EL ARTE DE DESVANECERSE

Aquella mañana, una joven emergió de los bosques que delimitaban la pequeña aldea de Thornwswood, oculta del mundo exterior entre la espesura de los árboles. Lucía aterrada y respiraba agitadamente. Llevaba consigo un cesto viejo, repleto de bayas y follaje. Su rubio cabello, enmarañado y salpicado de hojas, le enmarcaba el pálido rostro, cuyos grandes y desorbitados ojos reflejaban el eco de un horror reciente. 

—¡Ahí viene la pequeña Lucy, siempre perdida en sus locos pensamientos! —se burló uno de los aldeanos, provocando la risa cómplice de sus compañeros.

La muchacha se dirigió presurosa a la plaza central, donde el resto de la gente se afanaba en sus quehaceres diarios. Samuel, el carpintero, trabajaba con su cuchillo afilado en el umbral de su taller. La vieja Margaret se hallaba como siempre, sentada en un rincón tranquilo de su pórtico, tejiendo y cotilleando. Y los gemelos Holloway preparaban el pan para vender.

Todos empezaron a murmurar en cuanto se percataron de su llegada. Lucy estaba acostumbrada a las miradas de extrañeza y desdén, a las risas disimuladas cuando pasaba y los apelativos que la calificaban de excéntrica; por no mencionar cosas peores.

Cerca de la fuente, Jonas ajustaba las flechas en su carcaj, preparándose para otra tarde de caza. Su mirada se ensombreció al reparar en ella. 

—¿Lucy?

Su mirada se ensombreció al reparar en ella. Los labios de la chica temblaban, como si estuviera a punto de revelar algo terrible.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—Algo está ocurriendo en el bosque. Acabo de verlo.

—¿Qué sucedió? 

Lucy titubeó, ansiosa, jugueteando con el asa de la cesta.

—He visto… he visto la mano de Dios en el cielo.

—¿La mano de Dios? 

Jonas frunció el ceño.

—En el cielo, dibujando.

—¿Qué estás diciendo, Lucy?

—Estaba allí arriba, desgarrando la realidad con trazos oscuros y furiosos —declaró la joven con vehemencia—. ¡Lo escuché gritar! ¡Dios está enojado, Jonas, y nos está enviando señales!

Las personas a su alrededor intercambiaron miradas incrédulas y risueñas. Un murmullo desdeñoso se extendió entre la multitud.

—Lucy, tienes que calmarte. ¿Has estado demasiado tiempo sola en el bosque? 

—¡Tú no viste lo que yo vi! —gritó ella—. ¡Dios quiere decirnos algo, y nadie lo está escuchando!

Los aldeanos se apartaron de la pareja, algunos con expresiones de lástima, otros, esbozando sonrisas burlonas. Lucy continuaba mirando al cielo con los ojos entornados, como si buscara en las nubes algún vestigio de la visión que la había trastornado.

—No entienden —insistió, con la voz entrecortada—. Está ahí, Jonas. Lo vi. Algo está a punto de ocurrir.

El muchacho la observó, preocupado. La multitud murmuraba cada vez más alto,  sentía el peso de sus miradas clavándose en ellos. Suavemente, tomó la mano de Lucy en la suya, notando lo fría que estaba.

—Ven conmigo —dijo en un tono bajo, casi suplicante—. Hablaremos en casa, donde nadie te moleste.

Lucy quiso resistirse, pero la cálida firmeza de sus dedos la obligó a bajar la vista. Jonas tiró de ella con cuidado, guiándola entre la gente que se apartaba para dejarles paso. Mientras se alejaban, echó un último vistazo al cielo, donde un sol indiferente brillaba entre las nubes. 

Sus ojos seguían velados por algo más oscuro, algo que sólo ella parecía percibir.

*   *   *

Las primeras grietas en la realidad de Thornswood comenzaron a manifestarse de manera paulatina. Al principio, no eran más que breves irregularidades que cualquiera pasaría por alto. Objetos sin importancia que desaparecían y reaparecían en rincones absurdos, muros y cortezas que perdían su color de un día a otro, formas inusuales en las nubes.

Esta relativa anormalidad fue cosa de un par de días. Pronto, los aldeanos, sumidos en sus quehaceres diarios, se encontraron afectados por una serie de fenómenos extraños que desafiaban toda explicación racional.

La perspectiva del pueblo estaba cambiando aceleradamente. Las casas, firmemente ancladas en la tierra, ahora parecían deslizarse en direcciones inusuales, como si la geometría misma se rebelara contra su estabilidad. Los colores que pintaban el paisaje adoptaban tonalidades irreales, con árboles de hojas doradas y cielos teñidos de púrpura oscuro.

—Algo está mal —dijo Anna, la curandera, mientras observaba cómo las hierbas que solía recolectar cambiaban de color frente a sus ojos—. ¡Esto no puede ser normal!

Las calles se inundaron con una cacofonía perturbadora. Las melodías de los instrumentos locales se escuchaban distorsionadas; los tonos agudos se alargaban de manera antinatural, mientras que los graves resonaban con una intensidad casi opresiva. A estos se unieron ruidos imposibles provenientes del bosque: el chirrido de engranajes oxidados, un lamento metálico que recordaba al rechinar de puertas gigantescas, y, de pronto, un pulso rítmico, semejante al tic-tac de un reloj descompuesto.

Los aldeanos se miraban entre sí, desconcertados. Aquellos sonidos no pertenecían a la naturaleza ni al mundo que conocían. Parecían arrancados de otra realidad, una que no debería estar tan cerca de la suya. El bosque, antes silencioso, ahora parecía emitir su propia y aterradora sinfonía.

—¡Es como si el mundo estuviera desvaneciéndose! —exclamó Samuel, tras contemplar como sus creaciones de madera cambiaban de forma frente a sus ojos incrédulos.

En otra calle de la aldea, Elias, el bibliotecario, hojeaba con inquietud uno de sus libros más viejos.

—Los relatos antiguos hablaban de tiempos de confusión —susurró, mientras las páginas desfilaban delante de sus ojos cansados—. Pero esto… esto no encaja. Ninguna historia menciona con claridad el origen ni el propósito de estas señales. ¿Es un aviso? ¿Un castigo?

Cerró el libro, suspirando, y apoyó las manos sobre la mesa de madera desgastada. Miró por la ventana hacia la plaza donde los aldeanos se congregaban, inquietos por la creciente tensión.

—Si tan solo hubiera más respuestas… —murmuró, más para sí mismo que para alguien más—. ¿Qué está pasando?

La anciana Margaret acudió a la capilla del padre Colt, angustiada por conseguir respuestas.

—¿Estamos siendo castigados?

Él no supo que contestar.

Dos pueblerinos se enfrentaron con violencia, cada uno culpando al otro por la desaparición de sus pertenencias. La pelea fue sofocada rápidamente por quienes todavía intentaban mantener cierta cordura.

La volatilidad de los objetos cotidianos confundía cada vez más a los habitantes. Había cosas que se volvían momentáneamente invisibles, y luego se materializaban en lugares diferentes. Muchas de las que no se perdían para siempre, regresaban con extrañas deformaciones.

Debido a esto, la gente empezó a conducirse con mayor hostilidad y las disputas se transformaron en salvajes agresiones. Algunos simplemente se negaron a aceptar lo que sucedía e intentaron continuar con sus rutinas diarias, cerrando los ojos ante las crecientes fisuras que resquebrajaban el tejido de su realidad.

—¡Todo volverá a ser como antes si simplemente ignoramos estas locuras! —exclamó Rebecca, la dueña del colmado, intentando convencer a sus vecinos.

No obstante, los lazos que unían a la comunidad continuaron destruyéndose con cada nueva anomalía. Amigos de toda la vida se culpaban de absurdos, enfrentándose en discusiones cada vez más acaloradas.

—¡Esto es culpa tuya! ¡Tu familia siempre ha traído mala suerte a Thornswood!

—¡Mis ancestros fundaron esta aldea! ¡No voy a ser culpado por la estupidez de los tuyos! 

Había quienes, recordando las palabras de Lucy, ya se consideraban perdidos.

—¡Es el fin! —gritaba un anciano, agitando los brazos en el aire mientras señalaba el cielo desfigurado—. ¡Dios nos abandonó!

—¡Lucy decía la verdad! ¡Esto es un castigo divino!

—¡Ella lo vio venir! —exclamó alguien más señalando a la chica, cuyos ojos mostraban una honda tristeza—. ¡Dios está enojado!

El pánico se propagó como una enfermedad insidiosa. La distorsión de la realidad no solo alteraba el paisaje y los sentidos, también desencadenó una cascada de consecuencias devastadoras que precipitaron al poblado hacia el caos.

En la iglesia, los fieles se arrodillaron en oración, recurriendo a la adoración de fuerzas impías e invisibles, con la esperanza de restaurar la paz.

—¡No podemos quedarnos aquí esperando a ser erradicados! —gritó Alistair, un hombre profundamente religioso y obsesionado, lleno de rabia y desesperación—. ¡Necesitamos un sacrificio para apaciguar la cólera divina! 

La idea convenció de inmediato a las mentes más débiles, aquellas que buscaban ansiosas una respuesta mística a la locura emergente.

—¡Sabemos quien tiene la culpa de estas calamidades! —Alistair se volvió acusadoramente hacia Matilda, una ermitaña que vivía en la linde del bosque—. ¡La hechicera que practica las artes oscuras en Thornswood!

Matilda, de pie en la periferia de la multitud, observaba tranquilamente como la paranoia se apoderaba de sus vecinos. Su comportamiento inmutable no había cambiado en lo más mínimo; parecía conocer su propio destino y el del pueblo, y estar conforme con ambos.

Ni siquiera intentó defenderse cuando Alistair, hartó de su impasividad, le voló la cabeza de un disparo.

Fueron breves y muy escasos los actos de solidaridad durante la destrucción de la aldea. Las madres se aferraban a sus hijos y seres queridos, buscando consuelo en su presencia. Jonas se ofreció para organizar las reservas de caza y comida, instando a la gente a permanecer unida en la adversidad. Anna ofreció infusiones y caldos para apaciguar a los más afligidos. Abrazos silenciosos, miradas comprensivas y palabras de perdón corrieron como la pólvora, siendo estos los últimos destellos de humanidad en plena hecatombe.

Lamentablemente, todo esfuerzo se vio eclipsado por la creciente ansiedad y locura de los aldeanos.

Fue así como el apacible remanso de paz que alguna vez había sido Thornswood, se convirtió en un escenario de demencia y sufrimiento. Nadie sabía como enfrentar el cataclismo que amenazaba con borrarlos del lienzo de su existencia.

*   *   *

Lucy entró en casa con pasos desganados, llevando la cesta del pan medio vacía. Cada vez era más difícil encontrar asegurar comida. Jonas se puso de pie al verla, apenas iluminado por la débil luz de una vela.

—¿Qué está sucediendo, Lucy? —le preguntó.

—Antes no quisiste escucharme.

—Quiero hacerlo ahora.

Ella suspiró profundamente.

—Ya te lo he dicho Jonas, vi la mano de Dios rasgando el cielo.

—¿La has vuelto a ver?

—No he querido volver al bosque desde aquella mañana.

—Pues ahora sé que tenías razón. Algo malo está pasando en nuestro mundo.

La joven se sentó con él a la mesa.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—No podemos perder la esperanza. ¿Acaso no es lo que nos mantiene vivos? —Jonas la mano de Lucy con las suyas, en un gesto de consuelo.

Ella apartó la mirada.

—Jonas, no entiendes. No podemos escapar. Este mundo que conocemos está desmoronándose y no hay nada que nos proteja de ello. —musitó ella, luchando contra las lágrimas que empañaban sus ojos.

El muchacho apretó su mano con fuerza, intentando transmitirle la seguridad que su voz no podía brindarle.

—¡Tenemos que encontrar una salida! No podemos quedarnos aquí y simplemente esperar a que todo termine.

El padre de Lucy, presente en la habitación como un testigo silencioso, asintió en acuerdo. Era un hombre de mirada sabia y cabellos blancos. Había escuchado cada palabra con la calma de quien entiende más de lo que deja ver. Sus ojos estaban fijos en Jonas. Había en su gesto una mezcla de confianza y esperanza, como si creyera firmemente en la determinación del joven para proteger a su hija, pese al caos que los condenaba.

—Tiene razón, querida. Quedarse de brazos cruzados nunca es una opción, por más inevitable que aparente ser un problema —dijo—. Así pues, ¿tú qué propones, muchacho?

—Salgamos del pueblo. 

—¿Salir? Nunca hemos abandonado la aldea, no sabemos qué hay más allá de los bosques, ¿no has pensado que el resto del mundo también puede estar acabándose?

—¿Y qué si no es así? ¿Qué si encontramos alguna respuesta? Aunque no lo hiciéramos, al menos lo habríamos intentado. No podemos desperdiciar esta oportunidad.

Lucy sintió el corazón oprimido. Una oscura intuición atormentaba su mente, igual que la sombra de un augurio no pronunciado.

—No voy a mentirte, Jonas. Tengo un mal presentimiento sobre lo que está pasando —murmuró—. pero aún así iré contigo.

Sabían bien que no todos estarían dispuestos a ir con ellos, aunque hubo quienes concordaron con el plan del cazador. Apenas una decena de personas consintió en acompañarlos, preparándose a toda prisa para emprender su viaje hacia las afueras. Lucy, su padre y Jonas comandarían el grupo.

—¿Están seguros de que encontraremos algo más allá del bosque?

—No estamos seguros de nada —dijo la muchacha con sinceridad.

—Lo único seguro es que no podemos quedarnos aquí. Nuestra aldea está perdida —declaró Jonas.

Aquellos que tenían demasiado miedo como para marcharse, habían cedido a sus más desesperados impulsos, matando, robando, devorándose entre sí… Hubo otros quienes, incapaces de soportar la carga de la distorsión, se entregaron a la noche eterna por sus propios medios. Sus cuerpos se apilaban en las calles o en el interior de las casas, fríos bajo el beso de la muerte.

Los más devotos se refugiaron en la iglesia, abrazándose a su fe y rezando por la salvación de sus almas. La confianza en Dios, —¡pobres idiotas!—, era una antorcha titilante en medio de la oscuridad, que iluminaba el terror en sus rostros cuando imploraban misericordia divina.

Los indicios del colapso se precipitaron con mayor intensidad. 

El cielo, que antaño había sido un oasis de estrellas refulgentes, se convirtió en un manto de negrura. Si tenían algo de suerte y observaban con la suficiente atención, lograrían discernir el parpadeo de alguna luz incierta en la lejanía, negándose como ellos a desaparecer del todo.

*   *   *

Los aldeanos que no habían sucumbido a la desesperación se reunieron para despedir al grupo de Jonas. Casi todos murmuraban palabras de aliento, aunque unos pocos trataron de convencerles en vano de desistir.

—¡Qué Dios los acompañe! —exclamó un anciano, besando la mejilla de Lucy—. Buena suerte, querida.

—Intentaremos conseguir ayuda —aseguró Jonas con voz firme.

Lucy tomó la mano de su prometido, resistiéndose a mirar atrás.

A medida que se adentraban en el bosque, la maleza se contorsionaba como una única criatura viva, presa también de las alteraciones que afectaban a Thornswood. Los árboles gemían, manifestando el dolor de la realidad que se derrumbaba a su alrededor. Cada paso los acercaba a una frontera incierta, donde diferenciar lo real de la fantasía era prácticamente imposible. El paisaje, como una pintura deslavada, se sumía en la inevitabilidad de su propia destrucción.

A medida que se adentraban en el bosque, la maleza parecía retorcerse bajo sus pies, como si formara parte de una única criatura viva atrapada en el mismo tormento que envolvía a Thornswood. Los árboles gemían, el crujiente lamento de sus troncos agrietados envenenaba en el aire. Sus hojas, antes verdes y vibrantes, colgaban descoloridas, como pinceladas que el tiempo había despojado de vida.

El paisaje se desdibujaba ante ellos, perdiendo definición con cada paso que daban. Las sombras se alargaban, fundiéndose las unas con las otras, mientras los colores se desvanecían en una amalgama opaca de grises y marrones. Parecía como si el bosque entero estuviera diluyéndose en una pintura arruinada, cuyos contornos eran borrados por un trazo descuidado. Incluso el aire parecía teñido de una neblina polvorienta, donde lo real y lo fantástico se confundían.

El mundo que se rendía a la inevitable descomposición de su propia esencia.

—¿Realmente vamos a llegar a algún sitio? —preguntó una mujer, exhausta.

—Sería mejor habernos quedado en la aldea. Podríamos haber comido bayas venenosas, como los otros…

—¡Sigan andando! —exclamó Jonas—. No podemos retroceder ahora, tenemos que seguir adelante. No dejen que el bosque los afecte, ¡vamos! 

Lucy apretó la mano del joven cazador con fuerza.

—Algo no está bien. Siento que nos están observando —musitó, escudriñando las sombras.

De repente, una ráfaga de viento aulló a través de los árboles, llevando consigo un olor acre y metálico. Una lluvia viscosa se precipitaba desde el cielo irregular, salpicando sus rostros y manos. El líquido penetró en su piel y en sus ropas, castigándolos con ardiente agonía.

Trataron de buscar refugio, pero la lluvia destruía todo cuanto tocaba.

La sustancia lluviosa les corroía la sangre. Los colores del mundo se fusionaron y desvanecieron, los objetos y plantas perdieron definitivamente su forma. La hierba se convirtió en arena movediza y los árboles se transformaron en siluetas oscilantes.

—¡Sigan adelante! —quiso gritar Jonas, pero su voz era ya tan incierta como el resto de su cuerpo.

El cielo, ahora una mezcla de tonos imposibles, se desgarraba con una furia cósmica. Desfigurados y agonizantes, los aldeanos se derrumbaron, igual que la realidad misma, que se deshacía entre sus dedos.

Lucy gritó.

—¡Jonas, ayuda! 

Sin embargo, su voz no era más que un lamento distorsionado, perdido en la vorágine de la descomposición.

El suelo bajo sus pies era una amalgama irreconocible, mezclada con su sangre, con el cielo y las raíces del bosque. El dolor era intenso. Sus cuerpos, carentes ya de toda definición, desaparecieron en un torbellino de colores y texturas.

La bóveda celestial terminó de fragmentarse, revelando una oscuridad abismal. Devorados por fuerzas incomprensibles, los últimos habitantes de Thornswood terminaron de disolverse en la nada. Exhalando un último suspiro de agonía, el paisaje se desintegró con ellos.

*   *   *

En la penumbra de su estudio, el pintor contemplaba las obras que habían sido testimonio de su genio creativo. Sus ojos desorbitados buscaban respuestas en las arruinadas imágenes que pendían de los caballetes. Aún podía escucharlos, voces histéricas, risas distorsionadas y lamentos de horror, sus ecos rebotaban contra las paredes como si provinieran de sitios lejanos.

—¡Cállense! ¡Cállense de una maldita vez!

Finalmente, su locura se había impuesto sobre la razón, alimentada por los habitantes de sus propias creaciones. En un arrebato, cogió sus pinceles y esparció sobre las pinturas una mezcla corrosiva que diluyó los óleos, goteando sobre cada lienzo como lágrimas ardientes.

—¡Ustedes no son reales, no pueden existir! —aulló, echándose a temblar mientras la pintura de la aldea se desvanecía bajo el aguarrás.

Mundos enteros se evaporaron ante sus ojos. Lienzo tras lienzo, sus obras perecieron en una amalgama de color y textura, disolviendo el tejido de esas realidades plásticas. Los lamentos de sus pobladores se alzaron en un coro de desesperación. Pero él, atrapado en su propia pesadilla, no entendía que cada súplica provenía de las almas atrapadas en esos universos pictóricos, que inadvertidamente había llenado de vida.

—¡Ardan, demonios! ¡Ardan!

El último óleo cayó al suelo, deformándose en el éter de la no existencia. El pintor se dejó caer, exhausto. Las voces seguían retumbando en su cabeza, ahora convertidas en susurros distantes.

Se quedó solo, en silencio, perdido en la sombra de un vacío desolador. Los caballetes desnudos de su estudio, desprovistos de los vibrantes paisajes de antaño, parecían acusarlo con un mudo reproche. 

Nunca llegaría a comprender la verdadera naturaleza de los mundos que había creado y destruido.

Eve Valdane ©