EL VISITANTE OSCURO

Una vez alguien me preguntó cual había sido mi peor trabajo como enfermera. El oficio  que elegí no es fácil y ciertamente me ha expuesto a más de una situación desagradable; sin embargo, ningún inconveniente de rutina se compara con lo que viví donde la anciana Sra. Thompson. La primera vez que puse un pie en su hogar fue como adentrarme en un mundo repleto de sombras.

Fui contratada por su sobrino, un hombre muy ocupado que conservaba el afecto suficiente como para no internarla en una residencia. La elegante vivienda se alzaba en las afueras de la ciudad, al final de una calle con pocas casas, la mayoría de ellas deshabitadas. En otras circunstancias habría rechazado un puesto de planta en un sitio tan lejano como aquel, solo que en ese momento no podía permitírmelo. Mi razón era tan urgente como simple: el dinero. Un préstamo estudiantil me tenía con la soga al cuello, y cuidar de la vieja mujer me ofrecía la salida que tan desesperadamente necesitaba.

La anciana, sumida en los vapores del Alzheimer, me aguardaba como un fantasma olvidado en la penumbra de su propia existencia. No había más compañía para ella que la que yo podía ofrecerle, con la excepción de una mujer que aparecía una vez a la semana para realizar la limpieza.

Su sobrino me entregó las llaves del hogar con una sonrisa taimada, disculpándose por la ausencia de ciertos aparatos. 

—Tuvimos que llevarnos la televisión y el teléfono para evitarle sobresaltos —me explicó—, pero hay una cabina telefónica justo enfrente de la casa. Si tiene algún inconveniente, no tiene más que cruzar la calle para llamar.

Era la única alternativa de comunicación, claro. Todo esto sucedió mucho antes de los primeros teléfonos móviles.

La casa era un sitio lúgubre a la par de interesante, llena de rincones ensombrecidos y largos pasillos de madera crujiente. La mayoría de las estancias estaban llenas de muebles cubiertos con sábanas grises, pues entre la señora Thompson y yo apenas ocupábamos un par de habitaciones en la planta baja, junto con el resto de áreas comunes.

Así fue como inicié mi tarea como la única compañía de esa indefensa señora. En aquel lugar melancólico, donde los muros siempre estuvieron escuchando, se gestó la historia más espeluznante de mi carrera.

*   *   *

A pesar de sus momentos de desorientación, la anciana, en su lucidez, me trataba con una ternura que pronto le granjeó mi cariño. Sentía lástima por ella en su soledad, pero también un afecto sincero, que se fortalecía con cada momento que compartíamos.

A la par de nuestra convivencia, las cosas comenzaron a desdibujarse dentro de la casa, donde el tiempo parecía transcurrir con su propio compás. Al cabo de dos o tres días me resultó imposible ignorar esas primeras señales.

Objetos que cambiaban de lugar, murmullos inquietantes que creía escuchar por los pasillos y la sensación de ser observada, me envolvían en un manto de inquietud. Al principio, atribuí estos incidentes a la peculiaridad de la residencia, a los años de antigüedad que la hacían rechinar y gemir como si tuviera una memoria propia.

Pero fue una noche en particular cuando percibí algo que me erizó la piel. Unos pasos resonaron por el corredor del primer piso, sobre el suelo de mi dormitorio. La señora Thompson dormía plácidamente en su habitación, ajena al misterioso vaivén que me había despertado.

Dudando, me levanté para aventurarme escaleras arriba. La luz de la luna filtrándose a través de las cortinas ondulantes creaba sombras danzantes en los rincones. Noté que una de las puertas de la planta alta, cerradas meticulosamente por la tarde, ahora se mecía con suavidad como si alguien la hubiera empujado.

—¿Hay alguien aquí? —susurré, aliviada de no obtener respuesta.

Tras echar un rápido vistazo a la habitación vacía y volver a cerrar la puerta, regresé por donde había venido. El susurro de una presencia invisible continuaba acariciándome la nuca. Mientras bajaba por la escalinata miré hacia atrás, pero por supuesto, no vi nada ni a nadie.

Fue la primera de muchas noches en las que no logré conciliar el sueño.

*   *   *

La Sra. Thompson tenía una inmensa predilección por las flores, de manera que una mañana me dirigí al jardín para cortar un par de rosas con las cuales decorar su bandeja de desayuno. Agachada tras un ventanal, me concentré en cortar los tallos con las tijeras de jardinería que había tomado del trastero.

Fue entonces cuando, al incorporarme, lo vi.

La anciana estaba en su dormitorio, sentada sobre su elegante mecedora, balanceándose con candidez. Junto a ella, un hombre de presencia siniestra le acariciaba los blancos cabellos y parecía haberle con suavidad. Sus cabellos oscuros enmarcaban un rostro pálido y la mirada de sus ojos negros, irradiaba una malevolencia que te dejaba sin aliento.

La señora Thompson, en su estado de inconsciencia o delirio, sonreía como si estuviera abrazando a un viejo amigo. El sujeto la observaba con ojos que destilaban un veneno invisible. Mientras él parecía sumido en una perversa contemplación, ella reía, ajena al peligro que la acechaba.

Cuando nuestras miradas se cruzaron a través del cristal, el desconocido no hizo ademán de huir, sino que amplió su sonrisa, mostrándome los dientes.

Abandoné las flores, dejando que se deslizaran al suelo como hojas muertas, y corrí al interior la casa, sujetando firmemente las tijeras de podar.

Un espasmo de alivio me inundó al llegar a la habitación de la anciana y encontrarla sola. El hombre, aquel espectro de maldad, había desaparecido como una pesadilla efímera. No obstante, ella aún sonreía.

—¿Quién estaba con usted, Sra. Thompson? —pregunté, sin que ella pudiera percibir la tensión en mi voz.

—Mi hijo, querida Julia. Ha venido a visitarme después de tanto tiempo —respondió ella, perdida como de costumbre en la neblina de sus propios recuerdos.

Cabe mencionar que tuve que explorar la casa con el corazón en un puño y las tijeras en alto, sin encontrar a nadie. No había huella del intruso. La sala, la cocina, el comedor y las habitaciones superiores, se presentaban como un escenario de gris normalidad.

Para cuando volví con ella, la anciana ya no recordaba la presencia fugaz del supuesto hijo. La realidad se desvanecía en su mente como un sueño efímero, y yo me preguntaba si acaso había sido testigo de una ilusión.

La duda se enroscaba en mi conciencia. ¿Habría imaginado todo? 

La idea de llamar a su sobrino me acuciaba, pero el temor a ser juzgada como una incompetente pudo más que mis propios temores.

*   *   *

Volví a verlo un par de días más tarde, entre las páginas desgastadas de un grueso álbum de fotografías. Era más joven, lleno de alegría y sin rastro de la oscuridad que  había percibido aquella mañana en el jardín, pero sin duda se trataba de él. Tenía los mismos ojos oscuros.

—Aquí está mi hijo —susurró la anciana con una mezcla de nostalgia y tristeza, señalando la foto en la que el tipo sonreía, atrapado en el tiempo.

El corazón se me heló al reconocerlo; ella no percibió la transformación en mi ánimo.

—¿Ese es tu hijo? —musité.

—Sí, querida Julia. Mi hijo, mi amado William. —La anciana sonrió con dulzura, como si el simple acto de mencionar su nombre pudiera traerlo de vuelta.

—Ya veo. ¿Cómo se encuentra?

La señora Thompson dejó caer su máscara de anhelo y se sumió en la desesperación. 

—William ya no está entre nosotros, querida. Murió en un terrible accidente de tránsito hace muchos años.

El vértigo de la revelación se apoderó de mis sentidos. ¿Cómo era posible? ¿El hijo que ella afirmaba haber visto, aquel que la había visitado en su habitación, ahora descansaba en el polvo del pasado?

Ignorando el horror que me invadía, la señora Thompson rompió a llorar, sumida en la desgracia de sus recuerdos. 

—Fue un accidente tan espantoso… y ahora… a veces, siento que nunca se fue.

—¿Cómo qué nunca se fue? —pregunté, con un nudo en la garganta—. ¿Él está aquí, en la casa?

—Sí, sí… a veces siento su presencia.

Fue todo lo que necesitaba escuchar para dar sentido a las sospechas que me incordiaban. ¿Era posible que estuviéramos conviviendo con un fantasma?

Esa misma tarde abandoné la seguridad de la casa y me dirigí a la cabina telefónica, dispuesta a terminar con aquello. Me apenaba abandonar a la pobre viejecita, pero aquella situación me estaba sobrepasando. Algo terrible sucedía en su abandonado hogar y hoy, esta convencida de que necesitaba mucho más que mi compañía, el tipo de ayuda especializada que una simple enfermera no podía brindarle.

—Julia, ¿qué sucede? —Su sobrino contestó a mi llamada con la voz teñida de preocupación.

—Necesito hablarle de su tía y de lo que está ocurriendo en su casa. Posiblemente piense que estoy loca, pero no puedo lidiar con esta situación. Ella necesita salir de aquí. ¿Sabe usted que me ha hablado sobre su hijo? Usted nunca lo mencionó y mucho menos que hubiese muerto, pero ahora me asegura que la ha estado visitando.

—¿Qué dices, Julia?

—Ella cree que su hijo vive, y yo no le habría dado importancia a sus delirios… de no ser porque yo también lo ví.

Un silencio sepulcral siguió a mis palabras, como si la verdad misma se resistiera a emerger de las tinieblas. No estaba preparada para lo que me dijo a continuación.

—No te muevas de donde estás. He enviado a la policía. Necesito explicarte algo, Julia.

La confesión que siguió me puso a temblar. El hijo de la anciana, aquel que ella creía muerto, no había perecido en ningún accidente de tránsito sino que había ido a parar a la cárcel por un delito atroz. Por motivos que nunca pude comprender, las autoridades lo habían liberado antes de cumplir la condena prevista. Ningún familiar había sido notificado en el momento.

—¡¿Pero por qué no nos avisaron?! ¡¿Por qué ocultar algo así?!

—Julia, yo acabo de enterarme. Estaba a punto de ir a la casa para advertirte sobre la situación, pero has llamado antes.

—¡Su tía sigue en la casa!

—Quédate donde estás, por favor. Ya me he comunicado con la policía, estarán ahí dentro de poco.

En la penumbra de la cabina telefónica me abracé a mí misma, horrorizada.

Al dirigir mi mirada hacia la casa, un escalofrío me sacudió. Él estaba allí, devolviéndome la mirada a través de uno de los ventanales, con cínica malevolencia. Aún hoy puedo recordar la amplitud de su sonrisa, creo que nunca conseguiré olvidarla.

La policía llegó al lugar minutos después. Para entonces no había rastro del ex-convicto, ni tras la ventana ni en ninguna otra habitación. Simplemente se desvaneció en la noche como un espectro elusivo.

Los oficiales registraron hasta el último rincón en busca de nuestro indeseado huésped con resultados infructuosos. Mis ojos, aún llenos de terror, observaban el allanamiento en silencio, mientras sostenía una mano de la señora Thompson entre las mías. Como era de esperarse, nada de lo que ella pudiese confesar sería de gran ayuda, sobre todo porque no podía explicarse que era lo que estaban buscando aquellas personas.

Fue aquel incidente lo que terminó de convencer a su sobrino para ingresarla en una residencia de adultos mayores, donde tendría la compañía adecuada y, lo más importante de todo, se mantendría a salvo.

La casa se vio reducida a un cascarón vacío. Supe que una inmobiliaria la había comprado para convertirla en un complejo de apartamentos. Por nada del mundo volvería a poner un pie en ese lugar. Apuesto a que ninguno de los inquilinos sabe que, años atrás, un siniestro criminal estuvo viviendo escondido tras una pared falsa en el desván.

De eso me enteré un año más tarde.

Mientras demolían la construcción dieron con la habitación secreta. El intruso había transformado aquel rincón oculto en un santuario macabro que revelaba sus más oscuros deseos, herencia de una secta con la que se había involucrado en su juventud.

Recortes de periódicos amarillentos, con escandalosos titulares e imágenes de la época correspondiente, narraban el crimen que lo había enfrentado con la justicia.

Pero lo más inquietante era la colección de artículos rituales dispuestos en una esquina. Velas gastadas, figuras retorcidas y frascos de contenido abominable, sugerían una obsesión con ceremonias macabras que desafiaban toda moralidad. La habitación estaba impregnada con la esencia de la depravación, como si cada objeto fuera un testamento de las lúgubres aficiones de su habitante.

No es de extrañar que en cierto punto de su vida, cuando aún conservaba la cordura suficiente, su angustiada madre prefiriera convencerse de que había muerto, incapaz de enfrentarse a la vergüenza de sus actos. Se aferró a su historia con tal pasión, que esta se convirtió en parte de su pasado y luego se diluyó con el resto de su vida anterior.

Nunca dieron con el paradero de William.

Siento terror al pensar que él todavía pueda estar en alguna parte, elucubrando esas prácticas oscuras, quizá acechando a alguien que no tiene idea de lo pasa en su propia vivienda. ¿Qué oscuros designios le habrían llevado a ocultarse en secreto, entre las sombras de su propio hogar?

El horror de aquella experiencia siempre me recuerda que la verdad puede ser más aterradora que cualquier retorcido cuento de fantasmas.

Eve Valdane ©