EL MACABRO FESTÍN
Era una mujer horrible y despiadada. Todos los vecinos que habitaban aquel en viejo edificio de apartamentos, tenían la misma opinión acerca de la anciana que habitaba en el último piso, una vieja extremadamente antipática como pocas. A Doña Sara se la conocía por su personalidad neurótica y cruel; no había muchos residentes dispuestos a cruzarse ni una sola vez en su camino, ya que parecía despreciar a todos los seres vivientes, especialmente a los niños y a los animales.
Los chicos le tenían miedo. Siempre que jugábamos en el patio, la anciana se asomaba por la ventana y los maldecía. Lo peor, era cuando alguno se encontraba de casualidad con ella en algún pasillo y tenía que soportar la mirada de sus ojos grises y malvados, contemplándole con el odio más puro que se pueda concebir.
Doña Sara tenía costumbres extrañas y despreciables. Se sabía que cazaba palomas en el tejado, a las que luego desplumaba y destripaba para hacer toda clase de guisos nauseabundos en su cocina. Era de conocimiento común que había envenenado al perro de uno de los vecinos del primer piso, un hermoso y amigable labrador que nunca había hecho daño a nadie. Por desgracia, jamás nadie encontró pruebas que permitieran expulsarla del edificio.
Todos estaban hartos de esa miserable anciana. No imaginaban que lo peor estaba por venir.
Una noche, varios vecinos se despertaron a causa de un ruido grotesco que provenía del apartamento de Doña Sara. La familia que habitaba justo debajo de su piso, estaba acostumbrada a escuchar ruidos a lo largo de la noche; siempre la sentían caminando de un lado a otro, moviendo los muebles y murmurando como una loca por encima de sus cabezas.
Pero aquello era diferente.
Algo allá arriba chillaba con fuerza, algo que nadie supo como identificar. Los sonidos agonizantes de aquella criatura helaban la sangre.
Sin embargo, nadie se atrevió a tocar la puerta de Doña Sara.
* * *
Fueron las palabras de una de las vecinas del último piso, las que esclarecieron el misterio de aquella noche de pesadilla.
—Yo vi todo lo que hizo esa vieja repulsiva —afirmaba, llena de asco y orgullo a la vez, por ser la portadora de las buenas nuevas— Fui por la mañana a tocar a su puerta para reclamarle por todo el escándalo que hizo anoche. Me abrió casi de inmediato. Tenía una sonrisa demente en el rostro y un delantal sucio, manchado de sangre. Yo me quedé petrificada de terror. El apartamento emanaba un olor fétido, podría jurar que no ha sido sido limpiado en días. Y adentro, detrás de ella, pude ver el cuerpo de un pobre gatito, muerto y colgando de un gancho de carnicero. Su sangre caía lentamente en un balde. ¡Ha sido lo más horrible que he presenciado jamás!
Todos se quedaron muy perturbados con la anécdota.
La noche siguiente, un prolongado maullido interrumpió el silencio nocturno. Varias voces se elevaban al mismo tiempo, procedentes de todos los rincones cercanos al edificio. Tejados, callejones, balcones y cornisas. Ellos salían de todas partes. Decenas de gatos. Caminaban por los techos y subían desde el patio interior del edificio, hasta una ventana abierta del último piso. Uno a uno se introdujeron por el ventanal, hasta que no quedó ninguno en las afueras.
Nadie quiere hablar nunca sobre lo que escucharon esa noche. La mayoría de ellos preferiría olvidarlo.
Por la mañana, una ambulancia esperaba a las puertas del edificio. Un grupo de hombres subió al último nivel y entró en el apartamento de Doña Sara. Volvieron a salir apenas unos minutos más tarde, llevando consigo varias bolsas plásticas y herméticamente cerradas.
Algunas personas los observaban, con una mezcla de miedo, nauseas e incredulidad. Hay quienes dejaron de probar la carne desde entonces.
Ese mismo día, muy temprano, un par de vecinos habían acudido a la casa de Doña Sara, intrigados por el ruido que ocasionaban los gatos. Cuando entraron, solo quedaban dos o tres de ellos, el resto se había marchado tal y como llegó. Los gatos los miraron fijamente, mientras se relamían los bigotes y comían unos restos de carne dispersados en el suelo.
Ambos se horrorizaron al ver que se trataba de Doña Sara. O lo que quedaba de ella. Los gatos habían devorado casi todo el cuerpo en su totalidad, dejando no más que los huesos y algunos miembros pequeños, abandonados al azar.
Era una escena espantosa.
Los hombres que habían entrado a investigar salieron para llamar a las autoridades, invadidos por la repugnancia y el horror, mientras los últimos gatos escapaban, exhibiendo lo que parecían ser unas sonrisas burlonas en sus pequeños rostros.
Han pasado algunos años y el apartamento de la anciana sigue vacío. Dicen que nadie ha vuelto a vivir ahí, desde aquella noche terrible.
Eve Valdane ©