EN EL RASTRO DE LA BRUJA

Las señales de brujería se manifestaron de manera súbita. La leche, antes fresca y abundante, se agriaba en las entrañas de nuestros cántaros. La mantequilla se resistía a cuajar como antaño. Fiebres misteriosas sofocaban a nuestros niños. Y los cultivos estaban muriendo antes de la primera luna de la cosecha.
Una mañana, Susannah Dunham emitió un alarido que suscitó terror en el resto de la comunidad, al descubrir que su vaquita había expulsado sangre en vez de leche.
—¡Hermanos y hermanas! —La voz del reverendo Silas retumbó en la plaza, cargada de severidad. Estaba de pie ante la multitud, escudriñando los rostros angustiados de los aldeanos con un semblante inquisitivo—. El mal ha echado raíces en nuestra tierra y está corrompiendo el alma de Reverence Ridge. ¡Alguien entre nosotros ha permitido que la oscuridad prospere!
Un agitado murmullo se propagó entre los aldeanos, impregnando el lugar con una marea intangible de dudas y acusaciones sin voz. En sus caras veía el miedo, la desconfianza que se reflejaba en sus miradas furtivas, mientras buscaban con los ojos a algún culpable entre ellos.
—¡Por el bien de nuestras almas y la purificación de este lugar sagrado, debemos enfrentar a los enemigos del Señor! Permanezcan alerta, pues las desgracias que los destruyen solo delatan el verdadero origen del mal: hay una bruja acechándonos.
Otro grito ahogado recorrió a los asistentes, que ahora se encogían horrorizados ante las acusaciones de nuestro pastor. El aire estaba viciado con el aroma de la desgracia, y la sombra del próximo juicio pendía como una guillotina invisible sobre nuestras cabezas.
—No tendremos compasión con los practicantes de artes oscuras. ¡Qué su alma arda en el fuego eterno!
La multitud estalló en un caos febril. Hombres y mujeres se empujaron, alzando las manos al cielo para entonar sus plegarias; había quienes susurraban nombres al oído de sus vecinos con creciente paranoia. Los niños se aferraban a las faldas de sus madres, confusos y aterrados, mientras algunos de los jóvenes se ofrecían a buscar pruebas heréticas en las casas.
Fue así como el mal se instaló entre nosotros, contaminando la tranquilidad de nuestra vida cotidiana.
* * *
Desde la muerte de Jebediah, la tortura de habitar entre los míos era cada vez más insoportable. La sombra de su suicidio suponía una deshonra para nuestra numerosa familia, y yo, el chivo expiatorio, cargaba sobre mis hombros todo el peso de la culpa.
Mi padre, hombre rígido y puritano, jamás había ocultado su desdén hacia mí. A menudo prefería ignorar el asedio de mis hermanos, que como cuervos carroñeros, aprovechaban cualquier oportunidad para humillarme físicamente y menospreciarme con sus palabras mordaces.
Aquella mañana había tomado el pesado rifle de Jebediah para ir a cazar a las afueras del pueblo. El bosque se abría ante mí como un abismo insondable. Recuerdo haber caminado por horas con la esperanza de hallar alguna presa, sin éxito. Sobre mi cabeza, las ramas retorcidas se alzaban como esqueletos maléficos, entrelazando sus dedos retorcidos en un pacto silencioso con la niebla. El crujir de las hojas secas bajo mis botas imitaba el susurro de un eco fúnebre, resaltando la ausencia de otras criaturas. No se escuchaba ni siquiera el canto de las aves.
Debí prestar más atención a los indicios.
La naturaleza siempre había sido un testigo silencioso de mis penas, pese a los peligros que ocultaba. En una ocasión tropecé con una trampa oculta entre la maleza. Mi pierna quedó atrapada y el dolor era tan agudo que apenas conseguí caminar de vuelta a Reverence Ridge.
Ella fue la única que acudió en mi auxilio. Mercy Hale.
Su imagen inmaculada emergió desde un rincón oscuro de mi mente, calentando la sangre que corría por mis venas.
—¿Josiah Whitman, eres tú?
La voz de la joven me sobresaltó mientras inútilmente trataba de aliviarme. Sus ojos emanaban la misma compasión maternal que reservaba para cada criatura de la aldea, fuese digna o no de sus atenciones. Mercy era así, tierna hasta con las alimañas.
—¿Cómo has terminado en una de esas trampas infernales?
—No es nada —murmuré, intentando ocultar mi vergüenza—. Solo me distraje un instante.
—Las distracciones pueden ser mortales en estos bosques. Deberías tener más cuidado.
Mi mente se nubló en ese momento, no a causa de la herida, si no por la presencia de Mercy. El ungüento que aplicó sobre mi pierna tenía un aroma a hierbas frescas, que apaciguó mi dolor de inmediato, aunque el verdadero alivio me lo brindaba ella con su cercanía. Sus manos despejaron la oscuridad que me devoraba internamente.
—Gracias —murmuré con voz temblorosa, embriagado por la dulzura de sus acciones.
Ella sonrió desenfadada, como si mi accidente hubiera sido tan solo una pequeña molestia pasajera. Mientras se levantaba, excusándose para atender sus quehaceres, algo se removió en mi corazón. Supe con una certeza brutal que la amaba. No podía explicarlo, ni comprender cómo, pero ese sentimiento, tan claro como el aire que respiraba, me demolió con fuerza. Como si, de alguna manera, ya hubiera estado destinado a sentirlo…
Sin embargo, el fulgor efímero de mi esperanza se apagó al descubrir la verdad. Jebediah, mi hermano mayor, al que tanto intentaba emular sin éxito, había reclamado el corazón de Mercy. El anuncio de su compromiso destruyó todas mis esperanzas.
—¿No eres feliz por mí, querido Josiah? En adelante estaremos más unidos que nunca, seremos auténticos hermanos.
Esas palabras me desangraron el alma. El peso de mi amor no correspondido envenenaba lentamente mis pensamientos, inspirando toda clase de escenarios pecaminosos que a duras penas conseguía reprimir. Un odio sordo germinó en mí, hacia Jebediah, hacia Mercy, hacia el destino que me condenaba a ser tan solo un espectador de su felicidad. El pecado de anhelar lo que no me correspondía me impedía dormir de noche. El peso de mi deseo me hizo incurrir en actos de los que no podía hablar ni con mi conciencia. Cerrando los ojos, invocaba la imagen de Mercy, su risa cristalina, el tenue rubor de sus mejillas, y en esos momentos, mi tormento encontraba una salida que solo me hundía más en la depravación. Cada segundo de alivio efímero era reemplazado por un abismo de repulsión hacia mí mismo.
No había duda, ella me había embrujado.
Por eso acudí al consejo de la aldea, y ante ellos confesé mis sospechas.
La mañana de la ejecución en Reverence Ridge fue una pesadilla interminable. Las nubes en el cielo arrojaban una sombra lúgubre sobre el patíbulo, dispuesto en la plaza central.
Mercy fue conducida hasta la horca arrastrando los pies, cada paso parecía más pesado que el anterior. Sus labios, ligeramente agrietados, susurraban plegarias que ya nadie querría escuchar. Su rubio cabello caía en desorden sobre su rostro empapado de lágrimas. Su vestido se había convertido en un manojo de sucios harapos, como si hubiera sido arrastrada a través de un infierno de barro y cenizas. La blancura de su piel, en contraste con el gris del día, la hacía parecer aún más frágil, casi etérea.
—¡Mercy Hale, la bruja que corrompe nuestras almas, será purificada por el fuego divino! —clamó el reverendo Silas.
El público respondió con un coro de repudios. Yo estaba entre la multitud, observando en silencio, mientras los ojos de Mercy buscaban desesperadamente algún gesto de compasión, como si aún albergara la esperanza de que alguien intercediera por ella.
—¡Piedad, reverendo! ¡No soy una bruja! —sollozó—. ¡He amado y servido a este pueblo toda mi vida!
¿Cuántas veces, en mi amargura y envidia, había deseado la atención y el amor que los aldeanos ahora le negaban?
El reverendo se volvió hacia nosotros.
—¿Quién entre ustedes conoce a la bruja? ¿Quién conoce a la corruptora de Reverence Ridge?
Lleno de dolor y resentimiento, mis labios pronunciaron su nombre al unísono de los demás. Sé que ella me miró pero no tuve valor para hacer lo mismo.
Y los pobladores, hambrientos de justicia divina, rugieron con aprobación mientras era colgada. El eco de sus repugnantes clamores aún resonaba en la plaza, mientras su menuda silueta se balanceaba inmóvil de la soga.
Tres días después Jebediah se disparó en el bosque, maldiciéndonos a todos.
* * *
Está claro que no conseguiré cazar nada este día, debería regresar a casa pero realmente no estoy de humor. Quizá espere un poco a que se disipe esta neblina, no quisiera extraviarme en el camino. Las hojas secas continúan crepitando bajo mis botas, mientras los árboles me observan.
Creo que he escuchado un susurro, la brisa parece murmurar mi nombre. Mi corazón late con fuerza…
Entonces la veo.
Emerge de las sombras, no como el espectro que habita mis pesadillas, sino como el ángel que siempre fue, un faro de luz en medio de la penumbra. Toda ella resplandece igual que antes, sus ropas están limpias, una sonrisa inocente incrementa la belleza pacífica de su rostro.
El asombro y el miedo me han dejado paralizado. ¿Es un fantasma, una manifestación de mi culpa, o acaso un prodigio sobrenatural de estos bosques malditos?
—Mercy… ¿realmente eres tú?
Mi corazón se estremece, aún cargado de remordimiento.
Ella no me habla. En cambio, me invita a seguir sus pasos con un delicado gesto, guiándome a un rincón profundo entre la espesura. Voy tras ella.
Mercy penetró en el interior de una gruta entre las rocas, sin molestarse en mirar atrás. Las paredes húmedas y los susurros del viento subterráneo me envolvieron en un abrazo gélido. Caminamos hasta el rincón más recóndito de la caverna, mientras la claridad exterior se extinguía gradualmente a mis espaldas.
Me tendió los brazos y yo la estreché contra mi pecho, como había soñado desde hacía tanto tiempo.
Dios mío, ¿por qué no te apiadaste de mí?
Cuando me separé de sus labios, no era ella quien me sonreía, sino una anciana monstruosa. Su pálido rostro era una amalgama grotesca en la cual convivían lo humano y lo animal. Podía ver las venas azules pulsando bajo la piel gris, como si estuviera a punto de romperse. Su boca, enorme y desproporcionada, reveló una fila de largos y afilados colmillos. De sus labios brotó un arrullo gutural, porcino, semejante al crujir de huesos rotos. La criatura frente a mí reía, y esa risa hueca torturaba mis oídos y me helaba la sangre.
Temblando incontrolablemente, me aparté del demonio que usurpaba el lugar de Mercy. A medida que retrocedía, horrorizado por la metamorfosis, la caverna se estrechaba en torno a mí, impidiéndome hallar la salida. Mi espalda chocó contra un muro de piedra.
La cabeza de la anciana, completamente transformada en la de un jabalí, se arrojó sobre mi cuerpo emitiendo un alarido bestial.
Nadie me escuchó gritar.
La oscuridad me envolvió con toda su voracidad vengativa, al desaparecer entre las fauces de la criatura que antes había sido Mercy Hale.
* * *
No hay paz ni descanso en la muerte; solo la pena de estar atrapado en una espiral interminable de condena. El tiempo ha dejado de tener significado, mi existencia es una sombra más entre las miles que habitan este purgatorio.
Desde el abismo en el que me encuentro, pude observar el destino inevitable de la aldea. La desgracia apresó a sus habitantes con garras invisibles. El pueblo, ahora un despojo vacío de lo que alguna vez fue, se fue vaciando gradualmente. Las casas se transformaron en ruinas. No hubo nadie que remediara la podredumbre de las cosechas, ni enterrara a los animales que perecieron.
Al reverendo Silas lo hallaron en uno de los caminos adyacentes, destrozado por las bestias salvajes. Justicia divina, o quizás una venganza sobrenatural.
A pesar de mi ausencia física, mi conciencia persiste, condenada a observar las consecuencias de mi traición. El eco de mis pasos aún resuena por estas calles desiertas, pero ya no queda nadie que pueda escucharlo. Pronto, el avance inexorable de la naturaleza se encargará de borrar los últimos vestigios de Reverence Ridge.
Eve Valdane ©