EL ANILLO
Un sábado por la tarde, durante la estación de otoño, Eric Meyer invitó a su novia a cenar con su familia. Los padres del muchacho habitaban una antigua residencia del barrio Pichincha. Apenas cruzó el umbral se sintió invadida por una turbia sensación; había algo en el ambiente que la perturbaba: una familiaridad inquietante, como si los muebles, los cuadros y hasta el leve aroma a madera añeja, guardaran la nostalgia terrible de un recuerdo que no podía precisar…
Era absurdo. Jamás había entrado en aquella casa y sin embargo, todo le resultaba extrañamente conocido. Recorrió el salón principal con la mirada y entonces lo descubrió.
El enorme retrato que descansaba sobre la chimenea.
—Ese es mi bisabuelo —le dijo su novio, al notar la atención con la que lo observaba—. Se vino a Argentina después de la guerra. Al principio estaba en la lona, pero compró esta casa cuando era una ruina y con el tiempo la convirtió en un hogar para mi abuela. Se conocieron poco después de que él llegara.
Ana sonrió con cierta incomodidad y apartó la vista del cuadro, percatándose de que lo encontraba repelente. El hombre de rubios cabellos y anchos hombros parecía atravesarla con la intensidad de sus ojos sin vida.
—¿Y cómo era? —preguntó, intentando disimular el malestar—. Debió ser interesante mudarse a este país después de todo lo que pasó en Europa.
—No sé mucho, la verdad —replicó el muchacho—. Ni mis padres ni la abuela me han hablado demasiado de él. Mi abuela siempre dijo que él prefería no hablar del pasado. Ya sabes que fueron tiempos difíciles.
Ana volvió a mirar el retrato de reojo y sintió escalofríos. Había algo en esos ojos que le revolvía el estómago.
Durante la cena conversó con los padres de Eric, que eran encantadores. Trató de disfrutar de la comida, sin sentirse del todo a gusto. No podía quitarse de encima esa sensación de insólita familiaridad. La angustia la acuciaba y con ella, el presentimiento de algo oscuro.
Al final, cuando ya habían terminado el postre, Eric se levantó de la mesa y la invitó a sentarse en el salón. Ahí, sacó algo de su bolsillo: un delicado anillo de oro con una enorme esmeralda. Ana se quedó petrificada, el corazón le dio un vuelco al contemplar la joya.
—Era de mi bisabuela —dijo su novio con una sonrisa nerviosa—, el bisabuelo se la regaló cuando le propuso casamiento. Fue una de las pocas cosas que salvó después de la guerra. Mi vieja me lo dio hoy porque dijo que era el momento justo para vos.
Ella no escuchó sus palabras, sus ojos estaban clavados en el anillo como si fuera un objeto pernicioso. Cuando él tomó su mano y deslizó la argolla en su dedo anular, una corriente fría la estremeció de pies a cabeza. La muchacha se desvaneció mientras una visión repentina nublaba su consciencia.
Se vio a sí misma en otra época, en otro lugar. Era 1944 y su mundo se desmoronaba…
Antes de llegar al campo de concentración, Hanna había sido una joven adinerada y feliz. Sus manos, antaño suaves y hermosas, estaban sucias y ásperas. Ahora se vestía con harapos. Un triste pañuelo cubría su cabeza, despojada de los largos y dorados rizos que solían ser su orgullo. Le habían cortado todo el cabello antes de la desinfección.
Era una muerta en vida. La falta de comida y el trabajo excesivo la estaban matando lentamente. A donde quiera que miraba, los rostros exiguos de sus compañeras le devolvían miradas vacías.
Los soldados entraron en el campo para revisar a las prisioneras. Un hombre alto se acercó a ella, mirándola con los ojos relucientes de perversidad.
—Ya no eres tan altanera como antes, ¿no?
Hanna agachó la mirada. Aún recordaba la noche en la que los oficiales habían invadido su mansión. Su padre tendido en el suelo, ahogándose con su propia sangre. El llanto de su madre cuando abordaban el tren, mientras se moría en las barracas…
—Este es el futuro destinado a los de tu raza —le espetó el comandante—, en la Europa del mañana no hay lugar para los parásitos que corrompen la sangre de nuestra nación. Pero tú eres distinta. Podrías cambiar tu destino si dejaras de lado tu estúpido orgullo. ¿Vas a seguir rechazando mi propuesta?
El hombre sacó algo de su bolsillo. Hanna palideció al reconocer su propio anillo de compromiso, regalo de su prometido en tiempos mejores. Hasta su llegada al campo, había mantenido la esperanza de que siguiera con vida; posiblemente en algún sitio de Inglaterra, buscando asilo para ambos. Una de las primas de Samuel, que llevaba semanas en Auschwitz, le contó que había sido arrestado y ejecutado por la Gestapo. Hanna comprendió entonces que ya no tenía motivos para resistir.
La esmeralda emitió un destello lúgubre.
El oficial intentó persuadirla para aceptar su proposición, insistiendo con la misma fuerza que en ocasiones anteriores. Él podía sacarla de ahí, devolverle los lujos que añoraba. Ella, con su pelo rubio y sus ojos azules, podría pasar por aria si se manejaban con astucia y falsificaban unos cuantos papeles. No era tan complicado.
Solo tenía que decir sí.
Hanna le lanzó una mirada cargada de desprecio.
—Prefiero morir —murmuró.
La expresión arrogante se desvaneció en la cara del oficial. Lo siguiente que supo fue que la estaba apuntando con su revólver.
El estruendo del disparo retumbó en sus oídos. Hanna se derrumbó. Como un eco lejano, escuchó los gritos de terror de sus compañeros y las órdenes de los soldados que les mandaban callar. Mientras la vida la abandonaba, dos mujeres tomaron su cuerpo y lo llevaron hasta una fosa rebosante de huesos.
Un inmenso amor la inundó al verse rodeada por los restos de sus semejantes. Pronto se reuniría con todos aquellos a los que amaba.
Aún sonreía cuando la muerte la recogió de la zanja de cadáveres…
Ana volvió en sí. Estaba en el salón, temblando. Tanto su novio como sus padres la miraban con preocupación. La madre de Eric murmuró algo sobre llamar a un médico. Pero ella no la escuchaba. Solo podía ver el anillo.
Su viejo y querido anillo.
Los ojos de la muchacha vagaron automáticamente hasta el retrato del bisabuelo.
La sangre se le heló cuando su mirada volvió a cruzarse con el semblante cruel de su asesino.
Eve Valdane ©