11

LOS EXTRAÑOS

 

Tres personas hicieron acto de presencia en el recibidor, impresionando hondamente a la chica con su aspecto humilde. La más alta de ellas, era un joven rubio de apariencia salvaje, resaltada por las gruesas pieles que llevaba encima. Pero las otras dos, vestidas de manera sencilla y segura para el invierno, tenían algo que se le hizo extremadamente familiar.

—¿Irina? —Quien habló fue el muchacho restante, devolviéndole la mirada.

—Sí. —Ella lo contempló de arriba a abajo con extrañeza—. ¿Vosotros sois…?

—¿Te has olvidado de tus hermanos menores? Caray, y yo que me esperaba un emotivo reencuentro.

—No puede ser —murmuró, aproximándose a ellos—, ¿Nadya? ¿Iván? —Sus grandes ojos se abrieron como platos al reconocer en sus hermanos la mirada de sus padres.

El pelirrojo asintió, sonriendo de lado.

—Increíble, ¡Nadya! ¡Realmente eres tú! —Irina se acercó para abrazarla y ella le devolvió el gesto, abrumada—. ¡Mírate! Ya eres una señorita, creí que no volvería a verte en mucho tiempo.

—¡Oh, hermana! Por un momento temí que no quisieras recibirnos, han pasado algunos años…

—Cuatro desde que nos dejamos de ver. ¿Pero qué hacéis aquí? ¿Por qué habéis venido? —Su mirada se cruzó con la de su hermano—. No me malinterpretéis pero esto es… no os esperaba.

—Es una larga historia de contar y muy extraña —dijo Iván, recibiendo otro abrazo efusivo de su hermana mayor—, preferiría poder entrar en calor antes de darte todos los detalles. Caray, Irina, que cambiada estás. Lo que no ha cambiado es tu afición a acumular cosas, por lo que veo. —Se fijó en su pelo desordenado y en su cara, ligeramente sucia por la explosión en el sótano—. ¿Qué te ocurrió?

—¡Oh! Ah, nada de importancia —Irina se apresuró a limpiarse con el delantal que llevaba sobre su vestido—. ¿Cómo os va todo? ¿Habéis venido desde palacio? Yo a ti ya te hacía en el servicio militar, Iván.

—¡Jamás! Odio el ejército.

—Se escapó al volver de Moscú y ha estado perdido un año completo, papá tuvo que enviar a varios de sus soldados a buscarlo por todo el país, ¡ni te imaginas en donde se metió! —dijo Nadya rodando los ojos.

—¿Cómo que estuviste perdido? ¡Nunca me enteré!

—Se estuvo ocultando en la aldea de Zalesky. Realmente tuve suerte de encontrarme con él.

—¿Ocultándote? ¡Santo cielo, Vanya! —Irina lo contempló asombrada.

—¿Alteza? —Igor volvió a llamar su atención y la de los otros.

El pobre lucía realmente azorado por su equivocación y tan sorprendido como ella. La incredulidad aún podía leerse en su semblante.

—Igor, haz el favor de ir a preparar un poco de té para todos nosotros —le pidió Irina con suavidad, volviéndose hacia el chico de aspecto salvaje—, ¿quién los acompaña?

—Él es Kolia, un buen amigo mío que se ha encargado de guiarnos hasta acá. No te imaginas todo lo que ha hecho por nosotros. —El mencionado miró a Irina seriamente y le hizo un asentimiento con la cabeza, en tanto Nadya arrugaba su pequeña nariz.

Irina le sonrió y después le hizo otra seña a su criado para que se retirara, orden que este acató a toda prisa.

—¿Y de dónde habéis venido? ¿Por qué estáis así de desaliñados? No os habréis estado metiendo en donde no debíais…

—Ya es bastante tarde para esa advertencia.

Nadya se acercó a mirar las estanterías de la habitación en la que estaban. Sus pupilas se pasearon curiosas por los pequeños juguetes mecánicos, los relojes, las matrioskas de colores y otros pocos artilugios que no estaba segura para que servían, y se amontonaban indiscriminadamente los unos contra los otros.

—¡Pero qué maravilloso! —exclamó—. ¿Todo esto es tuyo, Irina?

—No, la mayoría de esas cosas son de la gente del pueblo. Ellos las traen y yo las reparo.

—En eso tampoco has cambiado, hermana. —Iván tomó lo que parecía ser un pequeño escarabajo al que se le daba cuerda y lo examinó de cerca—. Siempre te gustó desarmar y construir este tipo de cosas. ¿Recuerdas Nadya, lo mucho que se enojaba papá al ver como desmontaba todos sus juguetes? ¡Qué manera de gritar la suya!

Su hermana menor rió por lo bajo y asintió con la cabeza, mirando asombrada a su anfitriona.

¡Qué parecida era a la Madre Emperatriz! Nadya rememoró el retrato de su abuela, expuesto en la galería de palacio. Irina era idéntica a ella, con su nariz respingona, su boca de labios finos y el cabello castaño que caía en espesos rizos por sus hombros, completamente indomable. Nada había heredado de Sanya salvo sus ojos verdes.

—Nunca antes vi nada como esto —Kolia se acercó a un aparato abandonado en el rincón, compuesto por una caja de madera con un orificio circular en la parte superior.

—¡Oh! Eso es algo en lo que estaba trabajando hacía un tiempo —dijo Irina con repentino entusiasmo, corriendo hasta una vitrina cercana para tomar una cuchara—, sirve para pulir la platería, creo que la pobre Nastia está harta de tener que hacerlo cada semana. —La muchacha fue hacia él e hizo girar un par de válvulas que se encontraban al costado de la máquina, antes de meter el cubierto—. Primero le das vuelta a esto, metes la plata y los discos internos se encargan de sacarle brillo… ¡demonios! —Hubo un zumbido y el pulidor se detuvo bruscamente, arrojando el cucharón por los aires.

—¡Dios mío! —Kolia se agachó justo a tiempo, con los ojos abiertos de par en par.

—Sí, le faltan algunos ajustes. Todavía no está terminado. Pero me temo que hay tanto que hacer por aquí, que nunca puedo concentrarme en un solo proyecto. —Irina tomó un trapo de una estantería cercana y limpió minuciosamente su invención, repentinamente empeñada en probarla de nuevo.

—Vaya Irina, no sabía que estuvieras haciendo este tipo de cosas. —Nadya miró a su hermana con orgullo—. Seguro que eso no es lo único que has inventado en tanto tiempo.

—Puedo enseñaros si queréis, ¡estaba en algo sumamente importante justo antes de que tocarais la puerta! Aunque dejé el sótano hecho un verdadero desastre, creo que ya os habréis dado cuenta que esta casa está atiborrada de objetos.

—A mí me gusta —dijo Nadya.

—¡No tenéis idea de la cantidad de cosas que he hecho! Claro que no todo me ha salido precisamente bien —Irina subió hasta el segundo piso, seguida de cerca por sus invitados—, pero equivocarse es la mejor parte de vivir sola. ¡Papá nunca me habría permitido llegar tan lejos! Siempre le molestaba verme construyendo o estallando cosas.

—Quizá te habría entendido mejor con el paso del tiempo —aventuró Nadya.

—No —replicó Irina—, él no es así. Es muy anticuado y lo único que le importa es que una señorita se conforme con seguir las tradiciones. Eso no es para mí. Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que no echo tanto de menos vivir en palacio.

—En eso podemos estar de acuerdo —habló Iván—. Ya ves hermanita, has sido la única lo suficientemente valiente como para seguir viviendo con él. ¡A veces me preguntaba si tú no te habrías escapado ya!

Nadya se mordió el labio inferior. Entretanto, su hermana se puso a abrir puertas y a hablar con la renovada excitación de quien tiene algo nuevo que mostrar, dándoles un recorrido completo por el nivel superior de la casa.

Muñecas y juguetes de cuerda, sextantes y relojes, máquinas que yacían reducidas a sus piezas más básicas y péndulos de todos los tamaños, parecían darles la bienvenida en cada habitación.

La alcoba de Irina se hallaba rebosante de libros; no había tocador ni ningún otro objeto que reflejara intenciones de coquetería, pero sí un escritorio en el que vislumbraron múltiples planos y papeles.

En el último cuarto, la chica les mostró una caja con una lente y una manivela. Se trataba del cinematógrafo, un aparato milagroso que proyectaba imágenes en pleno movimiento. Sus hermanos emitieron exclamaciones fascinadas y Kolia se quedó boquiabierto.

—Existe una máquina como esta en Francia. Hace cinco años, toda la población de París pagó un franco por entrar en una sala oscura y ver como las fotografías cobraban vida —decía Irina—. Yo misma hice este. Desde luego no es nada del otro mundo, las imágenes no duran lo suficiente así que espero poder mejorarlo. ¡Tal vez en unos años consigamos proyecciones que duren horas! Podrían usarse para enseñar y contar historias, ¿no creéis? ¡A la gente le encantaría formar parte de un espectáculo así! 

—Eso jamás pasará —pronunció Iván, escéptico.

Su siguiente parada fue el desván, donde Irina almacenaba todos los objetos que había finalizado exitosamente como auténticos tesoros. Ninguno de ellos era un invento trascendental como el pulidor de platería o el cinematógrafo.

Pero para Nadya, entrar en ese altillo fue como encontrarse en un mundo lleno de maravillas.

La enorme mesa central se hallaba ocupada por una inmensa maqueta a escala de Polski, con su campanario, sus casas de colores y un tranvía que funcionaba de verdad. Las ventanas de los hogares estaban hechas con cristales tintados, y lanzaban destellos al reflejar la luz proveniente de la única ventana circular en la estancia.

Del techo colgaban numerosos móviles fabricados con mosaicos, y por todas partes había juguetes grandes y pequeños.

—Irina, ¿tú sola hiciste todas estas cosas? —inquirió Nadya con estupor—. Es lo más increíble que he visto en mi vida, ¡yo jamás podría construir nada igual!

—Si papá viese todo esto, estaría fascinado. —Kolia se volvió hacia Irina con una sincera admiración, olvidándose de su habitual indiferencia—. Me cuesta creer que lo hayas hecho con esas manos —añadió contemplando las palmas de la zarevna, que parecían delicadas a simple vista y tenían unos dedos largos y esbeltos, hechos para crear.

Ella se ruborizó y sonrío, abochornada.

—Bueno, son muy pocos los objetos que he fabricado yo misma, la mayoría de estas cosas se encontraban arruinadas, solo las arreglé y les hice unos cuantos cambios. Hay muchas que la gente se ha olvidado de reclamar.

—¿Y qué son estos? —Nadya señaló los brillantes huevos de colores contenidos en un pequeño arcón.

Parecía como si el conejo de Pascua hubiese dejado su carga allí. Todos mostraban diseños diferentes y piedras falsas que los adornaban. A Nadya le recordaron los tapices que solía bordar en palacio.

—Son huevos mecánicos.

—¿Huevos mecánicos?

—Así es. Estos fueron los primeros que hice, son muy valiosos para mí.

—¿Para qué son?

—Para distintas cosas. En realidad no tenía una idea concreta cuando me puse a diseñarlos; pensaba en la colección de papá, ¿recuerdas cuándo entrábamos a escondidas en su habitación para mirarla? —Irina hablaba del valioso conjunto de huevos de oro y gemas preciosas que poseía el zar; cada uno había sido un regalo para su esposa, con motivo del nacimiento de un nuevo príncipe o princesa. La chica tomó un huevecillo de color púrpura y lo abrió oprimiendo un pequeño botón—. Creí que sería divertido hacer algo igual y que al mismo tiempo, tuviese una función. Porque ¿qué caso tiene poseer algo tan costoso, si no se lo usa para nada?  

Aquel había sido por mucho su mejor invento hasta el presente. 

Ningún huevo era igual al anterior, todos cumplían una tarea distinta. Estaba aquel que funcionaba como un reloj, otro que desplegaba unas cuchillas giratorias, uno más con un compartimento secreto para guardar mensajes importantes, y ese que al implosionar despedía una gran humareda. Incluso había uno relleno de pólvora, pensado como detonante para eliminar algún obstáculo imprevisto. 

Para no salir de casa jamás, algunas de las fantasías de Irina eran bastante disparatadas.

—Estoy contenta por ti, hermana. Sabía que algún día serías una gran inventora.

—Y eso que aún no lo has visto todo.

Nadya se acercó hasta una casa de muñecas de considerable tamaño. Su vista vagó por cada una de las estancias en miniatura, en tanto su hermano se dedicaba a esculcar otros anaqueles con su amigo, los dos preguntándose en voz alta para que servía tal cosa o aquella otra.

—Debo decir que Kolia me tiene intrigada. —Irina miró de soslayo al rubio, que observaba absorto todo cuanto lo rodeaba. A diferencia del pelirrojo, que mostraba simple curiosidad, él se veía profundamente impresionado—. Es como si en su vida hubiera visto una máquina, ni nada parecido —cuchicheó.

Ambas se habían apartado un poco de los muchachos y la menor no despegaba sus ojos de la enorme casa de muñecas. ¡Si tan solo hubiera tenido una igual de niña!

—Seguro que no, viene de Zalesky y ahí son gente sencilla —dijo Nadya, tomando un muñequito de porcelana entre sus manos—, su padre es el jefe, pero no tienen luz eléctrica ni nada de eso. Imagínate, ¡todavía usan lámparas de queroseno! Lo único que él hace es trabajar con madera, no creo que esté muy familiarizado con este tipo de cosas. Aunque ya te digo que podría ser menos gruñón.

—A mí me parece apuesto —soltó Irina, enviándole una mirada picarona que por poco le hizo soltar la delicada figurilla.

—¡Irina! ¿Cómo puedes decir tal cosa? —murmuró indignada—. No tienes idea de la clase de idiota que es, desde que lo conocí no hace más que fastidiarme. Si no fuera porque lo necesitamos para atravesar el bosque, estaría encantada de perderlo de vista.

—Sí, ya me parecía notar cierta tensión entre vosotros dos —coincidió la mayor—, aún así me parece un buen chico. Se nota que es algo tímido, ¿no? Tal vez pronto te des cuenta de que puedes cambiar de opinión respecto a él.

—¿Qué quieres decir? —Nadya levantó una de sus oscuras cejas.

—Quiero decir que las cosas no siempre son lo que parecen, al igual que las personas. 

Nadya dejó el muñequito en su lugar y miró a su hermana, repentinamente seria.

—Irina, hay algo que no ha dejado de molestarme desde que entramos a tu casa. No creas que no estoy feliz de verte, pero necesito saber, ¿por qué nunca regresaste a palacio? Los demás tenían que irse a cumplir sus obligaciones, pero tú habrías podido quedarte. ¿Tan enfadada seguías con papá?

—Ay Nadya, tú bien sabes lo complicado que es tratar con él, no iba a durar un segundo más ahí sin que se enojase por algo. Papá no entiende lo importante que es esto para mí.

—¿Y por qué no escribiste?

—¡Claro que escribí! ¡Me cansé de enviarte cartas! Hasta te invitaba a venir a visitarme, pero nunca contestaste ni una sola, creí que tú también te habías molestado conmigo. Así que me di por vencida. ¿Acaso papá no te las entregó?

Nadya parpadeó con perplejidad.

—No… no recibí ninguna.

Irina arrugó el ceño y las dos se sumieron en un silencio pesaroso.

—Entonces, creo que fue él quien nunca dejó de estar enfadado conmigo.

Nadya se cruzó de brazos sin saber que decir. El fantasma de la tristeza que había sentido el día en que Irina se marchó, regresó con más fuerza que nunca. La vio tomar de una repisa un reluciente huevo de color marfil, con brillantes piedras carmesíes y ribetes dorados incrustados en la superficie.

—Hice esto hace tiempo. —El huevo se abrió a la mitad, dejando ver un pequeño saloncito de baile. En el centro, sobre una plataforma giratoria, una bailarina de ballet danzaba al compás de una canción de cuna rusa—. Siempre me pregunté si seguirías bailando.

—¡Es preciosa! —Nadya tomó la caja musical y la contempló encantada.

—Esperaba poder dártela algún día. A menudo me acordaba de ti.

Conmovida, Nadya rodeó a su hermana con sus brazos.

—Te he echado de menos —confesó.

—Yo también.

—Esto es precisamente lo que no me gusta de las reuniones familiares. Vosotras las chicas siempre os ponéis sensibles. —Al otro lado de la habitación, Iván observaba a sus hermanas y rodaba los ojos.

A su lado, Kolia exhibía su habitual ceja arqueada. Irina los miró por encima del hombro de Nadya y sonrió de manera burlona.

—No seas tan chiquillo y admite que también nos echabas de menos a ambas. Si mal no recuerdo, era yo quien os arropaba en la cama a vosotros dos. Antes de separarnos, los tres siempre fuimos como uña y carne; los mayores apenas y nos prestaban atención.

—Pues sí, eso es cierto. La verdad hermana, es que quisiera que este reencuentro tuviera una excusa más feliz que la que tenemos que contarte.

Aquello disipó por completo el enternecimiento del semblante de Irina.

—Pues creo que es tiempo de que me expliquéis porque habéis venido —dijo, despegándose de su hermana—, ¿se trata de papá?

—No tienes ni idea, tal vez te resulte difícil de creer —dijo Iván.

—¿Tiene algo que ver con el mal tiempo? Cosas extrañas han estado sucediendo en el pueblo últimamente. ¿O hablas de la revolución? Cuando una está tanto tiempo encerrada en casa, es fácil ignorar lo que está pasando allá afuera, pero hoy…

—¿Qué sucede, Irina?

La castaña metió una mano en el bolsillo de su delantal y extrajo el panfleto de Motka. Sus invitados lo observaron, y Nadya e Iván contuvieron el aliento.

—Todo esto fue planeado por el Comandante Komarov desde hace tiempo —musitó su hermana menor, helada ante el rostro que le devolvía la mirada sobre el papel.

—¿Qué? —Irina se volvió hacia ella.

—¿Ese es el zar? —preguntó Kolia—. No puedo creerlo.

—Yo tampoco, se ve mucho más viejo de lo que lo recordaba —respondió Iván—. Y ahora estos tipos quieren su cabeza.

—¿Es por esto por lo que estáis aquí? ¿Tiene que ver con los rebeldes y toda esa propaganda que están esparciendo?

—En parte. Se trata de algo mucho más grave, Irina.

Bajaron a la sala de estar, donde Igor los aguardaba con un humeante samovar [31] y una fuente llena de bocadillos y pasteles, que los recién llegados devoraron gustosos. Llevaban horas sin probar alimento.

Con mucha discreción, Irina volvió a indicarle a su mayordomo que los dejara a solas; no sin antes pedirle que preparase el baño para cada uno de ellos. Los tres tendrían que lavarse adecuadamente y ponerse ropas limpias apenas terminaran de comer.

—Y bien —dijo tan pronto Igor se hubo retirado—, ¿qué es lo que pasa? ¿Debería empezar a preocuparme ahora?

—Creo que es mejor que Nadya te lo explique —dijo Iván—. Parece que nuestro padre está en problemas.

—Nadya, ¿qué le ha sucedido a papá?

La princesa tragó pesadamente el emparedado que acababa de morder, su rostro adquirió una expresión acongojada.

—¡Oh, es algo tan terrible! Papá está en un grave peligro, hermana. Todo Voldova lo está, a menos que hagamos algo. 

Irina volteó a ver a Iván y él asintió gravemente.

—Es la verdad, no preguntes como, pero es la verdad. La comprenderás mejor después de escucharnos, si es que no piensas que hemos perdido la razón.

A su lado, Kolia examinaba con extrañeza el aromático líquido oscuro en su taza de porcelana. El té era en extremo distinto al fuerte vodka que acostumbraba ingerir con su padre, para soportar las heladas noches de invierno.

—Habla, Nadya. No me tengas en ascuas un segundo más.

Acto seguido, Irina escuchó con atención el impresionante relato de su hermana pequeña. Cada acontecimiento que brotaba de sus labios resultaba más inverosímil que el anterior. Empero, vistas las circunstancias, no le quedó más remedio que creerle y para cuando concluyó, la muchacha se encontró a sí misma absolutamente aterrada.

—¿Así que por eso estáis de paso? Pero… no entiendo, ¿cómo pretendéis encontrar a esa bruja? ¿Y si os sucede algo malo? ¡Es peligroso allá afuera y vosotros tan sólo sois unos chiquillos! ¡No podéis llegar y pretender que os deje marchar tan tranquila, después de enterarme de todo esto!

—Podrías venir con vosotros —sugirió Iván.

—¿Ir con vosotros? ¿Dejar mi casa? —Irina miró a su alrededor, súbitamente nerviosa.

Pedirle a ella que abandonara su hogar era demasiado. ¿Qué haría lejos de todos sus inventos? ¿De sus libros y las paredes que le daban seguridad? Era muy difícil imaginarse lejos de su querido refugio.

—No tienes que hacerlo si no quieres, Irina. Pero yo debo hacerlo, por papá. Sé que tienes tus motivos para estar molesta con él —admitió Nadya tristemente—, pero creo que nunca antes nos ha necesitado tanto como ahora. 

Irina contempló los rostros de determinación en sus hermanos y en el mismo Kolia, —a cada segundo que pasaba, parecía tomarse su misión con mayor seriedad—. Tenía un montón de preguntas en la cabeza y un miedo irracional que amenazaba con nublar su razón; esa que la impulsaba a descubrir la lógica detrás de un hecho, antes de darlo por cierto.

Sin embargo también tenía un presentimiento, una voz en su interior le susurraba que se encontraba delante de una terrible encomienda, quizá la más importante y peligrosa de su vida. Fue ese mismo presentimiento el que la indujo a hacer una promesa, en la que puso todo su corazón y el honor de su sangre real.

—Por supuesto que iré con vosotros. Sea lo que sea que le haya sucedido a nuestro padre y si está en juego la seguridad de Voldova, haré todo cuanto esté en mi mano por ayudar. Os lo juro por mamá.

*    *    *

Dimitri Komarov recibió a dos de sus hombres en el despacho del zar. Ambos venían del bosque, habían rastreado a Nadya hasta los confines de una insignificante aldea. No perdieron un solo segundo para interrogar a la gente.

El jefe del poblado tuvo una extraordinaria hospitalidad para con ellos, a pesar de que afirmaba no haber visto a ninguna joven aristócrata por ahí. 

Era obvio que mentía. 

Registraron exhaustivamente cada una de las isbas de Zalesky, sin hallar más que un abrigo y un vestido fino que la hija de Pietro Sokolov guardaba con ilusión.

La chiquilla se echó a llorar y lo confesó todo en cuanto amenazaron con llevarse a su padre, quien incluso tras soportar la paliza que le fue propinada por los soldados, seguía negándose a admitir la verdad. 

Aparentemente, la zarevna había pasado la noche con ellos.

En ese momento debía llevarles por lo menos un día de ventaja, aunque ese no sería un gran inconveniente en tanto pudieran seguirle la huella.

Ya se hacía una idea de a donde podía haber ido.

—Reunid en este instante a una comitiva de soldados para rastrear el bosque. El resto de vosotros deberá encargarse de vigilar la ciudad. Haced correr la voz de que el zar ha ordenado que se busque a su hija en cada aldea, en cada ciudad y cada pueblo de Voldova. También en las estaciones de trenes. Enviaré un comunicado para los regimientos en las afueras. ¡No quiero que quede ningún sitio sin supervisión!

—Como ordene, mi Comandante.

Dimitri los despidió y luego se dirigió hasta la ventana. Afuera, la nieve se arremolinaba sin piedad sobre los tejados y las cornisas. El emperador debía estar muriéndose de frío en el cadalso, si es que no había sucumbido ya a la oscura magia que torturaba su corazón. 

Era cuestión de tiempo antes de que se reuniera con su difunta esposa. Entonces, la verdadera revolución daría inicio.

Por supuesto, la fuga de la princesa era un inconveniente que interfería con sus planes, al igual que los fenómenos insólitos desatados a lo largo y ancho del país. Vientos súbitos, nubes sin tormenta, sombras que invadían las casas, apagones eléctricos y alimentos que se volvían ceniza.

En nombre del emperador, había impuesto un toque de queda y restringido la distribución de provisiones hasta nuevo aviso, una medida que únicamente logró acrecentar el odio que la población le profesaba al gobierno. Por desgracia no tenían otra alternativa.

Era necesario reservar la comida y evitar que el caos se apoderara de las calles. Alguien debía mantener el orden por el bien común.

También él estaba preocupado. Si la situación se agravaba, los voldovitas no se quedarían conformes con la desaparición del zar. Por eso debía traer de vuelta pronto a esa maldita niña.

Se negaba a dejar que el poder recién adquirido se le escurriera de entre las manos, ahora que todo estaba saliendo justo como deseaba.

No era fácil mantenerse en la espera, resistir el impulso de tomar lo anhelado por tanto tiempo. Su padre le había enseñado a ser riguroso en las situaciones arriesgadas, a manejarse pacientemente para efectuar cada estrategia, pero en el fondo, seguía siendo el mismo chiquillo violento y desesperado, que una vez arribó a palacio lleno de rabia contra el mundo.

Pensó en el viejo Comandante, en la arrogancia del zar, ¡cuánto le habría gustado verlo morir de una vez junto a su malcriada hija! No obstante, era mejor así. Una muerte lenta, solitaria, que le hiciera sentir en carne propia las carencias del pueblo. Ni siquiera tendría que ensuciarse las manos. 

Ansioso, se llevó una mano al pecho y rebuscó bajo el cuello de su camisa. Un anillo de oro apareció entre sus dedos, colgando de una cadena. Dimitri lo acarició con el pulgar, un hábito que tenía desde que era pequeño y que solía brindarle paz en sus minutos de incertidumbre. 

No estaba funcionando.

Resopló y lo devolvió a su sitio, contentándose con la espera. Solo debía aguardar un poco más. Ya estaba muy cerca… 

Y él sabía ser paciente cuando la situación lo ameritaba.