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LAS ANGUSTIAS DEL ZAR
En su despacho, Su Majestad Imperial, Yegor Akimovich Romanov, deambulaba de un rincón a otro, inquieto y furibundo. Sus gruesas manos estaban contraídas en puños y su boca formaba una línea tensa sobre la espesa barba. Las noticias recibidas esa misma mañana no iban a permitirle conciliar el sueño de noche.
Eran tiempos difíciles para Voldova. El aumento de los impuestos tenía a prácticamente toda la población a disgusto y las clases más humildes renegaban de lo difícil que era ganarse la vida. El crimen y las revueltas estaban a la orden del día, principalmente por parte de un grupo de revolucionarios que desaprobaban las decisiones del emperador.
Estas personas se habían convertido en un dolor de cabeza constante, con sus protestas y su deliberada insolencia. Muchos de ellos no dudaban en robar a comerciantes, nobles y obreros por igual, en atacar a los soldados por las calles y boicotear los suministros destinados a palacio.
Otros, —los más peligrosos—, habían comenzado a repartir propaganda ilegal en posadas, tabernas y demás sitios en los que pudieran pasar desapercibidos. Se mofaban de él a través de carteles satíricos y periódicos independientes, llamando a un golpe de estado. Defendían ideales como la educación de los campesinos y el derecho a poseer sus propias tierras, despreciando a la nobleza y manchando la imagen de la Familia Real.
Su influencia se extendía como una plaga por el estado.
Yegor no tenía idea de cuantos ni quienes eran, pero sus acciones lo preocupaban en demasía. Como si eso no fuera suficiente, el cochero de Nadya tenía un buen rato de haber vuelto del teatro convertido en un manojo de excusas y nervios, incapaz de explicar el paradero de la princesa.
El monarca maldijo para sus adentros. Alguien tocó a la puerta y él espetó que podía pasar.
Mikhail Popov, su mayordomo, se acercó a él con temor. Lucía realmente apenado.
—¿Hay noticias?
—Me temo que no, Su Majestad. La Guardia Imperial sigue buscando a Su Alteza en la ciudad.
Yegor frunció el entrecejo y el pobre hombre retrocedió dos pasos.
—Esa niña.
—No pudo haber ido muy lejos, Majestad. El Comandante Komarov ha interrogado al cochero, y aseguró que tanto Su Alteza como su dama de compañía salieron del teatro sin percances.
—¿Estáis seguros de ello?
—Completamente, Excelencia.
—¿Dónde puede…?
Otra serie de golpes en la puerta, más firmes que los del mayordomo, lo pusieron alerta.
—Maldita sea, ¡adelante!
Un joven alto y vestido de uniforme entró con pasos seguros. Lucía un bigote cuidadosamente recortado sobre el labio superior y su pelo castaño estaba peinado a la perfección. Ni un cabello fuera de lugar. Una gruesa banda atravesaba su pecho, mostrando condecoraciones.
Dimitri Komarov, Comandante de la Guardia Imperial, le hizo una reverencia al zar.
—¿La habéis encontrado? —preguntó él impaciente.
—Lamento decir que no, Excelencia. Mis hombres han extendido el perímetro de búsqueda.
—Esos malditos anarquistas, ¿tendrán algo que ver con esto?
—No es probable, Majestad. Su Alteza saltó del carro de forma espontánea, lo más probable es que ya la hayan encontrado. —Dimitri hizo una pausa breve y miró al zar, incómodo—. Debo darle otra mala noticia, señor.
—¡¿Qué, maldita sea?! ¡¿Qué?!
—Se trata del zarévich 1, recibimos un mensaje urgente desde Vilkov. Hubo un atraco en el muelle, el barco del príncipe acababa de llegar cuando esos cobardes lo emboscaron. Se enfrentaron con todos los miembros de la tripulación y se llevaron todo lo que había en el buque. El ataque estaba planeado.
Yegor palideció.
—Fedor…
—Su Alteza está bien, aunque aparentemente le hirieron. Trató de poner resistencia.
—¡Esto es inadmisible! —Yegor dejó caer su puño sobre el escritorio, haciendo saltar a Mikhail. El rostro de Komarov permaneció impasible—. ¡¿Hasta dónde serán capaces de llegar esos mequetrefes?! ¡El ejército debe arrestarlos de inmediato! ¡¿Por qué no ha logrado dar con ellos, Comandante?!
—Le aseguro que estamos investigando a fondo para apresar a los culpables, Majestad —Yegor le envió una mirada fulminante, sin que él se amedrentara en absoluto—, la princesa Ekaterina estuvo a punto de capturar a un grupo de opositores en la aldea de Varbostky, pero alguien dio aviso. La estaban esperando y trataron de asesinarla como al zarévich.
—¿Está bien? —Dimitri hizo una pausa que volvió a alarmar al soberano—. Comandante, ¡¿cómo se encuentra mi hija?!
—Su Alteza está a salvo ahora, pero… sí, desafortunadamente, también fue herida.
—¡Maldita la hora!, ¡esa chica y sus estúpidas ideas!
—Si me lo permite, sería un buen momento para tomar en consideración su propuesta. Su Alteza insiste en que negociar con estas personas podría ser la única alternativa para frenar la revolución, antes de que estalle una guerra civil.
—¡Bah! —Yegor reaccionó con desdén al escuchar sus palabras—. ¡Esa muchacha y sus inútiles ocurrencias! ¿Tú también vas a aceptar las demandas de esos rufianes? ¡Absurdo! Si empezamos a complacer sus exigencias, tendremos que admitir que somos incapaces de controlar esta situación y luego querrán volver a pasar por alto mi autoridad, ¡no lo consentiré! ¡Trabajo es lo único que necesitan para pensar en sus faltas! ¿Es que tengo que buscar a alguien que sea realmente capaz de ocuparse de esos maleantes, Dimitri Komarov?
—Desde luego que no, Majestad.
—¡Entonces haz lo que debes! ¡No pienso ceder a los chantajes de un montón de miserables! Ha llegado la hora de poner en su lugar a esa gente y lo primero que harás, ¡será ir a encontrar a mi hija para mantenerla a salvo! ¡No permitiré que esos bribones le pongan una mano encima, estén inmiscuidos o no!
—Pero Majestad —Mikhail volvió a hablar de manera tímida—, los invitados a la recepción han llegado y…
—¡Tendréis que cancelar la celebración! Voy a ir yo mismo en persona a…
Alguien tocando a la puerta nuevamente, interrumpió las palabras del zar y entonces este gritó, al borde de la exasperación.
—¡¿Quién demonios está ahí?!
La puerta se abrió con torpeza, mostrando a dos guardias que escoltaban a Nadya junto a su dama de compañía. La pobre Anya estaba temblando y no se atrevía a levantar la mirada del suelo, intimidada por la voz del emperador.
—¡Alteza! ¡La han encontrado! —Mikhail suspiró, lleno de alegría—. ¡Gracias al cielo!
—Retiraos todos —espetó Yegor, encubriendo el alivio de su corazón bajo un frío semblante—. Debo tener unas palabras con mi hija.
Dicho esto, los presentes se marcharon. Mikhail tomó por los hombros a una llorosa Anya y se apresuró a consolarla con aire paternal, en tanto Dimitri le hacía un gesto silencioso a sus hombres para que le siguieran, antes de cerrar la puerta a sus espaldas.
El zar miró a Nadya con furia contenida.
—¿Se puede saber en donde te habías metido, pequeña sinvergüenza? ¡Estaba a punto de mandar a toda la guardia a buscarte!
—No fuiste a verme al teatro.
—¡No tengo tiempo para ese tipo de espectáculos, hija mía! No cuando hay asuntos sumamente alarmantes que debo mantener en orden. ¡Y encima tú me haces esto! ¿Sabes lo preocupado que estaba?
—Pero lo prometiste, ¡prometiste que irías a verme bailar!
—¡No me levantes la voz! —La chica bufó y frunció la boca—. Te juro Nadya Yegorovna que a veces no sé en donde tienes la cabeza, ¡saltar del carro de esa manera! Precisamente hoy, ¡qué es un día tan importante!
—Lo era para mí.
—Ah, así que insistes en ofenderte por lo de tu recital. No tienes derecho, señorita. ¡No tienes derecho! Te vas por ahí como una incauta, me reclamas de este modo infantil cuando soy yo quien debería estar enfadado y llegas tarde a tu compromiso. ¡Ni siquiera te has vestido para el baile! ¿Crees que merezco esta falta de consideración, cuando estoy esforzándome por darte una gran fiesta?
—Papá, yo no te pedí que organizaras todo esto para celebrar mi cumpleaños —dijo ella cruzándose de brazos—. Yo solo quería que fueras a verme bailar.
—¡Bailar! ¡Atiende bien a lo que te estoy diciendo! Esto es más importante, Nadya —afirmó Yegor rotundamente—. No puedes seguir actuando como una niña caprichosa. Se espera mucho más de ti, dada tu posición. Nunca podrás hacerte respetar si sigues con la cabeza en las nubes, perdiendo el tiempo con eso del baile. Es hora de que las cosas cambien.
—¿A qué te refieres?
—¿Sabes cuál es el verdadero propósito de esta noche, Nadya?
La princesa frunció el ceño.
—Cuando te presentes ante nuestros invitados, no solo estarás representando a nuestra familia. Tu imagen hablará en nombre de Voldova. Hablará por sus tradiciones y sus intereses. Y no hay mejor forma de asegurar esos intereses que forjando una alianza, la clase de alianza que solo se puede lograr mediante la unión de dos casas nobles.
—No entiendo adónde quieres llegar.
—Casamiento, Nadya —explicó su padre—. Tengo puestas mis esperanzas en ti para continuar con el linaje familiar. Si tus hermanos siguen siendo tan testarudos, tal vez sean tus hijos quienes hereden el trono después de tu hermano mayor. Y es nuestro deber asegurar la línea sucesoria cuanto antes.
Aquellas palabras le cayeron como un balde de agua fría a la muchacha.
—¿Casamiento? Papá, ¡tengo dieciséis años!
—¿Y? En un par de años tendrás la edad suficiente para formar tu propia familia —replicó Yegor—, mientras tanto, hay que ir haciendo los preparativos. Debo pensar en el bien de Voldova, hija mía. Me estoy volviendo viejo y no sé lo que pueda ocurrir mañana. Ni siquiera Fedor me ha dado la satisfacción de un nuevo heredero. No pido demasiado.
—Pero papá… podríamos esperar un poco más… al menos… —las débiles súplicas de la princesa quedaron acalladas bajo la estridente voz del zar.
—¿No me dirás que no te complace la idea? ¡Es lo que se espera de cualquier chica decente! —exclamó él—. ¡No irás a decirme que el matrimonio te parece algo repulsivo, al igual que tus hermanas! Dios sabe que hace mucho tiempo podría haber tenido nietos, sino fuera por esas ingratas. La sociedad se está hundiendo, hija mía y me avergüenza decir que es mi propia sangre la que ha empezado a ir en contra de las buenas costumbres.
Nadya tragó saliva y entrelazó las manos frente a la falda de su vestido, incómoda.
—¡Todo se vino abajo desde que tu hermana rompió su compromiso! ¡Esa muchacha! —refunfuñó Yegor—. ¿Dónde está en este momento? Arriesgando su vida como una insensata, al ir detrás de todos esos renegados que solo buscan problemas con sus absurdas ideas de revolución. Peleando con espadas y corriendo a caballo; cosas que son y siempre han sido deber absoluto de hombres. ¡Habráse visto! ¡Jamás debí permitir que se inmiscuyera en el ejército!
La rubicunda cara del monarca adoptó un intenso color carmesí y enseguida se lo vio caminar de un lado a otro, como león enjaulado. Era la única reacción que se podía esperar de él cuando se soltaba a hablar sobre su hija mayor; la más difícil de los siete que había engendrado.
Yegor era especialmente duro con su hermana Ekaterina, a causa del escándalo que había protagonizado en Sarkovia, un evento desastroso por el cual nunca la iba a perdonar.
Ya habían pasado cinco años desde que la susodicha abandonara la catedral el día de su boda, dejando plantado a su prometido, quien por cierto, era el actual gobernante de su nación. Al enterarse de la noticia, su padre había estallado en cólera y gritado con tal fuerza que hizo estremecer a todos en el palacio.
—¡Esa pequeña oveja descarriada! ¡Hacerle esto a Voldova… hacerme esto a mí! ¡¿Qué hice yo para merecer esto, Dios mío?!
Nadie hizo el menor intento por calmar su furia, sabían que era inútil. Yegor llevaba años planeando aquel casamiento con el fin de fortalecer los vínculos amistosos, comerciales y políticos que sostenían ambos reinados. Su propia madre, la Gran Emperatriz Varenka Romanova, le había aconsejado arreglar dicho matrimonio, convencida de que con ello aumentarían sus influencias en el gobierno extranjero.
No obstante, bastó un solo día para que sus esfuerzos se derrumbaran.
Para cuando Yegor intentó arreglar la metedura de pata de su hija, era demasiado tarde. A día de hoy, los cortesanos continuaban hablando y riéndose del incidente en sus fiestas, algo que lo mortificaba profundamente.
—No me dirás tampoco que quieres terminar como tu hermana Irina, todo el tiempo con la nariz metida en sus libros —Yegor continuó expresando su disgusto al referirse a la mediana de sus hijas, de quien solo tenía noticias por las cartas que le enviaba el mayordomo que la atendía en su residencia, ubicada en un pueblo lejano—, las mujeres que leen en exceso desperdician su tiempo, hija mía. Y eso es justamente lo que ha pasado con esa chiquilla. Aunque al menos ella ha tenido la consideración de permanecer en un solo lugar, ¡no va de aquí para allá haciendo papelones, como la otra! Me arrepiento mucho de no haber sido más duro con tus hermanas, que se aprovechan de la distancia y mis ocupaciones para no tener que rendir cuentas de lo que hacen. Gracias al cielo, contigo es muy distinto.
Nadya suspiró. Se preguntó que estarían haciendo todos sus hermanos en ese preciso instante. Casi ninguno les escribía. Tres de ellos, de hecho, llevaban un largo tiempo sin dar señales de vida.
Los primeros habían sido Serguéi y Alekséi. Gemelos. Tercero y cuarto en la línea de sucesión al trono, respectivamente. Tras desertar del servicio militar como los descarados que eran, se habían dedicado a eludir a las brigadas de búsqueda de su padre. Siempre era tarde cuando los soldados encontraban alguna pista de su paradero. Lo habitual era que irrumpieran en alguna posada o taberna, justo después de que los muchachos hubiesen escapado. Y hacía varios meses que les habían perdido el rastro por completo.
Lo mismo había ocurrido con Iván, el sexto hijo, solo dos años mayor que Nadya. En ese momento tendría que haber estado en un colegio de la milicia, aprendiendo sobre estrategias y combate, y quizá aspirando a obtener algún rango del que su padre pudiese sentirse orgulloso.
En lugar de eso, el chico no dudó en escapar también de sus responsabilidades como aristócrata, envalentonado por el ejemplo de sus hermanos mayores.
Nadya los envidió con toda su alma.
—Volviendo al baile de esta noche —la voz del monarca la devolvió abruptamente a la realidad—, hay algo que debo decirte, Nadya…
—No quiero casarme con nadie, papá —lo interrumpió ella. Una chispa de cólera brilló en los ojos de Yegor.
—¿Qué has dicho? —El hombre la fulminó con la mirada—. ¿Estás desafiándome, Nadya Yegorovna?
La joven sintió que se le hacía un enorme nudo en el estómago.
—Sí.
El gobernante abrió sus ojos, idénticos a los suyos, con incredulidad.
—Pero vaya insolencia…
—Escucha… —le habló, con extremada cautela—, ¿qué pasa si quiero hacer algo diferente con mi vida?
—¿Algo como qué? —replicó él—. Eres una Romanov. Tu obligación es preservar nuestra dinastía.
—Probablemente lo haga, algún día —Nadya se dio valor para seguir hablando—. Es solo que sirvo para mucho más que tener hijos y ser la esposa de alguien. Yo también tengo aspiraciones, papá.
—¿Y qué aspiraciones son esas? —le espetó Yegor.
—Ya lo sabes. Quiero bailar. Quiero presentarme en teatros y unirme a una compañía de ballet y viajar por el mundo. Hay tantos lugares que me gustaría conocer…
Yegor la miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—Bailar… ¡bailar! —exclamó furibundo—. ¡Y yo que creí haber visto suficientes disparates a través de tus hermanos! Mi propia hija queriendo exhibirse ridículamente, ¡de haber sabido que usarías el ballet como excusa, jamás te habría permitido seguir adelante con esa tontería! Eso estaba bien cuando eras una pequeña, pero estás a punto de ser una mujer ¡y tienes un deber que cumplir! ¿Sabes cómo terminan todas esas artistas pretenciosas, después de perder el tiempo en algo tan inútil como el baile? ¡No se vuelven más que un montón de viejas con los pies destrozados! ¡Nadie va a verlas entonces! ¿Y luego que hacen de sus vidas? ¡No son más que un fracaso tardío! —Gesticuló con indignación.
—¡Eso no es verdad! ¡Madame Záitseva sigue bailando!
—¡Me niego a que una hija mía, y especialmente tú, termine de un modo tan deshonroso! ¡No lo consentiré!
—¡Papá, por favor…!
—¡Ahora escúchame, Nadya Yegorovna! —Yegor la observó amenazantemente, cortando de tajo sus súplicas—. No puedo tener más consideraciones contigo, los placeres y los juegos no duran toda la vida. Es hora de que madures y asumas tus responsabilidades como mujer. Debí haberte dicho esto bastante tiempo atrás, para que te fueras haciendo a la idea.
—¿De qué estás hablando?
—Hace un año, el conde Shevchenko de Sarkovia me envío una carta. Tú sabes que nuestras relaciones diplomáticas se enfriaron, después de la vergüenza que me hizo pasar tu hermana. Pues bien, Shevchenko no será el zar, pero está en su círculo cercano y a estas alturas yo no podría imaginar una oportunidad mejor. Me ha hecho la propuesta de arreglar un matrimonio con uno de sus dos hijos. Y yo he decido aceptarla.
—¿Qué? —Nadya sintió que el corazón se le encogía en el pecho.
—Esta noche, Shevchenko y los príncipes estarán presentes en el baile. Son jóvenes de aspecto agradable y buena familia, estoy seguro de que disfrutarás en su compañía. No quisiera que estuvieras a disgusto con mis planes, así que voy a dejarte elegir entre ambos. Pero ya sea que te disgusten o no, ten en cuenta una cosa, Nadya: este compromiso se va a efectuar. Es por tu bien y el de esta familia. Si no has escogido a alguno al final de la fiesta, me veré en la necesidad de hacerlo por ti.
—¿Y por qué no lo haces de una vez? ¡Al fin y al cabo te importa poco lo que yo sienta!
—¡Me vas a ver hacerlo si no cambias tu manera de dirigirte a mí!
—¡¿Cómo pudiste hacerme esto?! ¡Decidir cómo si no tuviera derecho alguno en esta estúpida imposición! ¡Ni siquiera me preguntaste! —chilló ella—. ¡Ni siquiera se te ocurrió pensar en lo que realmente deseo! ¡Nunca lo haces! ¡Pues ya puedes ir eligiendo a cualquiera de esos dos engreídos, porque de todos modos no pienso casarme! ¡No pienso casarme, papá! ¡Y no me obligarás!
—¡Basta ya, Nadya!
—¡Por esto es que mis hermanos se han ido de aquí! ¡Todos deben odiarte y la verdad es que no los culpo! ¡Yo también te odio! ¡Te odio! ¡Ojalá desaparecieras de mi vida!
Antes de que pudiera replicarle, Nadya salió desapaciblemente del despacho del emperador.