EL AULA 19
—Creo que es verdad lo que dicen de ese aula.
—¿Cuál? ¿El aula 19?
—Sí, el del segundo piso.
—¿Qué tiene de especial?
—Pues que está embrujada o algo así.
—Anda, ya.
—Pregunta a quien tú quieras en el colegio. Dicen que si pones atención, puedes escuchar voces de niños dentro, como si estuvieran en clase.
—Sí, claro. Tú también las oíste, ¿no?
—No exactamente. Lo que me pareció escuchar fue la voz de un hombre; venía de adentro pero a la vez parecía muy lejana, ¿saben?
—¿Sería el conserje?
—No, idiota, te digo que no había nadie. La puerta estaba completamente cerrada, como siempre. Si hubiera sido el conserje, le hubiera reconocido por la voz, pero estoy seguro que no era él.
—¿Alguien ha intentado entrar?
—Yo no lo haría, por algo lo tienen bajo llave. No entra nadie ni para limpiar, ¿no lo han notado?
—Eso es solo porque lo usan como bodega. No es tan raro.
—Sea como sea, a mí nunca me ha dado buena espina. Cada vez que paso cerca me da mal rollo, yo creo que algo malo sucedió allí.
Así, los rumores sobre el abandonado salón 19 pasaban de boca en boca entre los alumnos, tejiendo un manto de inquietud entre las paredes del prestigioso internado.
* * *
La habitación de Christian estaba iluminada apenas por la débil luz de una lámpara, sus apuntes esparcidos sobre el escritorio. El murmullo distante de los chicos que jugaban en el jardín o conversaban por los corredores, apenas y lograba traspasar su puerta. Por ello se sobresaltó en cuanto esta se abrió de golpe, revelando la alta figura del prefecto. Iba acompañado por un chico de expresión indiferente.
—Este es Daniel, de nuevo ingreso. Van a compartir habitación.
El muchacho se introdujo cargando una robusta maleta y recorrió la habitación con una mirada arrogante, antes de reparar en el regordete chico de gafas.
—Mira lo que tenemos aquí, un auténtico ratón de biblioteca.
Christian levantó la vista y se encogió ante la mirada socarrona del nuevo.
—Hola. Bienvenido al colegio —musitó tímidamente.
—Sí, ya me dieron la bienvenida en la entrada. No hace falta que te molestes —respondió el otro con sarcasmo, arrojando su maleta sobre la cama.
—Bueno, bueno, no empecemos mal. —El prefecto soltó un suspiro, como si ya hubiera anticipado los problemas—. Acomódense. Encárgate de poner al corriente a tu compañero con las clases —indicó a Christian severamente, antes de marcharse.
Tan pronto como estuvieron a solas, Daniel se dejó caer en una silla con hartazgo.
—¿Estás estudiando a esta hora? —preguntó, burlón.
—Solo reviso mis apuntes.
—Aburrido. —Daniel hojeó algunos papeles de su compañero con desdén—. ¿Esto es todo lo que haces? ¿Leer?
Christian bajó la mirada, nervioso, mientras el otro continuaba explorando el dormitorio. Cada objeto con el que se cruzaba era una excusa para expulsar un comentario sarcástico, dejando en claro lo mucho que detestaba encontrarse atrapado allí.
Era un tipo problemático, se notaba a la legua. El colegio estaba lleno de matones como él, pero al menos nunca le había tocado compartir el dormitorio con ninguno de ellos. Siempre había estado solo y era así como le gustaba.
Todo indicaba, para su mala suerte, que su pequeño refugio de paz en aquella prisión de lujo había llegado a su fin.
* * *
Daniel se labró rápidamente una reputación entre los peores estudiantes del internado. No había rincón de las aulas ni pasillo que escapara a su actitud desafiante. La mayoría de los estudiantes aprendieron a mantener su distancia, conscientes de cuanto disfrutaba humillando a los chicos indefensos.
Debido a su carácter introvertido, Christian se convirtió en un blanco frecuente de sus burlas. Estaba acostumbrado a soportar comentarios mordaces y algunas bromas crueles de tanto en tanto, pero con la llegada del nuevo, estas pullas se convirtieron en su pan de cada día. Era como si encontrara un placer particular en destrozar la poca confianza que tenía en sí mismo, atrayendo, desde luego, la aprobación y complicidad de otros alumnos, que de por sí lo marginaban por ser gordo y retraído.
Huyendo del acoso, el chico comenzó a evitar su propio dormitorio y los espacios comunes del colegio, con excepción de la biblioteca. Deambular como una sombra, invisible a los ojos del resto, era algo que se le daba bien. A menudo observaba y oía lo que hacían los demás sin que se percataran de su presencia.
Esa tarde se enteró de la plática de un grupo de estudiantes mayores.
Christian se detuvo discretamente, ocultándose tras una pared para captar sus palabras.
—¡Lo digo en serio, chicos! Oí voces en ese maldito salón —exclamaba uno de ellos, con los ojos abiertos de par en par—. Estaba pasando por ahí cuando las escuché claramente.
—Pues no eres el primero que cuenta algo así.
—Y una mierda. Han jodido tanto con esa leyenda escolar, que ya se les hizo costumbre a todos pasar y hacer como que escuchan algo.
—¿Y por qué me estaría inventando esto, idiota?
—Dínoslo tú.
—Vete a la mierda.
—¿Qué escuchaste exactamente?
Hubo una pausa breve.
—Sé que es absurdo, pero me pareció como si hubiese una clase entera allí adentro. Chicos hablando en susurros, andando, escribiendo en la pizarra…
Christian sintió un escalofrío que bajaba por su espina dorsal. De no ser porque nadie se molestaba en hablarle, le habría gustado unirse a la conversación, contar a alguien más que él no solo había escuchado los ecos de esa clase fantasma, sino también lo que había visto, una tarde, mientras el crepúsculo descendía sobre los antiguos edificios del internado.
Su ventana daba hacia la del aula número 19. Había notado algo con el rabillo del ojo, algo que le hizo levantar la vista de su cuaderno de álgebra. Fue tan solo un instante. Su piel se erizó al mirar fijamente hacia los cristales del ventanal frente al suyo y notar la silueta de un hombre de rostro desagradable.
El desconocido le devolvió una mirada cargada de lascivia y luego se desvaneció.
—¿Voces en el aula maldita? Deberíamos investigar eso, ¿no creen? —propuso la voz de Daniel.
Christian se envaró y se alejó de allí a toda prisa.
* * *
En la biblioteca, entre las altas estanterías repletas de antiguos y pesados volúmenes, encontró una antología de anuarios del siglo XX, que recopilaba la historia del internado en décadas pasadas.
Sus páginas amarillentas revelaron rostros juveniles con peinados anticuados y uniformes impecables. Al llegar al año de 1948, su mirada se detuvo en seco.
Una amplia fotografía en blanco y negro mostraba a un grupo de niños de su misma edad, sentados en perfecto orden sobre la escalinata de la puerta principal. En el centro de la imagen destacaba la figura del maestro. Su rostro, enmarcado por una barba espesa y unos ojos fríos y penetrantes, transmitía una malevolencia que parecía trascender el papel.
Christian sintió un nudo en el estómago. Su mirada se demoró en aquel rostro familiar y espeluznante, cuya malicia contrastaba con el triste semblante de sus pupilos.
—¿Señor Miller?
El viejo bibliotecario se volvió hacia él amablemente.
—¿Necesitas algo, muchacho?
—Disculpe, señor, le parecerá algo raro que pregunte —musitó Christian, dubitativo—, pero lleva trabajando aquí tanto tiempo. Usted también estudió en el colegio, ¿no?
—Pues sí, así fue.
—Entonces, ¿sabe algo sobre el aula 19?
Miller frunció el ceño.
—El aula 19 —murmuró—. ¿Qué quieres saber sobre ese lugar?
Christian le mostró la fotografía del anuario, señalando al maestro de mirada sombría.
—¿Reconoce a este sujeto?
—Ah, el profesor Mitchell. Un hombre terrible. Su maldad iba más allá de lo que cualquier fotografía puede mostrar, te lo aseguro. —Miller apartó la mirada, como si recordar aquella época le causara un desagrado inmenso—. ¿Qué tiene que ver con el aula?
—Es que yo lo vi. En la ventana.
El bibliotecario suspiró nuevamente antes de responder.
—Mitchell no era solo un maestro. Era un tirano, un hombre sádico que disfrutaba de maltratar a sus alumnos con castigos corporales. En su tiempo, claro, no se corría ningún riesgo al fomentar así la disciplina. Pero él no se conformaba con pegarles. Es bien sabido que se tomaba otras… libertades al meterse con los chicos.
Christian se estremeció, imaginando a lo que se refería.
—Un día, uno de sus estudiantes lo confrontó en ese salón. Fue un enfrentamiento feroz, que culminó con la rebelión de la clase entera. Entonces, los niños lo empujaron por la ventana —confesó Miller con solemnidad—. El caso nunca trascendió más que como un desafortunado accidente. Eran otros tiempos, ya sabes.
—Pero entonces, lo que vi… y los ruidos que se escuchan, quiero decir, los demás dicen cosas, ¿sabe?
—Niño, aléjate de ese lugar —le aconsejó Miller, muy serio—. No soy mucho de creer en fantasmas y todas esas cosas. Pero ese sitio está clausurado por el bien de todos. Hazme caso, si sabes lo que te conviene.
* * *
Eran poquísimos los estudiantes que permanecían en el colegio durante las vacaciones de Navidad, Christian entre ellos. Era invisible, incluso para su familia. Se había consolado al imaginar que su compañero de dormitorio también se marcharía, dejándole a gusto durante un par de semanas hasta el inicio del nuevo semestre.
Lamentablemente no fue así.
Con tal de evitar confrontaciones, siguió refugiándose en la biblioteca la mayor parte del tiempo, bajo la mirada silenciosa y compasiva del señor Miller.
Desgraciadamente, los problemas terminaron por encontrarlo a él.
Las luces parpadeantes del baño sumergían el lugar en una tenue penumbra. Christian se aproximó a los lavabos para lavarse las manos y palideció al mirar el espejo. Daniel estaba recargado contra la pared, mirándolo con una sonrisa socarrona.
—¿El ratón de biblioteca se perdió en el camino? —inquirió, burlón.
Christian bajo la mirada, tratando de ignorar sus provocaciones.
—Déjame en paz, Daniel.
—¿Dejarte en paz? Eso suena aburrido. —Al ver que su compañero se aproximaba con malas intenciones, Christian intentó retroceder hacia la puerta.
—No quiero problemas, solo… déjame tranquilo.
—¿Y si no, qué?
—¿Por qué lo haces? Yo no me meto contigo.
—Me gustaría verte intentarlo. No eres más que un marica.
Christian le propinó un empujón sin pensarlo. Cuando se percató de lo que había hecho, ya era demasiado tarde.
Daniel, aunque sorprendido por la repentina agresión, no tardó en responder con toda su fuerza. Ambos se ensañaron en un enfrentamiento desigual, que culminó con Christian agazapado en un rincón junto a los lavabos, con el labio sangrante y la respiración entrecortada.
—¡No más! ¡Detente! —imploró, incapaz de igualar la saña de su adversario.
Ni las súplicas, ni su aspecto magullado consiguieron conmoverlo, poseído como estaba por aquel arrebato de violencia. De alguna manera, Christian logró golpearlo en la ingle y se arrastró hacia la salida, para echarse a correr tambaleante.
Daniel, con la adrenalina aún palpitando en sus venas, se lanzó tras él por los oscuros pasillos del internado. Sus pasos resonaban como un tambor frenético contra las paredes, marcando la intensidad de la persecución.
—¡Estás muerto, imbécil!
El joven se deslizó incansable por múltiples pasillos, girando en esquinas y precipitándose por largas escaleras, en pos de los pasos de su compañero, que cada vez le parecían más distantes. Por un instante, tuvo la impresión de que el internado conspiraba en su contra, transformando la soledad de sus patios y corredores para confundirlo y ocultar a su víctima.
—¿No te cansas, ratón? —gritó mientras aceleraba el paso, su risa flotando en el aire como el canto de un loco.
Jadeando, se apoyó contra un muro y observó el largo pasillo que discurría frente a él. No se fijó en el número que figuraba en la puerta del aula al fondo, solo que esta se hallaba entreabierta.
—Perfecto —murmuró para sí mismo.
La puerta oscilaba suavemente en la penumbra, un susurro del viento se filtraba desde el interior. Casi como si lo invitara a entrar. Lentamente, alargó una mano hasta el picaporte y la empujó…
* * *
Daniel se quedó estupefacto cuando atravesó el umbral y se encontró a sí mismo en un salón de apariencia anticuada, rodeado de estudiantes de aspecto sombrío que lo miraban con ojos asustados. El aula, pese a la familiaridad en la disposición de sus pupitres y materiales pedagógicos, emanaba una presencia inquietante, presa de una época que solo había visto en sus libros de historia.
En el centro del salón, un hombre alto y vestido con un traje impecable sostenía una vara en su mano. Una sonrisa cruel iluminó su rostro al acercarse a él, blandiéndola con la clara intención de lastimarlo. Sus ojos penetrantes refulgieron en anticipación del sádico castigo.
—Y bien, ¿qué manera es esta de interrumpir la clase? —inquirió el profesor con voz grave, hablándole como si fuera uno más de sus pupilos.
Los otros alumnos permanecieron en su sitio, muy quietos y temerosos ante la amenaza de la vara. Daniel, invadido por un súbito terror, se quedó sin habla. Miró hacia la puerta, que ya el maestro se había encargado de cerrar, impidiendo cualquier intento de escape.
—¿Te has perdido, muchacho? ¿O es que intentabas saltarte la clase? —continuó el profesor, esbozando una sonrisa amplia y depravada.
Desconcertado, el joven miró el reloj sobre la pizarra, cuyas manecillas permanecían inmóviles.
—Te hice una pregunta.
—Y-yo…
El maestro descargó la vara sin compasión. Daniel se derrumbó en el suelo, gritando de dolor. Un segundo golpe le impidió incorporarse. Su cabeza palpitaba, todo a su alrededor daba vueltas.
—¡¿Crees que puedes ausentarte de clase y entrar cuando te dé la gana?! ¡¿Qué hacías fuera del salón?!
Atrapado en la pesadilla del pasado, Daniel se encogió sobre su cuerpo, gritando ante la violencia impasible de la vara. Nadie acudió en su auxilio. Los alumnos contemplaron su sufrimiento con ojos vacíos, mientras el maestro se deleitaba al notar el charco de lágrimas y sangre que crecía en el suelo.
«¡No está pasando! ¡Esto no está pasando! Dios mío, ¿qué es esto? ¡¿Dónde estoy?!»
Mientras las preguntas se acumulaban en su cabeza y el dolor le machacaba los huesos, Daniel no hacía más que gritar y encogerse, suplicando al profesor que se detuviera. Cuando intentó arrancarle la vara, el desconocido le pisó la mano.
Los chicos del internado no habían mentido sobre ese lugar. El aula clausurada del segundo piso era algo más que un simple cuartucho abandonado. Era la puerta hacia un recoveco olvidado del tiempo, donde los castigos de una mente perturbada se repetían sin tregua. Ahora lo único que importaba era saber, ¿cómo conseguiría salir de allí?
Eve Valdane ©