EL ANILLO

Un sábado por la tarde, durante la estación de otoño, Eric Meyer invitó a su novia a cenar con su familia. Los padres del muchacho habitaban una vieja residencia del centro de Berlín. Desde el primer instante en el que puso un pie dentro de la casa, una sensación turbia invadió a la joven, el presentimiento de que ya había estado allí.

Era absurdo. Jamás había entrado en aquella casa y sin embargo, todo le resultaba extrañamente familiar. Recorrió el salón principal con la mirada y lo descubrió. 

El enorme retrato que descansaba sobre la chimenea.

—Ese es mi bisabuelo —le dijo su novio, al notar la atención con la que lo observaba—. Vivió en esta casa durante la Segunda Guerra Mundial. Tuvieron que reconstruirla después de los bombardeos. Mi abuela dice que antes era mucho más hermosa.

Hanna sonrió con incomodidad y apartó su mirada de la imagen, descubriendo que la encontraba repelente. El hombre de rubios cabellos y anchos hombros parecía atravesarla con la intensidad de sus ojos sin vida.

—Cuéntame de él —le pidió a Eric—. Debió ser interesante vivir en Berlín durante la guerra.

—No lo sé —replicó el muchacho—. La verdad es que ni mis padres ni la abuela me han hablado demasiado sobre él. Ya sabes que fueron tiempos difíciles.

Hanna volvió a mirar el retrato y sintió escalofríos.

Se dedicó pues a conversar con los padres de Eric, que eran encantadores, y a disfrutar de la comida dispuesta sin sentirse del todo a gusto. Durante el resto de la velada, esa sensación de insólita familiaridad no dejó de acuciarla.

Y por alguna razón, dicho presentimiento le provocaba angustia.

Al terminar con la cena, los novios se levantaron de la mesa para estar a solas. El muchacho sacó algo de su bolsillo: era un delicado anillo de oro con una enorme  esmeralda. Al contemplarla, el corazón de Hanna dio un vuelco. 

—Está joya era de mi bisabuela, el bisabuelo se la obsequió cuando le pidió que se casara con él. Fue una de las pocas cosas que consiguió salvar después de la guerra. Mi abuela lo heredó y luego se lo obsequió a mi madre. Hoy me lo ha dado para ti.

Ella no escuchó sus palabras. Se quedó inmóvil cuando él tomó su mano y deslizó la argolla por su dedo anular, provocando que una corriente de electricidad la sacudiera de pies a cabeza. La muchacha se puso a temblar mientras una visión repentina se abría paso en su memoria.

Se vio a sí misma en otra época, en otro lugar. Era el año 1944 y su mundo se desmoronaba…

Antes de llegar al campo de concentración había sido una joven adinerada y feliz. Sus manos, antaño suaves y hermosas, estaban sucias y ásperas. Sus ropas eran tan austeras como grises. Un triste pañuelo cubría su cabeza. Le habían cortado el cabello antes de la desinfección. Ya no podría mirar el resplandor de sus rizos dorados bajo el sol. 

Era una muerta en vida. La falta de comida y el trabajo excesivo la estaban acabando lentamente. A donde quiera que miraba, los rostros exiguos de sus compañeras le devolvían miradas vacías.

Los soldados del pelotón entraron en el campo para revisar a las prisioneras. Un hombre alto se acercó hasta ella y sus ojos relucieron con perversidad al mirarla.

—Ya no eres tan altanera como antes, ¿cierto?

Hanna agachó la mirada. Todavía recordaba la noche en la que los oficiales habían invadido su mansión. Su padre tendido en el suelo, sobre un charco de su propia sangre. El llanto de su madre cuando abordaban el tren, mientras se moría en las barracas…

La acompañaría hasta su último suspiro.

—Este es el futuro que les espera a los de tu raza —le espetó el comandante—, en la Europa del mañana no hay lugar para vosotros. Pero tú eres distinta. Podrías cambiar tu destino si dejaras de lado tu estúpido orgullo. ¿Vas a seguir rechazando mi propuesta? 

El hombre se sacó algo del bolsillo. Hanna palideció al reconocer su propio anillo de compromiso, regalo de su prometido en tiempos mejores. Había muerto a manos de la Gestapo. 

La esmeralda emitió un destello lúgubre.

Una vez más, el oficial intentó persuadirla para aceptar su proposición. Él podía sacarla de ahí, devolverle los lujos que tanto añoraba. Ella, con su pelo rubio y sus ojos azules, podría pasar por alemana aria si se manejaban con astucia y falsificaban unos cuantos papeles. No era tan complicado.

Solo tenía que decir que sí.

Hanna le arrojó una mirada cargada de desprecio.

—Prefiero morir —murmuró.

La expresión arrogante del oficial se desvaneció. Lo siguiente que supo fue que la estaba apuntando con su revólver.

El eco del disparo retumbó en sus oídos. Hanna se derrumbó. Oyó los gritos de terror del resto de las prisioneras y las órdenes de los soldados que las hacían callar. Mientras la vida la abandonaba, dos mujeres tomaron su cuerpo y lo llevaron hasta una fosa rebosante de huesos. 

Un inmenso amor la inundó al verse rodeada por los restos humanos de sus semejantes. Pronto se reuniría con todos aquellos a los que amaba.

Aún sonreía cuando la muerte la recogió de la hoguera de cadáveres.

Hanna se despertó en el salón de estar de los Meyer. Tanto su novio como sus padres la miraban con preocupación. La madre de Eric murmuró que debían llamar a un médico, pero ella no la escuchaba. Solo podía ver el anillo. 

Su viejo y querido anillo.

Los ojos de la muchacha vagaron automáticamente hasta el retrato del bisabuelo.

La sangre se le heló en las venas, cuando su mirada volvió a cruzarse con el semblante cruel de su asesino. 

Eve Valdane ©