EL JUEGO TELEFÓNICO
—¿Alguna sugerencia para esta noche? —preguntó Carla, estirándose como un gato perezoso sobre el sofá.
Como cada noche del viernes, nos habíamos reunido en su sótano a perder el tiempo. Agotados los videojuegos y las películas de terror, no nos quedaban opciones para animar la velada.
Salir a tomar algo no era una opción.
Cuando vives en una ciudad donde prácticamente todos se conocen, no tiene mucho sentido usar identificaciones falsas o colarse en algún bar a escondidas.
De modo que ahí estábamos, cinco adolescentes hartos y aburridos.
—¿Y si hacemos llamadas de broma? —sugerí, deslizando mis dedos por el teléfono que estaba al lado de mi asiento.
—¿Es en serio?
—¿Tienen un plan mejor?
Las risas de mis amigos resonaron con sarcasmo, aunque pude ver que lo estaban considerando. Así que la idea tomó forma: si llamábamos a números seleccionados al azar, no sería para hacer simples bromas infantiles. Podíamos hacer enfadar a la gente, preguntar sin decoro, murmurar obscenidades… sería divertido.
—Vale, tú empiezas primero.
Los cinco nos sentamos en torno al aparato y activamos el altavoz antes de contactar a nuestras víctimas.
—Veamos que clase de imbécil contesta —murmuró Louis, con una sonrisa maliciosa.
Marqué el primer número. El zumbido del tono de marcado hizo mella en mis oídos, obligándome a pensar algo ingenioso. Ellos esperaban que lo fuera. La voz del destinatario desconocido se elevó al otro lado.
—¿Hola? —dijo una voz entrecortada.
—¡Hola! ¿Estás lista para escuchar la verdad? —pregunté con un tono teatral que dibujó sonrisas expectantes en los rostros de mis amigos.
La noche se llenó de carcajadas mientras, uno tras otro, sumergíamos a los desconocidos en nuestro estúpido teatro telefónico. El juego fluía con malsana alegría; cada insulto recibido de los incautos a los que molestábamos, no hacía sino incrementar nuestro gozo. Los números elegidos sin cuidado alguno, eran como puertas que abríamos con deleite perverso.
Pero en una de esas conexiones efímeras, la atmósfera cambió abruptamente.
—Hola —saludó una voz masculina, profunda y solemne.
Un silencio breve se hizo entre nosotros antes de que Louis, intentando aparentar confianza, respondiera:
—¡Bienvenido a nuestro juego! ¿A quién tenemos el placer de fastidiar esta noche?
—No es bueno jugar con desconocidos. —La voz respondió, burlona y sutilmente amenazante—. Podrían llevarse una desagradable sorpresa.
«Vaya, al fin uno que tiene sentido del humor», pensé. Eso no me lo esperaba.
—¿Quién eres? —preguntó Carla.
—Eso, querida, no importa. Lo que importa es lo que están a punto de saber. —La voz se retorcía en la línea como una serpiente que sisea desde las sombras.
—Sí, claro. Entonces, ¿quieres entrar en el juego o no? —intervine.
—Ya estoy dentro. Pero cada juego tiene sus reglas, y ustedes, hasta ahora, no han jugado limpiamente.
Alcé una ceja, intercambiando una expresión escéptica con los demás. Realmente nos habíamos topado con un tipo interesante. Su enigmático murmullo flotaba entre nosotros como una niebla densa, permeando el aire con su presencia ominosa.
—¿Creen que es posible ocultarse de la verdad bajo esa máscara de fanfarronería? —inquirió él—. Eso no es nada en comparación con los secretos que les aguardan en casa.
—¿Y qué secretos podrías saber tú? —lo cuestionó Louis, socarronamente.
—Sé por ejemplo, Louis, que tu madre lleva meses endeudándose para mantener el su estatus. Las cuentas de esa bonita casa, tu ropa de marca, el coche que tanto te gusta presumir… todo lo paga ella con dinero que no tiene. Últimamente, ha tenido que hacer algunos favores que preferirías no imaginar.
La revelación fue como una cuchilla que cortó la fachada arrogante de nuestro amigo. Los demás nos miramos, tan confusos como sorprendidos.
—¿De qué estás hablando? —murmuró Louis—. ¿Cómo mierda sabes mi nombre?
—¿Cómo van los negocios de tu padre, Isabella? Lo último que escuché es que sus inversiones son algo menos legales de lo que aparentan. Parece que su comercio en la ciudad está en auge, me pregunto qué pasaría si las autoridades empezaran a hacer preguntas sobre esas importaciones tan… particulares. —El tipo dejó escapar una risa ligera y sibilante. Se deleitaba con cada palabra, afirmando situaciones absurdas como si fueran la verdad.
—¿De qué estás hablando? —preguntó ella, repentinamente asustada—. ¿Qué sabes tú sobre papá?
—Por suerte para él, no soy el tipo de persona que va por ahí delatando a otros. Solo que ya sabes, la gente no es muy de fiar en su rubro, alguien más podría hacerlo por mí. Más vale que el viejo Bob empiece a cuidarse las espaldas.
—¡Basta! ¡Esto es una tontería! —intervine—. Vamos a colgar, idiota…
—David, el chico con la apariencia más estable, ¿no? Fuiste recogido por dos extraños que se detestan y siguen detestándose. Ni siquiera la compra de un hijo consiguió salvar su triste matrimonio arreglado. —La revelación me cayó como un balde de agua fría.
—¿Qué sabes tú sobre mi familia?
—Vamos, muchacho, no te pongas tan defensivo. Todo el mundo en la ciudad sabe lo que hicieron tus padres. El milagro de la adopción, ¿verdad? Pero no fue por amor, no. Tu madre estaba más interesada en llenar el vacío que dejó aquel niño en sus entrañas, el que iba a llevar su sangre. Una adopción conveniente, otro hijo para salvar las apariencias. Tu padre no estaba convencido, claro, y sin embargo terminó por aceptarlo. ¿De qué otra forma iban a engañar al viejo, si no? “Sin linaje, no hay legado”, ese era el lema del buen David Senior, ¿lo sabías? Habría hecho lo que fuera para asegurar la continuidad del apellido, incluso desheredar a su hijo único.
Mi garganta se cerró al escuchar cada palabra. La voz no se detenía, y la vida que pensaba conocer se desmoronaba delante de mis ojos.
—No es verdad —mascullé, mientras la frágil certeza a la que había luchado por aferrarme se deshacía como arena entre mis dedos.
—Por eso nunca te sentiste querido, ¿verdad, David? Fuiste solo una inversión. Para ellos, todo era un juego de números. El dinero, la herencia… tú eras solo una ficha en el tablero, no más.
Las sospechas sobre mi origen me torturaban desde hace un par de años; por más que insistiese en mantenerme al margen. Ahora las piezas del rompecabezas encajaban, revelando una verdad que me había negado a ver. Una verdad más humillante de lo que había imaginado. ¿Realmente me habían adoptado por compasión? ¿O era parte de un plan más inhumano?
—No puedes quejarte, muchacho, ninguno debería quejarse demasiado. Han tenido las cosas más fáciles que otros. Hablo de ti, querida —La voz, por primera vez, perdió su tono burlón; una ligera lástima se filtró en sus palabras—. Pobre Carla, has sido una víctima inocente de obsesiones prohibidas. Lo que has tenido que soportar, lo que te han permitido vivir… Mientras tus padres se hacían los ciegos, tus tíos te ofrecían su “atención” de una manera que no tenía nada de inocente. —Cuando la aludida se puso blanca de golpe, supe que aquello también debía ser cierto—. ¿Cuánto tiempo has cargado con eso? No hace falta que entre en detalles, ¿o sí?
De alguna forma inexplicable, el desconocido estaba descubriendo nuestras debilidades más oscuras. Fuéramos conscientes o no de las mismas.
—¿Quién eres? —espeté—. ¡Habla ya! ¿Cómo sabes tanto sobre nosotros?
El juego había dejado de ser divertido. Una risa gutural nos estremeció.
—¿Debería mencionar lo que hiciste a tu pequeña hermana en el pasado, Thomas? ¿O prefieres que ellos lo descubran por sí mismos?
El rostro de Thomas se descompuso en una mueca de terror repentino. Las palabras de nuestro interlocutor habían transformado nuestro pequeño refugio adolescente en una maraña de bajezas, cargándonos con un peso que no sabíamos cómo interpretar. Lo que había comenzado como una diversión inocente, se había tornado en una amenaza inesperada, dejándonos expuestos al filo de la realidad inevitable. Y aquella voz tan cruel… ¿A qué clase de adversario nos estábamos enfrentando?
—¡¿Crees que esto es gracioso, imbécil?! —le gritó Louis, arrebatándome el teléfono—. No sé quien demonios seas, pero vamos a denunciarte. ¡Te juro que…!
La llamada se cortó abruptamente, dejando la amenaza inconclusa. Miré a mis amigos, sus rostros pálidos reflejaban el horror y la confusión que todos compartíamos.
—¿Qué demonios fue eso? —preguntó Carla.
—Algún lunático diciendo cosas sin sentido. Cualquiera podría haberse inventado algo así —dije, tratando en vano de convencernos.
—¿Y cómo demonios sabía quienes y cuántos éramos?
Obviamente, no supe como responder a eso.
—Vamos, no se habrán creído que todo lo que dijo es verdad —dijo Isabella—, es decir, sé que sabía quienes éramos, pero tiene que haber alguna explicación. Lo más probable es que ya estuviese espiándonos.
—Lo de mis padres es cierto —confesó Carla con un hilo de voz—. No sé como lo supo pero es verdad, lo descubrí hace unos meses. Nunca se los dije porque me apenaba demasiado. La verdad es que hasta yo prefiero ignorarlo.
—¿Eso significa que el tipo no está mintiendo? —pregunté antes de mirar a Louis, quien ahora agachaba la cabeza, avergonzado—. ¿Es verdad?
—Yo, bueno… —musitó—. Mamá ha estado deprimida últimamente. Nadie sabe que el negocio se fue a pique. Tendría que haber buscado algún otro trabajo, pero en lugar de eso decidió hipotecar la casa. Y ahora estamos a punto de perderla también.
—Nunca nos dijiste nada de eso.
—¿Y qué? ¿Seguirían saliendo conmigo de saber que ya no tengo dinero?
—Viejo, por favor…
—Por favor, nada. Ese imbécil del teléfono dijo la verdad y probablemente también tenga razón acerca de ti —me espetó—, acerca de cualquiera de nosotros.
En ese instante nos volvimos hacia Thomas, que no había pronunciado una palabra desde que terminó la llamada. Había sido él el destinatario de las palabras más oscuras. Su mirada, una mezcla de culpa y desesperación, revelaba que algo terrible lo estaba atormentando.
—Thomas, ¿qué está pasando? —pregunté, intentando sortear el abismo que se abría entre nosotros—. ¿De qué estaba hablando ese tipo?
—¡Yo no hice nada! —gritó él.
—Thomas, necesitamos saber. Él mencionó que tenías una hermanita. ¿Por qué nunca nos lo dijiste? ¿Qué pasó? —insistió Isabella.
Un súbito acceso de cólera deformó el rostro de Thomas. Sus ojos reflejaban una oscuridad desconocida para nosotros. Nunca antes habíamos visto esa sombra en su mirada. Era el más tranquilo del grupo, siempre había sido tan confiable, tan gentil con los demás.
Aún cuando nosotros solíamos comportarnos como unos mierdas.
—¡No hice nada! ¡Yo no hice nada! ¡¿Entienden?! —aulló, desesperado, antes de incorporarse bruscamente y marcharse, huyendo de las preguntas que estábamos a punto de pronunciar.
Esa noche, la verdad levantó gruesas paredes entre nosotros, dejándonos atrapados en un laberinto de intrigas que amenazaba con destruirnos.
* * *
—¿Papá? ¿Mamá? Necesito saber la verdad. ¿Es cierto que soy adoptado?
—¿De dónde has sacado eso, David?
—¡Solo díganmelo! —exigí.
No necesitaba que lo dijeran; sus caras lo gritaban todo con un dolor silencioso. El nudo en mi garganta se estrechó al contemplar la culpa en sus rostros, el horror contenido en su mirada… Y aún así, quería escucharlo. Debía hacerlo.
—David, hay cosas que… —mi padre comenzó a balbucear; el temor en sus ojos confirmó lo que la voz del teléfono me había desvelado.
—¿Es cierto? —insistí.
—Sí David, tú no eres nuestro hijo de sangre —intervino mi madre con pesar—. Pero no es como lo imaginas, deja que te lo explique…
El veneno de la verdad corroyó mi confianza, desenterrando demonios que no sabía que llevaba por dentro. Ninguna de las excusas de mi madre tenía importancia alguna. Jamás habíamos sido una familia auténtica, ni llegaríamos a serlo.
—Es horrible —nos confesó Isabella— todo lo que dijo acerca de papá… a veces me hacía preguntas sobre sus negocios. Tenía mis dudas, pero mamá decía que era muy joven para interesarme por eso. Quizá en el fondo ya lo sabía y solo tenía miedo de confirmarlo. No sé que hacer, chicos. Tengo mucho miedo.
—Entonces, tú también —dije—. Ese hombre dijo la verdad sobre todos nosotros.
Carla asintió, evitando como el resto de nosotros la mirada de los demás. Louis, antes lleno de confianza, esbozó una sonrisa irónica.
—Todos tenemos secretos oscuros, David.
La verdad de nuestras vidas, ahora expuesta en toda su crueldad, nos cubría con un manto de vergüenza.
—Tengo que contarles algo —dijo Carla—, anoche, cuando me quedé sola, intenté marcar de nuevo el número de ese tipo. No pregunten porque lo hice. El caso es que volví a repetir la última llamada, pero la línea estaba muerta. El número no estaba disponible.
—Pero eso no puede ser.
—Tampoco queríamos creer cuando nos advirtió que sabía nuestros secretos.
—Entonces, ¿con quién estuvimos hablando ayer? ¿O con qué?
La duda se quedó flotando entre todos, como una sombra amenazante.
—¿Alguien ha sabido algo de Thomas? —pregunté, no sin cierto temor.
—Intenté llamarlo, pero no responde. Parece que no quiere salir de su habitación —dijo Carla, con la mirada perdida—. Su madre me preguntó si había ocurrido algo y yo… no supe que decirle.
—Deberíamos ir a verlo. Necesita saber que estamos aquí para él, pase lo que pase —declaró Louis.
—¿Estás seguro de que realmente quieres verlo?
—¿A qué te refieres?
—Bueno —atajó Isabella, incómoda—, todos escuchamos lo que le dijo el tipo del teléfono. Thomas hizo algo en el pasado que no quiere confesar. ¿Qué creen que pueda ser tan grave como para trastornarlo así?
Admito que también dudé sobre si quería conocer la respuesta a esa pregunta.
Pese a todo, finalmente intentamos contactar a Thomas, quien continuo negándose a atender nuestras llamadas. Su silencio acrecentó nuestra inquietud.
Un par de días después, Louis nos mostró algo espeluznante.
—Tienen que que ver esto —dijo, sacando el recorte de un periódico de hace años. Al parecer había estado investigando por su cuenta—. “No hay rastros del paradero de Lia Anderson». —Pronunció, leyendo el titular de la noticia. Todos nos envaramos al escuchar el apellido de Thomas.
Aquella nota debía estar refiriéndose a su hermanita, a la que nunca había mencionado.
—¿Creen que Thomas tiene algo que ver con esto? —preguntó Louis, tras dar a conocer los escabrosos detalles de la desaparición de aquella inocente.
—Me cuesta pensar que sea capaz de algo así. Vamos chicos, es el mejor de todos nosotros, nunca quiere meterse en problemas.
—Tenemos que hablar con él. Sabe más de lo que nos está diciendo —dije—. Puede que nos necesite más que nunca.
Minutos después, nos encontramos frente su hogar y su madre nos abrió la puerta con un semblante devastado. Vestía toda de negro.
—Lo siento mucho, chicos —nos dijo, en cuanto preguntamos por él—. Thomas no puede hablar con ustedes.
—¿Qué está diciendo?
La pobre se derrumbó ante nuestros ojos, presa de un llanto convulsivo. El día anterior lo habían hallado en su dormitorio, desvanecido a causa de una sobredosis de somníferos. La noticia de su muerte nos golpeó como una marea oscura, llevándose consigo todo atisbo de esperanza.
Thomas había dejado una nota de despedida. Fue lo único que obtuvimos de él. Por increíble que parezca, su madre accedió a compartirla con nosotros.
Mamá, no hay palabras que puedan expresar el peso de mi culpa. Siento mucho lo que sucedió con mi hermana, por años fui testigo del sufrimiento que te atormentaba y nunca me atreví a confesar lo que hice. Ni siquiera puedo hacerlo ahora aunque presiento que pronto se va a descubrir. No puedo vivir con eso. Creía haber superado la culpa, creía que aún podía tener una vida normal, pero no lo merezco. Nadie va a comprender por qué lo hice. Mi vida terminará en cuanto se enteren, así que es mejor que termine con esto yo mismo. Gracias por haber sido una madre maravillosa. Perdóname.
La ciudad entera se estremeció al descubrir exactamente lo que sucedió con la pequeña Lia. Thomas tenía razón, nadie podía comprenderlo. Ningún ser humano saludable podría entender algo así. Si aún estuviera aquí, su vida sería un infierno, la sociedad lo consideraría no menos que un monstruo.
A veces me acuerdo de los buenos tiempos y el vacío de su ausencia me llena de nostalgia infantil. ¿Quién habría imaginado lo que ocultaba? Nadie tenía la menor sospecha, te lo aseguro. Era tan tímido y amable. Supongo que nunca terminas de conocer a las personas.
Con los chicos ya no nos reunimos más. Un día me enteré de que la familia de Isabella había dejado la ciudad sin previo aviso, no es difícil imaginar el por qué. Han pasado algunos años desde entonces; curiosamente, jamás he logrado encontrarla en ninguna red social, a diferencia de los otros. Tal vez un día de estos me anime a contactarlos, o quizá ellos me contacten a mí. Basta enviar un mensaje.
Es lo bueno de estos tiempos, la comunicación se ha vuelto más simple; ya casi nadie depende de las llamadas telefónicas. Algunos lo lamentan, claro. Yo no.
Para mí es, francamente, un alivio.
Eve Valdane ©