3

UNA VOZ EN LA OSCURIDAD

 

«¿Con que quieres que me case y que te dé nietos, papá?, pues vas a esperar sentado, ¡porque tu última hija se va de aquí!».

Nadya salió silenciosamente de su habitación, mirando hacia ambos lados del corredor con sigilo. Nada más volver del despacho de su padre, había ordenado a Anya que se marchara, secándose las lágrimas del rostro con ademanes furiosos y alegando que necesitaba un momento a solas. Se aseguró de que la doncella se hubiese ausentado del todo y entró a su vestidor a ponerse un traje de invierno y un abrigo.

En los pies se calzó las botas más calentitas que tenía y luego, se arregló el cabello en una sencilla coleta. Haló un bolso en el que colocó todas las cosas que creía necesarias para viajar: ropa invernal, un par de frazadas y algunas de sus joyas más valiosas. Al terminar de empacar se lo colgó del hombro, nerviosa.

La vieja gitana estaba en lo correcto, su padre la había traicionado y ahora no le quedaba más remedio que escapar de él. 

¿Qué derecho tenía de decirle cómo vivir su vida? Si sus hermanos se habían ido, ¿por qué ella no? Bien podía ingresar a una compañía de ballet en otra ciudad, o incluso escabullirse con los gitanos, pero casarse, ¡eso jamás!

Prefería bailar en las calles, a ser la esposa de un noble aburrido y parir hijos como una vaca.

Con toda discreción se acercó a las cocinas, evadiendo a los sirvientes que estaban atareados preparando la comida para esa noche, e introduciéndose en la despensa. Allí, se procuró un hatillo en el que puso pan, queso, mermelada y algunos trozos de jamón ahumado que guardó en su improvisado equipaje. Salió por la puerta trasera y cruzó el patio que conducía a las caballerizas.

Si se daba prisa, podía acudir al centro de la ciudad y alcanzar a alguna caravana de nómadas que la condujera fuera de Ribenskov. Tenía como pagar su traslado y el silencio de quien accediese a ayudarla.

Viajaría hasta Polski, el poblado en el que vivía su hermana Irina y después… después, que el cielo la ayudase a llegar tan lejos como fuera posible.

Mientras pensaba y se daba prisa, Nadya chocó con alguien y cayó al suelo sobre sus posaderas. Sus ojos se abrieron con horror al notar un par de botas altas y lustradas frente a ella. Alzó la cabeza.

Dimitri Komarov la miró con el ceño fruncido.

—¿Se encuentra bien, princesa?

—¡Sí! ¡Perfectamente! —chilló, levantándose antes de que él pudiese ofrecerle su ayuda.

Se sacudió las faldas del vestido, evitando la mirada del Comandante.

—¿Qué es lo que hace aquí? Tendría que estar preparándose para su baile.

—Ah… esa es una excelente pregunta. Una pregunta que lamentablemente no tengo tiempo de responder ahora.

—¿Va a alguna parte?

—¿Yo? No seas ridículo. ¿Escuchaste eso? Me parece que mi padre te está buscando.

—Y a mí me parece que está usted tratando de fugarse —dijo él, haciéndola bufar.

Dimitri no era una persona muy mayor, la gente solía sorprenderse de que a sus veinticinco años hubiese logrado comandar la Guardia Imperial; un cuerpo de soldados que se ocupaba exclusivamente de la protección del zar y de su familia. 

Usualmente daban por hecho que había heredado el puesto de su padre, quien lo ostentaba antes que él. Eso sin mencionar que contaba con la preferencia del emperador desde que era un muchacho. Gracias a él y a pesar de no ser parte de la nobleza, se había educado en el mismo internado que el zarévich y dispuesto de mejores ropas, zapatos y libros que los otros chicos de su clase. 

Ciertamente, Komarov era un tipo muy afortunado, aunque él prefería no confiarse de su suerte. Era por eso que desempeñaba su trabajo con la misma disciplina que caracterizaba a su difunto progenitor, un tipo áspero y de pocas palabras, del que Nadya conservaba escasos recuerdos. 

Al nacer ella, padre e hijo se encontraban viviendo ya en el palacio; nada se conocía de ambos excepto dos o tres detalles sin importancia.

Vladímir Komarov había llegado un buen día a pedir audiencia con Su Majestad, proveniente de una de las aldeas más humildes de Sarkovia. Ya era casi un anciano, pero se conservaba fuerte y sabía manejar la espada con extraordinaria destreza. Consigo no llevaba más que un saco raído con sus pertenencias y a un chiquillo demasiado tímido que le seguía pocos pasos atrás, y cuya madre no había sido mencionada nunca.

Yegor les permitió quedarse y pasaron a compartir una de las habitaciones en el ala de los guardias. No hubo un solo día en el que estos no tuvieran que entrenar exhaustivamente, bajo la mirada vigilante del misterioso viejo, y Dimitri Vladímirovich pasó a mezclarse en los juegos de los hijos de la servidumbre, perdiendo su inicial vergüenza. 

Los años pasaban muy deprisa.

—Parece que hoy se ha levantado con el pie izquierdo, Alteza. Primero nos ha dado un susto terrible; a su padre en especial. Y ahora escapa de nuevo. ¿Qué es lo que pretende? Le aviso que es inútil, todas las puertas están vigiladas, no conseguiría dar ni diez pasos antes de que la detuvieran, además —le advirtió él, ignorando el mohín que hicieron sus labios—, el zar debe estar ansioso por bailar el vals con usted.

La princesa lo encaró enfadada y se obligó a contestar.

—Yo no estoy de ánimo para bailar con él hoy.

—Ya veo. —Dimitri la observó de manera comprensiva y agachó la cabeza—. Su Excelencia puede ser muy duro en ocasiones, pero cualquier cosa que haya hecho o que le dijera, estoy seguro que es por su bien.

—No, no es así. Él solo ordena y espera que los demás le obedezcamos, pero dudo que alguna vez se haya parado a pensar en alguien que no sea él mismo.

—En eso se equivoca, Alteza. El zar piensa en todos antes que en él, esa es su obligación —dijo Dimitri con suavidad—. Él solo quiere lo mejor para cada persona en su familia y en Voldova, y eso implica tomar muchas decisiones, no todas agradables. En realidad eso le tiene agotado. 

—¿Alguna vez te ha dado una orden que tú no quisieras cumplir?

—Vaya pregunta difícil si las hay, Alteza. No voy a insultar su inteligencia negándole que, en ocasiones, es verdad que no me siento muy dispuesto a acatar todas las órdenes de su padre…

A Nadya le pareció ver que el rostro del Comandante se ensombrecía momentáneamente, como si recordara algo malo. Mas fue tan solo un segundo, porque al siguiente, su aciaga expresión volvía a ser tan serena como de costumbre.

—… aunque por supuesto, desde mi posición yo no tengo nada que replicar. Los soldados tenemos un deber con el cual cumplir —dijo él—, especialmente yo, que no estoy aquí más que para servirle, como lo hizo el mío hace tanto tiempo. Lo demás Alteza, no tiene ninguna importancia.

Nadya supo que sería inútil preguntar a que órdenes se refería y tampoco le interesaba mucho saberlo.

—Pues yo no quiero seguir obedeciéndolo. Estoy cansada de él.

—Sé que es difícil entenderlo, pero Su Majestad solo busca protegerla, no soportaría verla ponerse en riesgo como el resto de sus hijos.

—¿De qué tiene que protegerme? ¿Hablas de la revolución? —inquirió Nadya, repentinamente preocupada. Ese no era un tema del que Yegor hablara en absoluto frente a ella, sin embargo había escuchado cosas, rumores inquietantes que a veces le impedían dormir tranquila—. Todo está bajo control, ¿cierto? Papá dijo que esas personas no podrían llegar muy lejos.

—Hay otras amenazas a las cuales temer, princesa. Cosas que yacen frente a nuestros ojos y que son más peligrosas que la cólera de unos cuantos hombres. 

Ella parpadeó, confusa. Pero antes de que pudiera preguntarle a que se refería, Dimitri volvió a hablar.

—Debería volver a palacio, su dama de compañía la está buscando. Dé media vuelta y haré como si no la hubiese visto.

—No iré.

—Alteza, si me permite…

—¡No voy a ir! —bramó Nadya—. ¡Vuelve con papá para cuidarle las espaldas, Dimitri! ¡No eres más que un vulgar soldado y no toleraré que me digas lo que debo hacer! ¡Así que márchate! ¡Fuera de mi vista!

Él se quedó lívido ante su contestación. Su expresión se crispó igual que hacía un momento, y Nadya habría jurado que ahora la miraba con odio. 

«¡Va a delatarme!», pensó, horrorizada, «me arrastrará de nuevo junto a papá y se lo dirá todo, estoy segura de que va a azotarme por esto…»

No obstante, lo único que hizo Dimitri fue ofrecerle una acartonada reverencia, hablándole con resignación.

—Como Su Alteza desee.

Le vio alejarse en silencio y en cuanto lo hubo perdido de vista, se angustió. Tenía que encontrar una salida pronto, estaba segura de que la delataría.

A lo lejos, Anya gritó su nombre. La muchacha gimió. No deseaba que la arreglaran como una muñeca para exhibirse en ese baile. Ni estar cerca de su padre, ni de Shevchenko y sus hijos, que seguramente serían unos pretenciosos.

Escuchó una serie de pasos dirigiéndose hacia ella y palideció. Rápidamente, volvió a escabullirse en la cocina, descendió por una pequeña escalinata circular y desapareció tras la puerta de la cava, ocultándose detrás de una hilera de barriles de vino. Retrocedió, atenta a los sonidos del piso superior.

Creyó escuchar algo de barullo entre los cocineros, y la voz preocupada de Anya preguntando por ella.

—Pido disculpas por mi intromisión, pero estoy buscando a la princesa y a uno de los sirvientes le pareció verla entrar aquí.

—Aquí no ha entrado nadie, pero puedes buscar si lo deseas, en tanto no nos estorbes.

Recelosa, Nadya retrocedió hasta toparse con una puerta. El cerrojo estaba puesto pero las llaves descansaban en un perchero cercano. Al otro lado se encontraban los sótanos. Ella nunca había entrado allí.

La mayor parte del nivel subterráneo del palacio se hallaba ocupado por mazmorras, todas ellas en desuso desde hacía por lo menos cien años. En Voldova, dependiendo de la gravedad de las faltas cometidas, los criminales iban a parar a prisiones locales o eran exiliados al norte, rumbo a las frías nieves de Siberia y más allá de las distantes ciudades de Rusia, con las que sus propios poblados tenían tanto en común.

El resto del sótano, tenía entendido, estaba conformado por un laberíntico conjunto de pasillos y estancias que hacían la función de bodegas independientes.

Cuando ella y sus hermanos eran unos niños, solían escuchar a los criados contando todo tipo de disparates acerca de ese lugar. A casi nadie le gustaba bajar ahí; por lo menos, no a solas. Se decía que estaba habitado por presencias invisibles, posiblemente los fantasmas de antiguos aristócratas o lacayos que aguardaban ansiosos la visita de los vivos, recibiéndoles en medio de caricias heladas y susurros espectrales.

«Cuentos de plebeyos», pensó Nadya despectivamente, en un intento por darse valor para lo que estaba a punto de hacer.

—¡Alteza! ¡Regrese, por favor!

La chica cogió las llaves y forcejeó con la cerradura. La puerta se abrió emitiendo un rechinido. Guardándose el llavero, aferró su bolso y tras localizar una desvencijada linterna de latón, cerró la puerta tras de sí y se adentró en la oscuridad.

*    *    *

Caminó a lo largo de un angosto pasillo de paredes desnudas. Las tenues pisadas de sus botas de piel parecían hacer eco en los muros. Sosteniendo la linterna en alto, dio vuelta a la derecha, esperando hallar una habitación en la cual esconderse. Aguardaría pacientemente hasta que el baile se terminara y por la mañana, antes del amanecer, se dirigiría a la ciudad.

Nadya.

La chiquilla se sobresaltó y miró a su alrededor. El sótano se hallaba desierto pero estaba segura de que una voz había pronunciado su nombre, una voz que no conocía.

Intranquila, dio otro par de pasos. El murmullo acudió a ella de nuevo.

Nadya.

—¿Quién anda ahí? 

Un silencio sepulcral fue lo que obtuvo por toda contestación. Se dijo que estaba nerviosa o demasiado cansada, había sido un aniversario amargo y lleno de emociones. Volvió a andar, temerosa y dubitativa. No estaba preparada para volver a escuchar aquel susurro lúgubre, que le erizó el pelo de la nuca.

Nadya.

 La adolescente se dio la vuelta y ahogó un grito. Sobre la pared izquierda del corredor, antes vacía, una puerta acababa de aparecer. Habría sido imposible pasarla por alto. La mano que sujetaba la lámpara tembló; tal vez fueran ciertos los rumores que murmuraba la servidumbre, después de todo.

Nadya.

—¡¿Quién está ahí?! —gimió, asustada.

Pobre pequeña zarevna 1. Sé la tristeza que está aquejándote, puedo ver en tu corazón.

—¿Quién eres tú?

Un viejo amigo, de un viejo lugar. Acércate, pequeña, ven a mí y haré que te olvides de cada una tus penas.

Incitada por un impulso repentino, la muchacha acudió hasta la puerta, que carecía de picaporte y cerradura. La rozó con los dedos y esta se abrió, revelando una estancia siniestra que no parecía haber sido tocada en siglos. 

Lo que la dejó sin aliento se encontraba en el centro del habitáculo.

Ahí, mirándola con sus ojos de piedra, se alzaba la estatua de un hombre de ropas antiguas y expresión aterrada, que sostenía un objeto brillante en una de sus manos. Un huevo, negro cual ébano. La escultura se erguía en el centro de un enorme círculo, dentro del cual yacía trazada una estrella de siete puntas. 

La joven miró el rostro del varón y creyó reconocerlo. En alguna ocasión le había visto, retratado en la galería de pinturas del ala este, cuyos muros preservaban la memoria de los antiguos gobernantes de Voldova.

Nadya se acercó y lo observó de pies a cabeza. ¿Qué haría una escultura tan extraña en ese lugar? Era macabra y de mal gusto. 

Miró el huevo y un oscuro presentimiento la asaltó, advirtiéndole que algo iba mal. La clase de presentimiento que uno tiene cuando está siendo observado, el que alerta a una criatura indefensa si hay una bestia acechándole entre las sombras. 

Una brisa helada surgió de la nada, rozándole la cara y helándole los huesos. La voz misteriosa volvió a hacer eco en su cabeza.

Acércate, Nadya. Acércate y te concederé lo que más anhela tu corazón.

Dudó.

Una fuerza irresistible comenzó a tentarla para entrar en el círculo y abandonarse al mágico influjo que lo rodeaba, haciendo correr su sangre con la misma pasión que la poseía al danzar sobre el escenario. Lentamente caminó hasta la estrella, pensando en lo mucho que le gustaría marcharse de palacio, en lo injusto que había sido su padre y en cuantas ganas tenía de volver al teatro y bailar sin fin.

Su vista volvió a posarse en el huevo, reluciente como una gema. Parecía ser lo único con vida en esa tenebrosa cámara. Extendió su mano y lo tocó. El frío intenso de la superficie se desvaneció al instante para ser reemplazado por una sensación cálida. Absorta, miró en su interior, donde un remolino de niebla roja giraba a toda velocidad y crecía, acariciando las paredes de su prisión, llamándola desde la lejanía…

La estatua se hizo pedazos y dejó caer el huevo, que al estrellarse contra el suelo de piedra, produjo un sonido tan estridente como el del cristal al quebrarse. 

La niebla inundó la habitación, girando cual torbellino. Nadya gritó y se cubrió la cabeza con las manos, su corazón retumbaba de terror. Cerró los ojos al ver como el tornado aumentaba su fuerza y se preparó para el final inminente…