EL CUADRO QUIMÉRICO

Desde niña, Clara tuvo una gran afición por las actividades artísticas. Cantaba, bailaba y tocaba el piano, aunque lo que más le gustaba era dibujar. En su escritorio se apilaban decenas de cuadernos repletos de paisajes coloridos y mundos de ensueño.

Cuando cumplió quince años, se mudó con sus padres a una gran casa antigua, herencia de un familiar lejano. La residencia poseía techos altos, ventanales polvorientos y un amplio jardín. Pero entre sus paredes también se percibía algo extraño, un aire inquietante, distinto de la calidez del hogar anterior. 

—Es enorme, ¿verdad? —dijo su madre con una sonrisa forzada mientras desempacaban las cajas en la sala principal.

—Sí… enorme —respondió Clara, con cierta incomodidad.

Durante el viaje de la mudanza, mientras se acercaban hacia su nueva casa, la chica había aprovechado una parada para dibujar un paisaje que la cautivó: un claro rural con una pequeña casa de campo, bajo un cielo crepuscular que presagiaba tormenta. Al instalarse, enmarcó el dibujo y lo colgó sobre la cabecera de su cama. Su madre alzó una ceja al verlo.

—No es tan alegre como tus otros dibujos. ¿Estás segura de que quieres este en tu habitación? —preguntó.

—Sí. Me gusta cómo se ve… aunque, no sé. Es cierto que tiene algo raro. 

—Si empieza a darte pesadillas, cámbialo por uno de esos paisajes llenos de flores —bromeó su madre antes de salir de la habitación.

Al principio, Clara no notó nada extraño. Pero dos semanas después, al entrar en su cuarto tras un largo día de clases, una mancha en el papel captó su atención.

—Qué raro… —susurró, acercándose al cuadro.

No era una mancha. Era un rostro. Un rostro humano y de facciones andróginas. Se asomaba por una de las ventanas de la casita campestre, mirándola fijamente.

—No puede ser. —Clara retrocedió, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda—. ¡Yo no dibujé esto!

Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Cuándo apareció?

Por un breve instante, tuvo la tentación de quitar el cuadro. Pero no lo hizo. Simplemente lo dejó donde estaba, esperando que aquella cara desapareciera tal y como había llegado.

Durante tres días evitó mirarlo directamente. Luego, la curiosidad la venció, y una noche decidió examinarlo de nuevo. Llena de horror, se percató de que el rostro había cambiado. Ahora le sonreía con una malicia perturbadora.

Clara arrancó el cuadro de la pared, bajó corriendo al sótano y lo dejó sobre una pila de cajas polvorientas, dispuesta a olvidarse de él para siempre. Esa noche, un susurro helado la despertó. Fue como si una presencia invisible se inclinara sobre su almohada para hablarle al oído, pronunciando cuatro palabras que le helaron la sangre:

—No me dejes aquí.

La muchacha se incorporó de golpe, con el corazón desbocado. Miró alrededor, sin encontrar a nadie. Aterrada, cerró los ojos con fuerza y rezó hasta dormirse.

Por la mañana volvió al sótano, impulsada por una mezcla de miedo y fascinación. El cuadro seguía donde lo había dejado, pero algo más había cambiado en él.

—No puede ser…

El rostro seguía en la ventana, pero ahora su expresión reflejaba un terror absoluto. Sus ojos, desorbitados y llenos de lágrimas, parecían suplicarle algo. Clara se echó a temblar.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó en un susurro, como si esperara una respuesta.

No volvió a colgarlo en su pared. Esa misma tarde, decidió darle la vuelta y dejarlo en el pasillo, junto a la puerta de su habitación. Cuando volvió a mirarlo, al cabo de un par de días, el rostro le sonreía con la misma perversidad de antes.

—¡No más! —gritó.

Tomando un cuchillo de la cocina, se dirigió al dibujo, apuñalándolo repetidamente hasta que reducirlo a pedazos. Luego, encendió una fogata en el jardín y arrojó los restos al fuego. 

—Ahí está, ya no puedes hacerme nada —susurró, tratando de convencerse a sí misma.

Sin embargo, el alivio no llegó. Clara cayó en una profunda depresión. Se aisló de todo y de todos, no salió de casa ni siquiera para ir a la escuela. No comía, no dormía, ni hablaba con nadie. Lo único en lo que podía pensar era en aquel rostro macabro, sonriéndole desde la ventana. 

—Cariño, necesitamos hablar —dijo su madre un día, entrando con cautela en su dormitorio.

—Estoy bien, mamá. 

—No, no lo estás. Apenas comes, no hablas con nadie. ¿Es por la mudanza? Creí que te gustaba vivir aquí. 

Clara negó con la cabeza, apretando las manos contra las sienes.

—No entiendes. Sigue aquí. Lo siento, en las sombras, en los rincones. Me está observando.

—¿Quién?

La chica no respondió.

Cuando la situación se volvió insostenible, sus padres decidieron buscar ayuda psiquiátrica. Un médico la analizó y le prescribió un montón de medicamentos que nunca resolvieron sus problemas. A medida que transcurrían los días, Clara se obsesionaba cada vez más con el cuadro cambiante y la presencia que lo habitaba. 

El tiempo pasó, y la familia decidió mudarse de nuevo. De la lúgubre casa solariega solo quedaron los rumores de vecinos, que aseguraban ver sombras fugaces tras las ventanas y escuchar sonidos inexplicables desde el interior.

¿Y qué fue de Clara?

Dicen que dejó de dibujar durante muchos años, temerosa de que sus creaciones pudieran traer algo más que belleza a su vida.

Eve Valdane ©