EL HOMBRE DE LA VÍA

El verano acababa de comenzar cuando el hombre de la vía llego hasta Port Heaven. No vino con el tren, sino caminando desde Dios sabe donde. Llevaba un traje maltrecho y lucía una sonrisa inquietante, que hoy en día me parece que nunca podré olvidar, aunque realmente quisiera hacerlo. Daría cualquier cosa por hacerlo.

La primera vez que le vimos, echábamos una carrera en nuestras bicicletas hasta el arroyo y Billy Mathers era quien lideraba el trayecto. Yo nunca pude ser tan rápido como Billy.

Pasamos enfrente de las vías abandonadas del ferrocarril y le vimos. Pero creo que él nos vio primero a nosotros.

Sonrió y un escalofrío nos recorrió la espina dorsal.

No era una sonrisa normal, nada en él lo era. Tenía los dedos de las manos anormalmente largos y una boca que parecía llegarle hasta las orejas cuando se mostraba feliz. Su rostro surcado de arrugas delataba una edad imposible.

Nunca le escuchamos decir una palabra, pero no hacía falta.

El tipo era espeluznante. Sin embargo, había algo en él que hacía que a veces te dieran ganas de aceptar la invitación de su mano extendida, y recorrer la vía hasta un punto que se perdía en el horizonte y del cual no había retorno.

Entonces los niños comenzaron a desaparecer. Fue el verano más siniestro de nuestras vidas.

La gente del  pueblo organizó un montón de batidas de búsqueda, aunque nosotros sabíamos que era en vano. El hombre de la vía se los había llevado. Creo que intentamos advertir a los mayores, pero nunca nos creyeron de todos modos. Yo tampoco lo habría hecho en su lugar.

Solo nosotros sabíamos lo que era observar esa silueta alta y perturbadora, caminando sobre los rieles vacíos del tren y emitiendo ese largo silbido, con el que se anunciaba cada vez que pasábamos por ahí.

«Vengan y les mostraré un camino del que no hay retorno», parecía decir en sueños, con esa mirada que de veras, también quiero olvidar.

Un día, Billy Mathers no se presentó a jugar con nosotros y cuando sus padres dieron aviso a la policía, supimos que no volveríamos a verle. Un extenso silbido se escuchó desde el sendero por el que pasaba el tren, erizándonos la piel.

Fue la última vez que vi al hombre de la vía.

Los años han pasado desde entonces. Al viejo ferrocarril que transportaba mercancías hasta Port Heaven lo retiraron, quedando el riel sin ninguna utilidad. El Ayuntamiento ha discutido si debería removerlo, pero bien saben que nadie pondrá un centavo para la obra.

De modo que ahí siguen los rieles y los niños todavía van a jugar en ellos; los que no están demasiado embotados con sus videojuegos y teléfonos celulares, claro está.

Hoy ha ocurrido algo que me ha inquietado de sobremanera. Mis hijos volvieron de pasear con sus bicicletas.

Me contaron que pasaron junto al trayecto abandonado del ferrocarril.

Escucharon un silbido y luego, un desconocido les sonrió.

Eve Valdane ©