondrá orden en la casa…

—Ese es mi trabajo —repuso Igor levantando una de sus gruesas cejas—, ¿insinúa que no está conforme con mi desempeño?

—Siempre te quejas de mi desorden. Imaginé que querrías un poco de ayuda. —La chica imitó su gesto—. Tú y los criados os veis tan fatigados a veces. 

—Me ayudaría más Alteza, no provocando este caos para empezar. Tómese un descanso de vez en cuando —replicó el sirviente—, trabaja tanto que ya ni siquiera puede vestir con propiedad. ¿Cuándo fue la última vez que se puso un vestido nuevo? Nastia ha perdido la cuenta de todas las veces que ha remendado su guardarropa. ¡Y las comidas, por Dios…!

La chica sonrió con tranquilidad y le puso una delgada mano en el hombro.

—Igor, te preocupas demasiado por mí, ¡ya deberías haberte acostumbrado a esto! —le dijo comprensivamente—. ¡No hay tiempo para descansar! Necesito enfocarme para hacer que las cosas funcionen. Y bien sabes que no soy capaz de pensar en nada más cuando una idea se me mete en la cabeza.

—Por desgracia, así es —se lamentó él—. Un mayordomo de mi categoría no debería tener tales preocupaciones. Si el zar supiera la manera en que se comporta usted, tenga por seguro que le haría volver a palacio de inmediato.

—Y es por eso que te agradezco que seas discreto en tus cartas —dijo ella, conciliadora—, papá nunca comprendería porque hago lo que hago. Pero tú, a pesar de que vengas a sermonearme siempre, estoy segura de que sí lo haces.

—Tranquilidad es lo único que a estas alturas le pido a la vida, pero está claro que con usted no hay remedio.

La zarevna rió por lo bajo y negó con la cabeza. Siempre era lo mismo con ese hombre, conocía muy bien sus ataques de nervios como para tomarlo en serio. Y de cualquier forma, Igor también estaba acostumbrado a sus extravagantes creaciones.

No era para menos tratándose de ella.

Irina era muy inteligente y poseía una creatividad desbordante. Había nacido durante un caluroso día de Abril, y aprendido a leer mucho antes que cualquiera de sus hermanos. Cuando era una niña, prefería refugiarse en la biblioteca que jugar con muñecas o hacer fiestas de té. Leía de todo pero le gustaban especialmente los libros que hablaban sobre mecánica e invenciones.

Sentía una fascinación inmensa por descubrir como funcionaban las cosas a su alrededor.

Juguetes, relojes de diferentes tamaños y cajas musicales entre otros objetos, fueron desarmados y reconstruidos por sus propias manos tras descubrir lo que guardaban en el interior; algunas veces con éxito y otras —la mayor parte—, acabando en la catástrofe.

Este comportamiento era un suplicio para el emperador, cuya paciencia se agotaba al ver el desprecio de su hija por las clases de costura, danza y etiqueta, que eran menester para cualquier señorita con clase. En cambio, ella se dedicaba a destruir las cosas como una chiflada. 

Yegor decía que tanto leer había puesto esas ideas absurdas en su cabeza y que si tuviera algo de sentido común, no pensaría en construir esos artificios que la obsesionaban y espantaban a la servidumbre. De nada servían sus regaños, la princesa parecía vivir en una realidad paralela, separada de la nuestra por su talento incomprendido.

Fue por eso que, en un impulso, decidió enviarla a Polski con la intención de darle un buen escarmiento. Estaba harto de su conducta y necesitaba un respiro. En ese entonces, Irina contaba tan solo con quince años y ambos habían discutido.

El zar estaba seguro de que no soportaría estar aislada en semejante lugar, donde la gente era anticuada y el aburrimiento interminable. Seguramente no pasaría ni una semana antes de que le escribiera, pidiendo perdón y suplicando que la dejase regresar a palacio.

Nada salió como se lo esperaba. 

La jovencita se adaptó maravillosamente al cambio y por orgullo, Yegor nunca la mandó traer de vuelta. Lo único que a ella le pesaba era estar tan lejos de sus hermanos menores, a los que quería muchísimo. Añoró especialmente a Nadya, sabiendo que se quedaría muy sola en cuanto Iván se marchase al internado.

Para no extrañarlos demasiado, se concentró en acondicionar la casa de acuerdo a sus necesidades. En cuatro años implementó múltiples mejoras dentro de la vivienda, las cuales incluían una línea telefónica que conectaba el sótano y su dormitorio con el recibidor, una máquina para lavar la ropa y un pequeño elevador que trasladaba las comidas desde la cocina hasta a la planta alta.

De algún modo, los habitantes de Polski se enteraron de su habilidad con los artefactos y la chica temió que la juzgaran como hacía su padre. No obstante, lo que ocurrió después ni ella misma habría podido imaginarlo.

La primera en acudir a verla, fue una tímida viuda que necesitaba reparar su vieja máquina de coser con urgencia. Trabajaba como modista para mantener a sus hijos y no tenía dinero suficiente para comprar otra o pagar una reparación en la ciudad más cercana.

—Si Su Alteza tuviera la bondad —le imploró—, podría hacerle un abrigo a la medida, o un bonito vestido.

Desinteresada en la recompensa, Irina se puso a trabajar de inmediato. La mujer se quedó tan satisfecha, que no dudó en hablar a todo el mundo sobre su generosidad y eficacia. 

En poco tiempo, la residencia se vio inundada de cachivaches que los mismos pueblerinos dejaban en la puerta para que los arreglara. Actualmente, la gente ya ni siquiera debía molestarse en llamar para hacerle sus peticiones en persona. Bastaba con colocar sus pertenencias en el canasto dispuesto a un lado de la entrada, y tirar de la campanilla instalada encima. 

Aún había quien se sobresaltaba al mirar como una rampa se abría en el suelo del pórtico, desapareciendo las entregas por un pasadizo que llevaba directamente al sótano. Junto con cada una, los vecinos adjuntaban una nota sencilla especificando el tipo de reparación que precisaban.

“Reloj averiado”, “prismáticos rotos”, “sextante detenido”, eran algunos de los mensajes que Irina recibía con mayor frecuencia.

En cuanto terminaba de restaurar una buena cantidad de cacharros, mandaba a uno de sus sirvientes calle abajo para repartirlos entre sus respectivos dueños.

Una vida así, carente de lujos y diversiones, estaba lejos de lo que una aristócrata común podría haber deseado. Sin embargo, ella era feliz. Amaba la reconfortante libertad que le proporcionaba su refugio y se sentía segura en la compañía de la servidumbre, reducida a un par de criados comandados por su regordete mayordomo.

Aunque a veces, solo a veces, echaba de menos el palacio de su padre.

—Bien, ponga a funcionar esa cosa antes de que empeore mi ánimo —la instó Igor suspirando—. Espero que al menos tanto tiempo aquí abajo haya valido la pena.

Irina deslizó la palanca que acababa de examinar y vio como el armazón comenzaba a temblar, con su motor interno en marcha, levantando sus brazos mecánicos y moviéndose pausadamente por el lugar como si estuviera reconociéndolo. Una mano en forma de garra apresó un martillo en el suelo.

—¡Oh, está funcionando! —La chica saltó entusiasmada—. ¡Está funcionando, Igor! ¡Sabía que ya lo tenía!

—Válgame el cielo, pues es verdad. —El lacayo se asombró al ver a su gemelo mecánico desplazándose, haciendo cada vez más ruido—. Parece que al fin lo ha logrado.

—¡Oh, Igor! ¡Creí que nunca daría resultado! ¡Podremos fabricar todo tipo de autómatas a partir de ahora!

—¿Alteza? —El mayordomo miró con miedo al robot, que se quedaba quieto en un sitio y vibraba igual que una tetera a punto de estallar.

—Imagínate, podrían ayudar en todo tipo de tareas a la gente del pueblo y en otros lugares. ¡Quizás hasta en palacio! ¡Finalmente papá reconocerá mi esfuerzo!

—¡Alteza! —Irina volteó hacia él justo en el momento en que el robot se sobrecalentaba, liberando un sonido atronador al explotar.

La muchacha sintió como las rollizas manos de Igor tiraban de ella hacia abajo, impidiendo que los tornillos y piezas despedidos por los aires la golpearan. En el sitio de la implosión solo quedó un conjunto de trastos abollados, despidiendo volutas de humo.

—¡Alteza! ¡No puede usted continuar haciendo este tipo de experimentos! —chilló Igor, alarmado—. Si sigue insistiendo con estas locuras se va a matar, ¡y que cuentas habré de rendirle yo a su padre! ¡Un día de estos va a terminar usted con la mitad de la casa sobre la cabeza o algo peor!

Irina se incorporó y miró la escena con un repentino tic en el ojo.

—¡Tan solo mire el desastre que está hecha! —añadió él, señalando sus cabellos alborotados y su vestido sucio—. ¡A su edad, se maneja usted como una muchacha completamente irresponsable! Si su madre estuviera con vida, no estoy seguro de como tomaría tales ocurrencias suyas.

—Pero… pero si estaba segura… —balbuceó ella.

—Tendrá que salir de aquí inmediatamente, ¡no hay manera de que deje este desorden así! —ordenó Igor—, esos pobres criados van a pasar un calvario tratando de poner orden en este sitio, y todo para que usted lo vuelva a desarreglar. A veces no entiendo a dónde quiere llegar Alteza, ¡no hay día en el que algo no le salga mal!

—Pero… pero… —La princesa se vio empujada escaleras arriba por el sirviente, con la cara contraída por la confusión.

—Ya, ya, cálmese usted. —Igor replegó aún más el entrecejo, haciendo saltar las arrugas de su frente; varias de ellas producto de la obstinación de su ama—. Haga el favor de ir al salón a esperar un rato, que ya le llevaré una taza de té. Y otra más para mis nervios. Pobre muchacha.

—¿Alteza, se encuentra bien? —Nastia, su doncella, apareció en ese instante desde el vestíbulo. A su lado iba un joven que cargaba una cesta medio vacía—. ¿Ha vuelto a tener un accidente en el sótano? Le he dicho que tenga cuidado, a veces nos pone muy preocupados a todos.

—Estoy bien, descuiden.

—Menos mal. ¡No hemos podido conseguir nada de fruta fresca, ni verduras, ni leche! Los comerciantes dicen que casi todo se está volviendo cenizas. Cada vez hay menos pan, y la carne y el pescado, bueno, ¡están por las nubes! Todo esto es muy raro. La gente está asustada.

—¿De verdad?

—Oh sí, Alteza, el mercado estaba a reventar de gente. Pero nadie pudo llevarse gran cosa. Si esto sigue así, no quiero ni pensar en lo que va a suceder, todos temen morir de hambre —afirmó Nastia, sin darse cuenta de los gestos que le hacía el mayordomo para que se callara.

Irina se llevó una mano al corazón, atemorizada. Desde que se habían desatado los vendavales nocturnos, cosas extrañas estaban ocurriendo en Polski. Ella misma era incapaz de dormir bien, entre la ventolera y las pesadillas que la aquejaban. En su sueño, unas sombras grotescas invadían la casa y se introducían en su habitación para lastimarla. Se despertó tan aterrada, que tuvo que pedirle a Nastia que encendiese una vela y se quedara acompañándola el resto de la noche, puesto que la electricidad no funcionaba. Otra vez.

El primer apagón se había producido dos días atrás, mientras un viento monstruoso recorría las calles, precedido por la niebla. Algunos de sus vecinos juraban haber visto y oído cosas escalofriantes en medio de la bruma.

Por más que intentaba encontrar una explicación lógica, no la hallaba. Tal vez el mal tiempo estuviera esparciendo algo que afectaba a los alimentos y a la corriente eléctrica. Decidió que más tarde analizaría las sobras de la cocina.

—Creo que el hambre no es lo único por lo que deberíamos preocuparnos —apuntó el muchacho, alzando un panfleto arrugado entre sus manos. 

—¿A qué te refieres? ¿Habéis traído el periódico? ¿Qué es eso que lees?

Irina extendió la mano para quitarle el papel y lo alisó, conteniendo una exclamación de sorpresa. Sus ojos se ensombrecieron al clavarse en el rostro familiar que mostraba el folletín.

—¡Ya está! Que forma de molestar a Su Alteza con estas tonterías, ¡¿para qué le enseñas eso, zoquete?! —exclamó Igor, dándole un empujón al criado—. Déjate de impertinencias y vete inmediatamente a ocuparte del jardín, Motka Markovich. ¡Iros los dos! ¡Andando!

Los recién llegados se marcharon a la cocina y al jardín, e Igor se volvió a la chica con desasosiego.

—Alteza, no os preocupéis por lo que habéis visto. Os aseguro que su padre tiene todo bajo control.

—¿Por qué no debería preocuparme, Igor? Es mi padre de quien están hablando como si fuese un tirano —dijo Irina—, debo suponer que han estado repartiendo este tipo de propaganda por todo el pueblo, ¿desde cuándo? ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Esto no tiene nada que ver con usted, mi señorita. No queríamos angustiarla. Los rebeldes han vuelto a hacer de las suyas. Quieren provocar una revolución.

—¿Eso puede ocurrir?

—¡Por supuesto que no! El zar no lo permitirá, esas personas no tienen nada que hacer contra el Ejército Imperial —le aseguró el mayordomo, para luego negar indignado—. Esa gente es necia y nada razonable, acabará refundida en una mazmorra si sigue desafiando a su padre. O peor.

—¿Peor?

—Conspirar en contra del zar es un crimen que se paga con la muerte, Excelencia. Después de la mazmorra, viene la ejecución, al menos para los peces gordos. Dios sabe que hace años que en Voldova no ha habido necesidad de recurrir a medidas tan extremas, ¡pero esos impertinentes se lo están buscando!

—No lo sé, Igor. Últimamente no estoy segura de nada, creía que esas personas estaban exagerando, pero ayer leí el periódico. Un tal S. Monarov escribió sobre las cosas que vio en la aldea de Nebedov, la gente era tan pobre… ¿realmente las cosas están tan mal? ¿Por qué papá no hace nada?

—Su padre hace lo que es mejor para todos, Alteza. Un hombre como él tiene que establecer sus prioridades al gobernar.

—Era un artículo muy extenso…

—Yo que usted no me fiaría de todo lo que dicen los periódicos, princesa, especialmente los más pequeños. Los rebeldes están usando todos los medios que tienen a su alcance para desprestigiar a Su Majestad. Hasta donde sabemos, todo eso podría ser falso…

El sonido del timbre interrumpió su conversación. Tanto Igor como Irina miraron con extrañeza hacia la puerta principal.

—¿Quién podrá ser? —se preguntó ella.

Casi nunca recibían visitas, todos en Polski sabían que prefería no atender a nadie en persona. Estaba tan inmersa en sus actividades que no tenía tiempo.

—Debe ser uno de esos ambulantes, Alteza, que van de poblado en poblado. ¡Siempre es este sitio donde primero se les ocurre venir! Tendré que despacharlos rápidamente, o se pasarán la tarde tocando.

Igor se aproximó a la puerta y se asomó por la mirilla con actitud suspicaz.

—¿Sí? —le escuchó preguntar, receloso.

—Buscamos a Su Alteza, la princesa Irina —dijo alguien al otro lado, haciendo que el mayordomo entrecerrara los ojos.

—¿Cuál es el motivo?

—Nos gustaría hablar con ella. Es un asunto urgente. Yo…

—¿Campesinos? —Igor interrumpió al desconocido pomposamente—. A vosotros nunca os he visto en el pueblo.

—En realidad somos…

—Su Alteza no recibe a nadie. En este momento se encuentra muy ocupada. Ahora bien, si es una reparación lo que precisáis podéis dejar vuestros objetos en el pórtico. Pero si es comida lo que venís a pedir, tendréis que devolveros por donde vinisteis porque esta mañana…

—¡Por favor, señor! —habló una vocecita femenina y casi infantil—, somos sus hermanos. Hemos venido desde tan lejos y…

—Los hermanos de Su Alteza se encuentran todos muy lejos de aquí —espetó Igor. Entonces, examinó con desconfianza a quienes fuera que estuviesen en la puerta—, hacerse pasar por un miembro de la realeza, es un crimen que amerita un severo castigo, señores.

—¡Busque a la princesa! —demandó la misma voz que había hablado al principio—. Será ella quien confirme nuestra identidad si le quedan dudas. Pero no permitiré que se nos trate así.

Por un instante, la cara rosada del hombre se coloreó de enfado, mas cuando estaba a punto de echar a aquellas personas, Irina lo detuvo.

—¡Espera! —Igor volteó a verla—. Déjales entrar.

—Pero Alteza, no son más que unos mujiks 1

—He dicho que les dejes —insistió—, quiero verles.

El sirviente suspiró y corrió el pestillo de la puerta.