PRÓLOGO
Conozco un lugar habitado por los espíritus del viento, donde las estrellas navegan más allá de los mares. Hoy su nombre solo es mencionado en los cuentos de hadas, y sus relatos yacen distorsionados por la memoria del tiempo. Ahora presta atención al que voy a contarte. Esta es la historia de una chica que tuvo que aprender a ser valiente. Y de un ser inmortal.
Desde que el mundo era joven, los humanos hablaban con temor del abominable Koschéi 1, aquel que recorría las llanuras cabalgando un corcel de niebla, con los ojos como brasas ardientes. Algunos cuentan que su caballo tenía tres patas, otros mencionan cinco o hasta siete; lo único que puedo asegurarte es que ni siquiera aquella bestia temible lograba sobrepasar la ferocidad de su amo.
Es verdad que alguna vez no fue más que otro hombre, un guerrero sediento de poder y consumido por la ambición, que para escapar de la muerte se desprendió de lo más valioso que poseía: su alma. Una maligna criatura se la arrebató, transformándolo en un demonio errabundo.
De eso hace ya demasiado tiempo, hace más de setecientos años. En ese entonces, la gran región de Lucomoria 2, —a la que los rusos también se refieren como la tierra de Tres Veces Diez—, era un lugar donde los humanos y las criaturas mágicas convivían en paz, guiados por la mano de un zar benevolente.
Cuando Koschéi galopaba sobre las montañas, la tierra se estremecía y el aire se alzaba en un monstruoso tornado. La gente en decenas de pueblos elevaba sus manos al cielo y ofrecía una plegaria para que sus caminos jamás se cruzaran con el suyo, pues Dios sabía lo peligroso que era llamar la atención o despertar la ira del Inmortal.
Lamentablemente, a veces las oraciones no bastan.
A menudo, el maligno hechicero merodeaba entre aldeas y ciudades, en busca de una jovencita agradable que le hiciera compañía.
Le encantaban las muchachas jóvenes y bellas.
Les ofrecía oro, alhajas, vestidos finos, cualquier cosa con la que pudiesen soñar con tal de que aceptasen estar a su lado. Pero por supuesto, todas ellas le temían y lo repudiaban por su abominable aspecto. A ninguna agradaba la piel gris y arrugada de sus manos, ni las barbas ásperas que encubrían su malévolo rostro. Mucho menos soportaban mirarse en sus ojos, negros como dos abismos.
Entonces Koschéi montaba en cólera y las arrastraba con él hasta un rincón solitario del Inframundo. Allí yacía su trono de hierro, en una inmensa cámara subterránea, poblada por los cuerpos inmóviles de las mujeres que lo habían despreciado, y los de los hombres que habían osado enfrentarse a él, convertidos en polvo y piedra.
¡Esos pobres infelices! Casi siempre se trataba de jóvenes de la nobleza o bogatyres 3, que iban en busca de la novia o la esposa robada.
Por desgracia ninguno logró regresar al hogar.
No quedó un solo rincón en Lucomoria en el que no se conociesen las andanzas del Sin Muerte. Se decía que cuando los vendavales soplaban con fiereza y el cielo era velado por negros nubarrones, él estaba en camino. Las personas se resguardaban en sus casas a cal y canto y prohibían salir a sus hijas, especialmente si eran bonitas.
Todo esfuerzo era inútil puesto que el malvado se las arreglaba para entrar bajo las puertas, a través de los agujeros o por la fisura de una ventana, como un halo de niebla. En ocasiones se volvía cuervo y se las llevaba por los aires, o adoptaba la forma de un lobo para secuestrarlas mientras caminaban en el bosque.
Y así, dentro de su palacio en tinieblas bajo el suelo de nuestro mundo, cada una de sus esposas se resignaba a sufrir en silencio, añorando la luz del sol y aguardando a ser reemplazada por otra doncella más joven y hermosa. Solo en ese instante las desdichadas pasaban a formar parte de la macabra colección de estatuas de Koschéi, siendo finalmente liberadas mediante la bendición de la muerte.
* * *
La sombra de la guerra se apoderó de Lucomoria, bajo la mirada inclemente de un despiadado príncipe, que ansiaba arrebatar el trono a su padre. Cuando pronunció el nombre del lugar en el que se ocultaba su alma, Koschéi reconoció en sus ojos a la terrible entidad que le había otorgado la vida eterna; esa misma a la que sin saberlo, había entregado también su voluntad.
Tomando la forma de un torbellino, arrasó con decenas de pueblos a su paso. Centenares de palacios, monumentos y catedrales fueron reducidos a cenizas por la bruma y el fuego.
El príncipe asesinó al emperador y se enfrentó a sus hermanos, quienes fueron vencidos y desterrados. Fue así como el vasto y próspero territorio de Tres Veces Diez se dividió en tres países enemigos: en el oeste, oculta entre las entrañas de un frondoso bosque de pinos dorados, emergió la pequeña pero orgullosa nación de Therova. Hacia el este, detrás de las montañas, emergió el reinado de Sarkovia.
Y sobre los escombros del resto de Lucomoria, nació Voldova o la tierra de Tres Veces Nueve, el imperio de aquel codicioso príncipe, cuyo implacable ejército había conquistado la mayor parte del país sin compasión.
Durante cincuenta años, el usurpador gobernó a sus súbditos con mano de hierro. No obstante, todo tirano en esta vida ha de encontrar su final y el suyo llegó a él de la manera más inesperada.
* * *
Koschéi regresó a atormentar a los mortales tras disfrutar de un prolongado descanso en el Inframundo. Cierto día, una joven humilde llamó su atención. Su nombre era Marya Morevna 4 y servía como escudera en las Fuerzas Armadas. El marfil de su piel y la determinación en su mirada de jade lo cautivaron de inmediato, renovando su deseo de obtener una nueva esposa.
Se presentó ante ella bajo la luz del crepúsculo, deslizándose como una serpiente dentro de su alcoba e invitándola a conocer su fortaleza, donde tendría todo cuanto anhelará su corazón, en tanto no lo contrariara, ni lo hiciera enfadar como las otras.
Bajo la cordialidad de dicha invitación podía intuirse el peligro de una amenaza; ninguna mujer que hubiese sido elegida por el Sin Muerte tenía la opción de negarse a su propuesta. Todas intentaban escapar en vano, le suplicaban de rodillas y en última instancia, se resignaban a su suerte, acompañándolo a su guarida con las mejillas bañadas en lágrimas.
Por eso se sorprendió de sobremanera cuando lejos de resistirse, la muchacha lo aceptó, dirigiéndose a él con la mayor amabilidad.
—Te concederé mi mano con gusto, solo después de recuperar mi espada, que me ha sido arrebatada por Su Majestad. Se encuentra en una cámara secreta en los sótanos de palacio. Es lo único que echaría de menos en este mundo miserable, pues fue un regalo de mi padre y cuando él murió, lo perdí todo. Concédeme este favor como regalo de bodas y tendrás mi lealtad absoluta.
En cualquier otra circunstancia, Koschéi se habría negado a complacer a nadie e impuesto su autoridad. Sin embargo, no estaba acostumbrado a que las doncellas le hablaran con dulzura, ni a inspirar en ellas algo distinto al miedo o la repulsión. Marya lo miraba sin un ápice de desagrado. Había algo en ella que lo dominaba por completo.
Así pues, entró con la chica al palacio y descendieron juntos hasta el sótano, cruzando la primera puerta que se cruzó en su camino.
Rápidamente, la joven hizo aparecer en su mano la espada de su padre, que nunca estuvo confiscada bajo los pies del emperador, y atravesó con ella el pecho de Koschéi, empujándolo al interior de un círculo que había dibujado previamente en el suelo. En su interior se vislumbraba una estrella de siete puntas, la cual emitió un resplandor dorado que los envolvió a ambos.
El Inmortal dejó escapar un rugido furioso y se transformó en un torbellino que sacudió cada centímetro del sótano, girando en torno a Marya y a su sello misterioso, luchando por desvanecer su luz. La joven se aferró a su espada y cerró los ojos con fuerza, resistiendo los embates de su adversario.
Su rostro era el de una mujer valiente, pero por dentro sentía tanto miedo como cuando era niña, y creía en los espíritus que se ocultaban en los rincones para arrastrarla a sitios oscuros y lúgubres.
Se negaba a creer que ese fuera su destino.
Por fin, el remolino se detuvo y cuando Marya abrió los ojos, el círculo había dejado de brillar, revelando un objeto que rodaba hacia sus faldas. Ella se inclinó con aversión y lo tomó en sus manos.
Era un huevo negro.
* * *
Sin la amenaza del Inmortal, Marya derrocó al zar y se convirtió en zarina de Voldova. Poco después contrajo matrimonio con uno de los parientes del extinto gobernante, un príncipe proveniente de Sarkovia, llamado Iván. La unión de ambos significó el fin de las rencillas entre sus países y el inicio de una era más próspera y justa.
A pesar de ser un esposo abnegado y un hombre piadoso para con su pueblo, Iván poseía un par de defectos incorregibles en su carácter: era demasiado curioso y obstinado para su propio bien.
—Puedes ir a cualquier lugar del palacio que te plazca, con excepción del sótano —le advirtió la muchacha, desde el primer momento en que fueron marido y mujer—, no hay nada allí que sea de tu incumbencia. Obedéceme en esto, Iván, es lo único que te pido.
Intrigado por las palabras de la emperatriz, el susodicho aguardó a que saliera de caza, tomó una veladora y se dirigió cautelosamente al nivel subterráneo. Allí, abrió la primera puerta con la que se topó al final de un largo pasillo y entró en una estancia oscura, que a simple vista no tenía nada de especial.
Lo único que allí había, era un pequeño cofre de hierro, dispuesto sobre un símbolo desconocido en el interior de un círculo.
Iván abrió el arcón y halló un extraño huevo, oscuro y reluciente cual ébano. Se preguntó porque Marya querría ocultarle algo como aquello y lo cogió en su mano, sintiéndolo frío y pesado. Una sensación espeluznante lo recorrió de pies a cabeza, advirtiéndole que algo andaba mal. ¡Debía salir de ahí pronto!
Intentó soltar el huevo y se angustió al descubrir que era incapaz, pues ahora su mano era de piedra. Quiso gritar pero lo único que escapó de su garganta fue un gemido sofocado.
De más está decir que el joven zar de Voldova no volvió a sus aposentos esa noche. Ni a sus aposentos, ni a ningún otro sitio.
Marya enloqueció de dolor al acudir al sótano y encontrar el cuerpo petrificado de su esposo, que aún sostenía aquel objeto maldito. Llena de tristeza, hizo desaparecer la puerta de la habitación, encerrando para siempre al hombre que amaba y a la maldición que habitaba entre aquellas paredes, ya que como debes recordar, Koschéi no podía morir.
Simplemente había sido aprisionado y al igual que su alma, su presencia continuaba latente bajo los cimientos del palacio. Ahí continuaría acechando, mientras los años se volvían siglos, en la espera de una persona con el talento de la emperatriz y la ingenuidad de su cónyuge, que fuese capaz de liberarlo de su condena.