EL CUADRO QUIMÉRICO
Desde que era una niña, Clara tuvo una gran afición por las actividades artísticas. Cantaba, bailaba y tocaba el piano, aunque lo que más le gustaba era pintar.
Cuando cumplió quince años, sus padres y ella se mudaron a una gran casa antigua, herencia de un familiar fallecido. En su habitación, Clara colgó la primer acuarela que pintó desde que llegasen a su nuevo hogar. Era una pintura extraña pero muy hermosa, en la que se observaba un amplio paisaje rural y una pequeña casa de campo, bajo un cielo nocturno que anunciaba tormenta.
La chica estaba muy orgullosa del cuadro, el cual colgó justo encima de la cabecera de su cama. Cada vez que volvía del colegio y entraba en su dormitorio, aquella imagen era lo primero que buscaba con la mirada.
No obstante, el orgullo le duró poco, pues un par de semanas después notó algo extraño: había una mancha sobre la pintura, justo en la ventana de la casa de campo.
Clara se acercó a mirar y sintió un escalofrío.
No era una mancha sino un rostro. Un rostro humano que se asomaba tras la ventana y parecía mirarla con severidad. A juzgar por la dureza de sus facciones, le pareció que se trataba de un hombre, aunque no estaba muy segura.
¿En qué momento había aparecido? Ella no había pintado eso.
Por un breve instante, Clara tuvo la tentación de quitar el cuadro. Sin embargo, no lo hizo. Simplemente lo dejó donde estaba, esperando que la cara desapareciera tal y como había llegado.
Tres días después, cuando volvió a mirar la pintura, se percató algo distinto. El rostro había cambiado. Esta vez le sonreía con maldad.
Asustada, Clara arrancó el cuadro de la pared y lo llevó al sótano, dispuesta a olvidarse de él para siempre. Por la noche, un susurro helado la despertó. Fue como si una presencia invisible se inclinara sobre su almohada para hablarme al oído, pronunciando cuatro palabras que le helaron la sangre:
—No me dejes aquí.
El terror inmovilizó su cuerpo. Cerró los ojos con fuerza y rezó hasta que el sueño la venció por completo.
Por la mañana, Clara se levantó decidida a terminar con aquel problema espeluznante.
Lo primero que hizo fue bajar al sótano y tomar el cuadro de entre una pila de cajas. Miró la casa de campo. El rostro continuaba mirando por la ventana, aunque algo había cambiado en su expresión malvada. Ahora lucía un semblante aterrorizado, sus ojos estaban llenos de lágrimas y desorbitados por el miedo.
Clara sintió un escalofrío, recorriendo su espalda.
No volvió a colgarlo el cuadro en su dormitorio. Simplemente lo dejó apoyado contra la pared del pasillo y le dio la vuelta. Cuando lo miró otra vez, al cabo de un par de días, se dio cuenta de que el rostro había vuelto a la normalidad y le sonreía con la misma perversidad de antes.
Invadida por el terror, la joven bajó a la cocina y tomó un afilado cuchillo. Acto seguido, incrusto el puñal una y otra vez sobre el lienzo, sin atreverse a observar. Su bella pintura quedó reducida a pedazos, que más tarde fueron quemados en el jardín.
Tras deshacerse del objeto que perturbaba su vida, la chica no salió de su casa durante semanas, ni siquiera para ir a la escuela. No comía, no dormía, no hablaba con nadie. Lo único en lo que podía pensar, era en aquel rostro macabro, sonriéndole a través de la acuarela.
Cuando la situación se volvió insostenible, sus padres decidieron buscar ayuda psiquiátrica. Un médico analizó a la adolescente y le prescribió un montón de medicamentos, que para nada resolvieron el problema. Por el contrario, a medida que transcurrían los días, Clara se obsesionaba cada vez más con el cuadro cambiante y la presencia que lo habitaba.
Se dice que ella enloqueció. Nadie lo sabe con certeza.
El caso es que al cabo de un par de meses, la familia se mudó de nuevo y aquella lúgubre casa solariega volvió a quedar en el abandono.
¿Y que fue de su hija? Eso no lo sabe nadie.
Lo único puedo decirte, después de relatar esta historia, es que Clara no volvió a pintar por un largo tiempo.
Eve Valdane ©