4
KOSCHÉI
Pero nada de eso ocurrió.
Una risa cavernosa retumbó en sus oídos. Al abrir los ojos se dio cuenta de que el vendaval había desaparecido y que frente a ella se encontraba un hombre extremadamente viejo, de complexión esquelética y piel grisácea. Llevaba una corona de hierro en su cabeza. Su boca monstruosa esbozó una malévola sonrisa.
—¡Libre!
Nadya tragó saliva y se encogió cuando el anciano reparó en ella. Sus astutos ojos relucieron de placer al observarla.
—Sabía que tarde o temprano vendrías a mi encuentro.
—¿Quién es usted? —preguntó recelosa.
El hombre —si es que así se le podía llamar a tal aparición—, rió entre dientes.
—Yo soy quien provoca huracanes y susurra en el oído de las doncellas mientras duermen, el que mora en la tierra sin sol. ¡Soy el azote de las montañas! ¡Si no te andas con cuidado, podría azotarte a ti también! Pero si eres prudente, querida volchitsa 1, no habrá necesidad de mostrarte cuán cruel puedo ser.
El desconocido levitó a su alrededor para observarla con detalle, transformándose en la misma niebla que había brotado del huevo y volviendo a materializarse sin esfuerzo, a pocos pasos de ella. Mientras lo vigilaba, Nadya se percató de que por alguna razón, él no se atrevía a entrar en el círculo, de modo que no se movió de donde estaba. A su memoria llegó el recuerdo de una vieja leyenda que hablaba sobre las andanzas de cierto ser del Inframundo, un hechicero malvado que cabalgaba sobre las cordilleras, arrastrando consigo muerte y enfermedad en forma de bruma y tornados.
Sintió miedo.
—Tú eres Koschéi —musitó.
—Y tú estás en lo cierto, zarevna. Juraría que fue ayer cuando esa bruja osó arrastrarme hasta aquí con engaños, solo para traicionarme y dejarme encerrado. ¡Y yo que me había prometido no volver a subestimar a un ser humano!
—¿Encerrado?
—He pasado más de dos siglos en esta miserable habitación, a la espera de alguien que fuese capaz de devolverme la libertad. Oh sí, has intercedido en el instante más apropiado, princesa —Nadya abrió los ojos con espanto—, te sentí llegar de inmediato, supe que poseías la magia que necesitaba para atravesar el umbral. Te daría las gracias, de no ser porque me recuerdas demasiado a esa víbora embustera.
Nadya miró de reojo la puerta, sopesando las posibilidades de escapar sin ser cogida por las manos repugnantes del Sin Muerte.
—Mi pequeña Marya, eres tan parecida a ella. Marya poseía una piel inmaculada y una cabellera tan larga y oscura como la tuya. Aunque no era tan aprensiva como tú, ¡cuánto me alegré al escuchar que me hablaba con ternura! Debí saber que estaba mintiendo. Sin embargo, tal vez tú, querida zarevna, seas más sensata que la pobre Marya. Ahora que estoy de regreso, pienso que tu compañía sería grata en mi palacio del Inframundo. Siempre es útil tener una esposa con dotes para la magia.
—¿E-esposa?
—¡Piensa en las posibilidades! Podría enseñarte a dominar los vientos, a atar tormentas y secar la tierra, ¡podría cumplir todos tus anhelos! A cambio solo pido tu voluntad, tu obediencia y lealtad absoluta. Es tu deber resarcir el daño que Marya Morevna ocasionó, ¡traicionarme a mí! ¡Vaya mujer atrevida!
Nadya sintió nauseas al escuchar la propuesta y se abrazó a sí misma, de rodillas en el suelo.
—La miserable tenía talento, pero no era nada en comparación con los poderes de Koschéi el Inmortal, como tampoco lo será el tuyo una vez que estemos en el submundo. Aun así, estoy dispuesto a compartir una pizca de mi conocimiento con una chica joven y hermosa como tú, siempre que te sepas comportar adecuadamente. Una buena esposa debe ser sumisa y encantadora, sin importar el carácter de su marido. Tarde o temprano todas terminan aprendiendo. Y bien, ¿qué es lo que tienes que decir a esto?
—No.
Los ojos de Koschéi se clavaron en ella amenazadoramente.
—¿No?
—No deseo ir contigo. No lo haré.
El Sin Muerte sintió como la ira le devoraba las entrañas. Ahí estaba de nuevo, esa situación absurda y tan dolorosamente familiar, en la que era rechazado sin miramientos por el objeto de su deseo. Saberse feo, a pesar de su inmenso poder, siempre había sido una espina en su orgullo.
Podría haberse llevado a la princesa como había hecho antes con tantas otras, si tan solo no hubiera estado dentro del círculo. El sello trazado por Marya Morevna continuaba intacto y estaba claro que la chiquilla intuía su poder.
Por otro lado, Koschéi estaba cansado de que las muchachas patalearan, lloraran y gritaran mientras eran llevadas al Inframundo; como si ser sus esposas fuese un castigo. Él procuraba mimarlas, les daba riquezas, les preparaba grandes banquetes, materializaba todo cuanto se les pudiera antojar —en tanto no lo enfadaran, por supuesto, pues de lo contrario ameritaban un severo castigo—, hasta que eventualmente aprendían a guardar silencio, y poco a poco, se extinguían su juventud y su belleza.
Lo que más lo atormentaba, era que en cientos de siglos ninguna hubiese llegado a amarlo. ¿Era mucho pedir que un alma inocente se abandonara a él sin oponer resistencia, o hacer preguntas?
En su arrogancia y su infinita soledad, él creía que no. El problema, como ya ves, es que Koschéi no sabía lo que era el amor verdadero.
—¿Te atreves a rechazar mi mano? ¡Piénsalo bien! ¡Porque te aseguro que no querrás probar mi paciencia!
Nadya se echó a temblar.
—¿Y bien?
—No iré.
Furioso, Koschéi volvió a elevarse por los aires, invocando un torbellino de niebla que esta vez no solo sacudió el sótano, sino también los muros y los cristales en las ventanas del palacio, y los de cada hogar en Ribenskov.
* * *
—¿La habéis encontrado? —Mikhail retorció nerviosamente el pañuelo que colgaba de su chaqueta de gala, intimidado por la penetrante mirada del emperador.
—Su doncella y los criados siguen buscándola, Majestad. Debe haberse ocultado en algún sitio.
—Esa niña.
Yegor tomó bruscamente la copa que otro sirviente le había llevado y la balanceó con la mano derecha, demasiado furioso como para fingir que estaba de buen ánimo ante sus invitados. En medio de la multitud distinguió a Shevchenko y a sus hijos, luciendo el primero impaciente y los dos últimos, por suerte, despreocupados y lo bastante entretenidos con la celebración como para atender a las inquietudes de su padre.
Decidió que por la mañana le impondría un castigo ejemplar a su hija, estaba hecha toda una sinvergüenza. Mas valía ser estricto con ella, antes de que torciera el camino como los otros seis.
En la puerta del Salón del Trono y apostado junto a otros cuatro soldados, Dimitri Komarov entornó los ojos, pendiente de los movimientos de Su Majestad. La copa permanecía en su mano, pero en ningún momento había hecho ademán de llevársela a los labios.
Exasperado, el Comandante oprimió con fuerza el frasquito oculto en su bolsillo y que hasta hace unos instantes, había sido vaciado con la mayor discreción.
—La gente está murmurando. —Yegor se acercó el vino a la nariz y lo olisqueó brevemente. Ni siquiera la bebida haría más soportable la ausencia de su hija. Volvió a bajar la copa de mal talante—. ¡Menuda cría! ¡Esta vez se lo ha buscado! Seré implacable con ella, Mikhail, ¡implacable!
El larguirucho hombre se secó una gota de sudor en la frente, azorado.
Frente a ellos, un selecto grupo de hombres y mujeres vestidos de gala, danzaba al ritmo de la orquesta. Las damas de la corte estaban espléndidas con sus tocados y sus atuendos de vivos colores, sus parejas lucían bandas y medallas en sus trajes.
Acababan de disfrutar un abundante banquete. Los platillos se sirvieron a lo largo de un inmenso comedor, sobre fuentes de plata y manteles de encaje: enormes cisnes asados y caviar, platos calientes de solianka 2 y ensalada, stroganoff 3 bañado en salsa y pasteles. Todo acompañado por un champán espumoso, que los criados vertían sin parar entre los convidados de su señor.
De esa manera y al menos por el momento, los cotilleos sobre el retraso de la princesa habían sido disipados. Pero de eso hacía una hora y ella seguía sin presentarse.
Por centésima vez, Yegor observó con disgusto la silla de menor tamaño ubicada a su lado, vacía.
—¿Estáis seguros de que no salió al jardín?
—El Comandante Komarov fue a revisar hace un minuto, él aseguró no haber visto nada.
—Que vaya de nuevo, ¡esa chiquilla es capaz de meterse bajo la nieve con tal de salirse con la suya! Maldita la hora en la que accedí a esa tontería del ballet…
En un rincón apartado, una pequeña lámpara titiló débilmente hasta apagarse por completo. Un viento súbito invadió la estancia, quebrando los ventanales, extinguiendo el resto de las luces y provocando que el inmenso candelabro de cristal que colgaba del techo, se precipitara sobre la multitud. Cientos de alaridos aterrorizados inundaron la oscuridad del salón.
A las afueras, una niebla malévola y espesa se extendía por las calles de Ribenskov, arrebatando la luz de los faroles y los hogares a su paso. Las personas se apresuraron a atrancar puertas y ventanas, aterrorizadas por el violento vendaval. En el palacio, el pánico estalló entre los cortesanos.
Yegor saltó del trono, derramando su copa en el proceso. Ya sabía en donde estaba su hija.
—¡Resguardad a todo el mundo! —le gritó a Komarov—. ¡Sacadlos de aquí! ¡Deprisa!
Sin esperar al Comandante y a sus guardias, salió del salón y bajó en dirección al sótano, no sin antes recoger una espada. Al final de un largo pasillo, distinguió una puerta que jamás había estado allí, y detrás de la misma un vórtice de bruma que giraba en torno al cuerpo agazapado de Nadya, que luchaba por mantenerse en tierra firme. Corrió hacia ella.
El tornado se convirtió en un halo negro y se impactó contra el zar, derribándolo violentamente. La espada resbaló de su mano, su pesada corona de piedras preciosas cayó de su cabeza y rodó por el piso. Escuchó el grito alarmado de su hija y sintió como una garra helada oprimía su corazón.
Agónico, se llevó una mano al pecho y levantó la mirada. Una figura alta e inhumana lo contempló con crueldad, antes de volver a transformarse en niebla.
—El final se está acercando, Nadya Yegorovna. —La advertencia de Koschéi retumbó como un trueno—. ¿Crees que estás a salvo en tu palacio, rodeada por tus sirvientes y resguardada bajo el ala de tu padre? ¡Ahí lo tienes! No es más fuerte que ninguna de esas personas que están acostumbradas a complacerle. Y esa vida que llevas, llena de lujo y frivolidades, no es más que un espejismo. No te equivoques zarevna, la maldad que habita este mundo es mucho más horrible que lo que encontrarás en mis dominios. Tal vez hayas cambiado de parecer una vez que te des cuenta por ti misma. Hasta entonces, recuerda mi proposición. Tarde o temprano habrás de aceptarla, ¡ya sea por voluntad propia o para pedir clemencia por tu pueblo!
Dicho esto, el Inmortal ascendió al techo en una turbulenta espiral, que giró con vehemencia y se extendió como una sombra impenetrable en cada rincón del castillo, atravesando puertas y ventanas, y escabulléndose hacia la ciudad. Sus habitantes contemplaron con espanto como aquella plaga se adhería a las paredes y trazaba un camino irregular en los pavimentos. La leche se agrió y la comida fresca se convirtió en cenizas.
Voldova estaba marcada por la magia del Sin Muerte.
—¡Papá! —Nadya acudió al lado de su padre, abandonando la seguridad del círculo.
Casi de inmediato llegó la escolta del emperador. Dimitri llamó a los cuatro hombres que iban con él, contemplando la cámara subterránea con asombro y aproximándose al cuerpo apabullado del zar.
—Majestad… —El Comandante se inclinó a un lado de Yegor, que apenas y pudo levantar la cabeza, aturdido por el dolor—. ¿Qué ha sucedido aquí, Alteza? —preguntó Dimitri a la princesa.
—Yo… ¡ha sido él! ¡Ha sido Koschéi! ¡Está de vuelta! ¡Y quería llevarme al Inframundo! ¡Él… él…!
El joven frunció el ceño, arrogante; parecía debatirse entre la necesidad de calmarla y el impulso de espetarle que nada de lo que hablaba tenía el menor sentido.
Volvió a examinar al monarca, quien no cesaba de oprimir una mano contra su corazón. Estaba débil y deliraba. Dimitri se puso de pie, mirándolo cual alimaña. Desenvainó su espada y acto seguido, le asestó un golpe en la nuca que le despojó de su consciencia.
—¡Papá! ¡No!
Nadya se arrodilló junto al emperador.
—¡Smimov! —Uno de los asombrados guardias salió de su estado de anonadamiento al escuchar a su superior, al igual que sus compañeros—. Lleva a Su Alteza a sus aposentos y asegúrate de que se quede ahí. Nosotros nos haremos cargo de Su Majestad.
—¡¿Qué significa esto, Dimitri?! —protestó Nadya, iracunda—. ¡¿Por qué lo hiciste?! ¡Papá necesita ver a un médico!
—El único lugar al que irá a parar este hombre, es a las mazmorras.
—¿Qué? —La chica se quedó estupefacta.
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando vio como los acompañantes del susodicho se acercaban amenazadoramente, cercándolos a su padre y a ella como buitres en torno a la carroña.
—Ay Alteza, habría sido más fácil si me hubiese escuchado desde el principio. Presiento que no habría necesidad de que tuviera que presenciar esta lamentable escena —habló Dimitri, caminando alrededor de la figura inconsciente del zar—, habíamos planeado una muerte más rápida para Su Majestad. Ni siquiera habría sufrido, aunque Dios sabe que lo merece de sobra.
—¿Que tú… vosotros ibais a…?
—Ahora tendremos que confinarlo al cadalso y esperar. Supongo que será mejor así.
Nadya se sintió como si todo el peso del mundo cayera sobre sus hombros.
—¿Por qué haces esto, Dimitri? —inquirió—. ¿Qué te ha hecho mi padre para que lo traiciones de esta manera?
Él la miró con frialdad.
—No se trata de lo que este miserable me ha hecho a mí, ¡sino de lo que le ha hecho a su propia nación! ¡De lo que todos vosotros nos habéis hecho! Estoy cansado de vivir a la sombra de un montón de cerdos despreciables y egoístas. ¡Todos estamos cansados! Siempre os ha resultado fácil humillarnos desde su posición, ¿y cuál es el motivo? ¿Haber nacido con un título que les diferencia de cualquier persona común y corriente? ¡No os merecéis nada más que la muerte!
—¡Papá no merece esto! ¡Él confiaba en ti!
—¡Y el pueblo confiaba en él! ¿Qué ha hecho para aliviar el sufrimiento de sus súbditos? ¡Nada! ¡Hace años que no hace nada! —gritó el Comandante, respaldado por la presencia intimidante de sus soldados—. ¿Qué puede esperarle a este país a cargo de semejante hombre y de sus inútiles hijos? Son tiempos de cambio y los cambios demandan medidas extremas.
—Tú… tú… —La princesa le espetó con los dientes apretados, deseando soltar todos los improperios que le venían a la cabeza y que su fina educación le impedía pronunciar.
—No se desgaste tratando de insultarme, Alteza, pronto será usted quien deba agachar la cabeza ante el oprobio de los demás. La gente en las calles exige la muerte del emperador. Y nosotros hemos escuchado. Yo personalmente, me encargaré de que no quede con vida ni un solo miembro de la nobleza.
Los camaradas de Dimitri celebraron la afirmación, eufóricos. La muchacha abrió sus ojos como platos.
—¡Mentiroso! ¡Traidor!
—¡Smimov! Llévala en este instante.
—¡No iré a ninguna parte! ¡No me toquéis! —Nadya trató de resistirse cuando el guardia la tomó del antebrazo para sacarla de ahí. Otro de sus compañeros se le unió, aferrándola por el brazo libre. Pese a su resistencia fue arrastrada con facilidad y sus gritos, ignorados.
—Que pase un muy feliz cumpleaños, Alteza. Do svidaniya 4 —la risa de Dimitri fue lo último que escuchó, irónica, cínica y cruel.
Mientras los soldados restantes levantaban al zar con la intención de llevarlo al cadalso, el joven recogió su corona del suelo, haciendo crujir la suela de sus pesadas botas. Al sostenerla entre sus manos, sus orbes castaños se quedaron fijos en las gemas incrustadas que decoraban la superficie, con una expresión tan oscura como indescifrable.