EL VISITANTE OSCURO

Por todos los demonios, querido, no has venido hasta aquí para charlar de cosas desagradables, ¿o sí? Quiero decir, ¿qué clase de pregunta es esa? ¿Mi peor experiencia como enfermera? Tengo muchas, cariño, ya lo sabes. No me hagas hablar… Oh, ¿en serio? Vale, te lo contaré, solo porque sé que no me dejarás tranquila. La peor de todas… no es nada de lo que estás imaginando, te lo aseguro. Mira, el trabajo que elegí no es para cualquiera, ya te lo he dicho. Hay que tener estómago para lidiar con fluidos corporales que ni siquiera sabías que existían, limpiar heridas que parecen haber salido de un mal sueño y soportar pacientes que te ven como su sirvienta personal. Todo eso sin mencionar las noches eternas, el cansancio acumulado, las decisiones que tomas bajo presión… Jesús, esa clase de decisiones, ¡un paso en falso y podrías terminar con la vida de alguien, muchacho! Lo digo en serio.
Y no es como si siempre fuera culpa del paciente, claro. Entre nosotros, ¿puedes culparme por haber fantaseado alguna vez con matar a un imbécil que se creía que yo era su saco de boxeo? Porque los hay, créeme. Pacientes que te gritan, que te escupen, que juran saber más de medicina por alguna mierda que leyeron en Internet. Y por todo esto, ¿cuál es la recompensa? Un salario de porquería que apenas alcanza para pagar el alquiler y una placa con tu nombre que nadie se molesta en leer.
Oh, disculpa, me estoy yendo por las ramas, ¿no? Siempre haces lo mismo, ¡ni que me pagaras por hablar! Vale, me callo y vuelvo al tema. A ver…
Todo comenzó con una casa —muchas cosas terribles parecen empezar con una casa, ¿verdad?— el hogar de la anciana señora Thompson. La primera vez que puse un pie en ese sitio, sentí como si alguien me estuviera observando a través de las paredes. Oh sí, ya sé lo que piensas. Pero la cosa no va por ahí, te lo aseguro. No es una historia de esas.
El sobrino de la vieja fue quien me contrató. Estaba demasiado ocupado para cuidar de su tía, y aún así se negaba a dejarla en un asilo. Por suerte para mí. El préstamo estudiantil estaba asfixiándome y necesitaba el dinero, así que acepté el trabajo sin dudar, aunque el lugar me pusiese los pelos de punta.
Recuerdo que el tipo me recibió con una sonrisa demasiado amplia, como si quisiera deshacerse de un secreto que llevaba tiempo quemándole la conciencia.
—La televisión y el teléfono ya no están —me dijo como quien comenta el clima—. Los quitamos para evitarle sobresaltos. Pero no se preocupe, hay una cabina justo al otro lado de la calle, no tiene más que cruzar para llamar.
Una cabina telefónica, ¿te das cuenta? Nada es tan práctico como atravesar una calle desierta en medio de la noche cuando necesitas hacer una llamada de emergencia. Todo esto pasó mucho antes de que se inventaran esos benditos teléfonos inteligentes.
La casa era un monstruo. Oscura, enorme, parecía llena de secretos. Se alzaba al final de una larga calle en un elegante suburbio, lleno de ricas residencias. La mayoría lucían deshabitadas, ¿sabes? Los muebles de la mansión, cubiertos con sábanas polvorientas, parecían cadáveres aguardando su turno para el velorio. Y en el corazón de todo ese desorden, estaba la señora Thompson, perdida entre los jirones de su memoria. El Alzheimer la había reducido a un fantasma que deambulaba por su propio cuerpo marchito.
Y ahí estaba yo, convertida en su única compañía, su enfermera, su cuidadora. Te lo juro, la única persona a la que vi en meses fue a la mujer que se encargaba de la limpieza, pero solo aparecía una vez por semana.
Como te iba diciendo, en esa casa se gestó algo que no puedo borrar de mi mente. Algo que cambió todo lo que creía saber sobre el miedo. Pero tú quieres saberlo, ¿verdad? Bien, escucha.
* * *
A pesar de sus momentos de desorientación, la anciana, en sus raros momento de lucidez, me trataba con una ternura que, para serte sincera, terminó por desarmarme. No sé si era lástima o afecto genuino lo que me hizo encariñarme con ella, la verdad es que la señora Thompson tenía una forma particular de ganarse tu corazón. Como la casa era tan grande, nos limitábamos a ocupar un par de habitaciones en la planta baja, más la cocina y el baño. El resto permanecía prácticamente clausurado. Suena acogedor, ¿verdad?
El caso es que mientras convivíamos, algo en la mansión empezó a cambiar… o más bien, siempre había estado allí y yo simplemente había tardado en darme cuenta. Hasta el tiempo parecía poseer su propia lógica dentro de aquellas paredes, marcada por el único reloj de la vivienda: un pesado armatoste de pared que descansaba en el rellano de la escalera. Siempre sonaba a medianoche, sin falta, con un tañido que hacía eco en el silencio absoluto. Ese maldito ruido me hizo saltar del susto en más de una ocasión. No hay nada más inquietante que un reloj recordándote la hora exacta en que deberías estar durmiendo.
Al cabo de dos o tres días, esas pequeñas cosas que podrían parecer «peculiaridades» comenzaron a darme escalofríos. Objetos que cambiaban de lugar, el murmullo incierto de una respiración a mis espaldas, y lo mejor de todo, esa deliciosa sensación de ser observada, como si la maldita casa tuviera ojos. Al principio trataba de restarle importancia, claro. Pensaba: «Bueno, es una casa vieja. Los crujidos, los ruidos… solo es madera podrida haciendo lo suyo».
Pero luego llegó esa noche. Los pasos empezaron a resonar justo sobre mi dormitorio, en el corredor del primer piso. No eran los pasos lentos y torpes de la señora Thompson; no, esto era algo más… intencionado. Me quedé helada en la cama, pero ¿qué otra opción tenía? Dudé un segundo y luego, decidí levantarme a investigar.
La luz de la luna se colaba por las cortinas, proyectando sombras danzantes en los rincones. Noté que una de las puertas de la planta alta, que yo misma había cerrado por la tarde, se mecía suavemente, como si alguien acabara de empujarla.
—¿Es usted, señora Thompson? —me atreví a preguntar. A veces la vieja subía, mas nunca lo había hecho de noche.
Por suerte, nadie me respondió. Me acerqué, eché un vistazo rápido a la habitación vacía y volví a cerrar la puerta, asegurándome de que quedara bien firme. Pero mientras bajaba las escaleras, todavía podía sentirlo. Una presencia, un susurro invisible acariciándome la nuca. Miré hacia atrás, por supuesto, porque soy predecible. Y, por supuesto, no vi nada.
Esa fue la primera de muchas noches en las que el sueño decidió abandonarme.
* * *
La señora Thompson tenía una fijación peculiar con las flores, así que una mañana me aventuré al jardín para cortar un par de rosas. Pensé que alegrarían su bandeja de desayuno —nada dice «buenos días» como una rosa fresca junto a unas tostadas recién hechas, cariño, nunca lo olvides—. Agachada tras el ventanal, me concentré en cortar los tallos con unas tijeras de jardinería que había tomado del cobertizo de herramientas.
Y entonces lo vi.
Al incorporarme, mi mirada fue directamente al dormitorio de la anciana. Allí estaba ella, balanceándose en su mecedora, tan contenta como una niña en un parque. Pero no estaba sola. Junto a ella, un hombre de aspecto perturbador le acariciaba el cabello con una ternura que infundía escalofríos. Era alto, pálido, el pelo oscuro le caía en mechones descuidados sobre unos ojos tan negros como pozos sin fondo. Su sonrisa, más afilada que las tijeras en mis manos, irradiaba algo… maléfico.
Y aquí viene lo mejor: cuando nuestras miradas se cruzaron, ese sinvergüenza no se inmutó. Al contrario, amplió su sonrisa, como si me invitara a participar en su pequeño espectáculo macabro. Te digo que en ese momento podría haberme dado un infarto. Dejé caer las rosas al suelo y corrí hacia la casa como si tuviera al diablo pisándome los talones, con las tijeras firmemente sujetas en mi mano.
Cuando llegué a la habitación, jadeando y con el corazón a punto de estallar, solo estaba la señora Thompson. El hombre, ese espectro de maldad con mirada de depredador, había desaparecido como si nunca hubiera estado allí. Ella seguía sonriendo, completamente ajena a la situación.
—¿Quién estaba con usted, señora Thompson? —logré preguntar, fingiendo que no acababa de vivir una escena de película de terror.
—Mi hijo, querida Julia. Ha venido a visitarme después de tanto tiempo —respondió dulcemente, perdida en la neblina de su mente.
No soy de esas que dejan pasar un posible psicópata rondando. Así que tuve que revisar la casa con el corazón en un puño, siempre empuñando las tijeras. Cada cuarto, cada rincón, incluso ese maldito desván lleno de polvo. Nada. Ni una sola señal del intruso, solo las mismas habitaciones grises de siempre.
Cuando volví a su lado, la señora Thompson ya había olvidado por completo el episodio, como si el hombre nunca hubiera existido. Y yo, bueno, me quedé con la duda zumbando en mi cabeza. ¿Había visto algo real o mi mente me jugaba malas pasadas?
¡Claro que pensé en llamar a su sobrino, hombre! Pero imagínate la conversación: “Hola, vi a un tipo siniestro acariciando a su tía, pero no se preocupe, desapareció mágicamente”. Sí, no, gracias. Preferí guardar las tijeras a buen recaudo y fingir que todo estaba perfectamente normal… hasta la próxima vez que ese reloj infernal marcara la medianoche.
* * *
Volví a verlo un par de días después, entre las páginas amarillentas de un álbum de fotos. Allí estaba él, más joven, más alegre y, sorprendentemente, sin ese aire de vendedor de almas al diablo que me había helado la sangre en el jardín. Tenía los mismos ojos oscuros, que te perforaban el alma con agujas.
—Aquí está mi hijo —susurró la señora Thompson con un suspiro que apestaba a nostalgia mal digerida. Con su dedo tembloroso, señaló la fotografía en la que el tipo aparecía tan sonriente, atrapado en el tiempo. Como si nunca hubiera roto un plato.
Me encogí al reconocerlo, aunque ella no percibió la transformación en mi ánimo.
—¿Ese es tu hijo? —musité.
—Sí, querida Julia. Mi amado William. —La anciana sonrió con una dulzura que casi logró que me sintiera culpable por malpensar de su «adorado bebé.» Casi.
—Ya veo. ¿Y cómo está él?
La pregunta fue un error, lo admito. Bastó para que la pobre mujer rompiera en llanto, sumida en la desgracia de sus recuerdos.
—William ya no está entre nosotros, querida —murmuró, mientras las lágrimas bañaban sus arrugadas mejillas—. Murió hace muchos años.
El vértigo de la revelación estuvo a punto de derrumbarme.
—¿Cómo… cómo que murió?
—En un accidente de tránsito, ¡oh, Dios! Fue un tan espantoso. Pero a veces… yo siento que nunca se fue.
—¿A qué se refiere? —pregunté, con un nudo en la garganta—. ¿Quiere decir que él está aquí, en la casa?
—Sí, sí… a veces aún siento su presencia.
Fue todo lo que necesitaba escuchar para dar sentido a mis sospechas. ¿Había estado conviviendo con un fantasma?
Decidí que ya había tenido suficiente de jugar a la enfermera paranormal. Salí disparada hacia la cabina telefónica, ignorando las sombras que parecían alargar sus dedos sobre la vieja casa. No me malinterpretes, quería ayudar a la señora Thompson y realmente me apenaba dejarla, pero aquella situación era demasiado. Algo terrible sucedía en su hogar y yo estaba convencida de que necesitaba mucho más que la compañía de una novata. Ella requería el tipo de ayuda especializada que una simple enfermera como yo, no podía brindarle.
—Julia, ¿qué sucede? —El sobrino contestó al teléfono, su tono preocupado apenas logró sofocar el pánico que crecía en mi interior.
—Probablemente piense que estoy loca, pero no puedo lidiar con esto —le dije—. Ella necesita salir de aquí. ¿Sabe usted que me ha hablado sobre su hijo? Usted nunca lo mencionó y mucho menos que hubiese muerto, pero ahora me asegura que la ha estado visitando.
—¿Qué dices, Julia?
—Acaba de tener una crisis horrible. Ella cree que William vive, y yo no le habría dado importancia a sus delirios… de no ser porque también lo ví.
Le solté todo de golpe, la verdad era una bola de fuego que necesitaba escupir antes de que me consumiera. Le hablé de William, de las cosas que había visto. Esperaba que se riera, o que al menos me diera un “gracias por el informe, estás despedida”. Crees que sabes hacia donde va esto, ¿verdad? No querido, ni siquiera te lo imaginas.
Lo peor estaba por llegar.
—No te muevas de donde estás —me dijo—. He enviado a la policía. Necesito explicarte algo, Julia.
—¿El qué? ¿Qué está pasando?
—Julia, mi primo no murió en ningún accidente. Está vivo. Fue encarcelado hace años por algo que preferiría no decirte ahora, y por algún motivo absurdo, lo soltaron antes de cumplir la condena prevista.
Ah, veo esa cara. Sí, esa misma. La misma que yo puse cuando me enteré de todo. Pensabas que era el típico relato de una casa con un par de sombras y ruidos raros, ¿no? Qué ingenuidad. Te dije que no era una historia de esas; ya me habría gustado. La realidad siempre es más desagradable, querido.
En aquel instante estaba a punto de descubrir porque.
—¡¿Pero por qué no me avisó?! ¡¿Por qué ocultar algo así?!
—Julia, yo acabo de enterarme. Parece que ningún familiar fue notificado a tiempo. Estaba a punto de ir a la casa para advertirte, pero has llamado antes.
—¡Su tía sigue en la casa!
—Quédate donde estás, por favor. Ya me he comunicado con la policía, estarán ahí dentro de poco.
No sé cómo resistí las ganas de cruzarle la cara por teléfono. Si hubiera tenido algo sentido común, le habría soltado algo más fuerte que un grito. Todavía me lamento de no haberle dado una bofetada después.
El caso es que, mientras esperaba en la cabina, temblando de horror, lo vi de nuevo. Allí estaba, al otro lado del cristal, enmarcado por las cortinas raídas de uno de los ventanales en el último piso de la mansión. Devolviéndome la mirada con cínica malevolencia. Su sonrisa era la misma de antes, esa mueca torcida que podría haberle robado a Satanás.
La policía llegó minutos después, como suele pasar cuando la tragedia ya se ha puesto cómoda en el salón de tu vida. Para entonces no había rastro del ex-convicto, ni tras la ventana ni en ninguna otra habitación. Parecía que se lo había tragado la tierra… o algo peor.
Registraron la casa de arriba abajo. Yo contemplaba a los oficiales con los ojos desorbitados de terror, mientras sostenía una mano de la señora Thompson entre las mías. Ni siquiera tuve fuerzas para contestar cuando me preguntó que era lo que buscaban aquellos hombres.
Si algo bueno salió de todo esto, fue que el sobrino, por fin, se dignó a ingresar a su tía en una residencia como Dios manda. No sé si por amor o por miedo, pero el resultado me pareció justo. La pobre al menos tendría compañía decente y lo más importante, estaría a salvo.
La casa se convirtió en un auténtico cascarón vacío. Una inmobiliaria la compró para convertirla en un complejo de apartamentos. Por nada del mundo volvería a poner un pie ahí, muchacho. Te apuesto que ninguno de los inquilinos sabe que, años atrás, un criminal estuvo viviendo tras una pared falsa en el desván.
De eso me enteré un año más tarde.
Mientras demolían la construcción dieron con la habitación secreta. Allí, entre objetos rituales y botellas vacías, estaba la verdad sobre William: no era un simple criminal, era un monstruo.
¡Deberías haber visto las fotos que salieron en los periódicos después de la demolición! Todo el mundo hablaba de “la habitación maldita del ático”. El tipo había transformado ese espacio en un altar a su propia depravación. Había velas consumidas hasta la base y frascos cerrados cuyo contenido solo Dios —y quizás algún forense— podría identificar. Libros polvorientos en idiomas que ni siquiera sabía que existían. Y en el centro, un símbolo pintado en el suelo con lo que parecía ser sangre seca. Sí, un verdadero cuadro digno de una mente enferma.
Entre los hallazgos, estaba su tesoro: una pila de recortes de periódico que databan de su juventud. ASESINO DE LA FAMILIA WALKER, SENTENCIADO. Eso decían los titulares. Las fotos del crimen volvieron a inundar las primeras planas como si el tiempo no hubiera pasado. Los Walker, brutalmente asesinados en su propia casa, se convirtieron de nuevo en el tema de conversación de todos. Las imágenes eran grotescas: habitaciones destrozadas, muebles volcados, manchas oscuras en las paredes y un patio trasero que ocultaba lo peor. Hasta el menor detalle fue desenterrado sin piedad por periodistas sin escrúpulos, y yo me obligué a leerlos, aunque cada palabra me daba náuseas. Todo resultaba tan brutal que incluso ahora me cuesta procesarlo.
Al parecer, William se había involucrado con una secta que operaba en las sombras. La congregación no solo alimentó sus delirios, sino que posiblemente fue el detonante de su locura. Los rituales, los crímenes… no eran simple sadismo, sino el intento cruel de complacer a algo —o alguien— que ellos creían que les otorgaría poder.
Pensar que había llevado esa oscuridad a la mansión mientras su madre vivía sin sospechar nada, me revuelve el estómago. La habitación del desván no era solo un escondite; era el reflejo de una mente que, empujada por aquellos fanáticos, había perdido toda su humanidad.
Por si eso no fuera suficiente, también se encontró un diario. Las autoridades nunca divulgaron su contenido. Tal vez pensaron que el público no estaba preparado para saber hasta dónde llegaba su violencia. Por suerte. Yo tampoco lo estaba, y no pretendo averiguarlo.
No es de extrañar que la pobre señora Thompson, mientras todavía conservaba algo de cordura, prefiriera convencerse de que él había muerto, incapaz de lidiar con la vergüenza de sus actos. Se aferró a esa historia con tal desesperación, que esta se convirtió en parte de su pasado y luego se diluyó en su atrofiado cerebro, junto al resto de su vida.
Nunca encontraron a William. Siento terror al pensar que todavía pueda estar en alguna parte, practicando sus rituales oscuros, quizá acechando a alguien que no tiene idea de lo que pasa en su propio hogar.
Si alguna vez visitas un apartamento de los suburbios, te sugiero que revises bien cada rincón. Solo por si acaso.
Eve Valdane ©