ESTÁ MUERTO
Durante el verano del 77, mis amigos y yo decidimos pasar las vacaciones de verano fuera de la ciudad. Mauricio, uno de los chicos más bromistas de nuestro grupo, nos contó que su familia poseía una vieja casa de campo a las orillas de una hermosa laguna, en el interior de un pueblo rural. Era el sitio perfecto para olvidarnos de nuestro ambiente cotidiano.
Con gran entusiasmo aceptamos su propuesta y nos preparamos para el viaje.
Cabe decir que conformábamos un grupo de jóvenes de lo más alocado. Por aquel entonces, habíamos desarrollado un gran interés por las historias de terror y todo lo que estuviese relacionado con sucesos inexplicables.
Mauricio nos contó que su casa de campo era una construcción muy antigua. La habían levantado a principios de siglo, para la familia de un médico prominente del pueblo. El lugar había estado deshabitado por años hasta que su abuelo decidió comprarlo. Aunque de cualquier manera, ni sus padres, ni sus tíos lo usaban a menudo.
Antes de salir de la ciudad, Sara, una de nuestras amigas, le hizo una sugerencia que nos entusiasmó a todos.
—Puedo llevar mi magnetófono para grabar por la noche. Igual y logramos captar algo interesante.
—Si tú quieres —replicó Mauricio—, pero dudo que logres grabar algo que valga la pena, la verdad.
Llegamos justo al atardecer, la casa era preciosa. Una auténtica residencia de cuento de hadas. Se hallaba retirada del resto del pueblo; tanto, que ni siquiera los autobuses de turistas pasaban por ahí. La entrada principal estaba custodiada por una gran escalinata de piedra, que conducía hasta un vestíbulo enorme y una larga escalera de caracol. Entramos y exploramos a placer cada una de las habitaciones. La familia de nuestro amigo había conservado la mayoría de los muebles originales.
Cuando regresamos al vestíbulo, Sara colocó su magnetófono en el suelo y lo encendió. Yo sonreí de manera maliciosa.
—Eh, oigan, espíritus —dije, alzando la voz—, escúchenme. Si hay alguna presencia habitando aquí, más le vale manifestarse ahora.
Mis amigos rieron y me siguieron la corriente.
—¡Manifiéstense! ¡Manifiéstense!
Cuanto nos reímos entonces.
Dejamos el magnetófono grabando y salimos de la casa, cerrando con llave. Esa noche fuimos al pueblo a cenar y nos quedamos por ahí un par de horas, tomando cervezas y bailando.
Cuando regresamos a la residencia, todo estaba en orden. Sara apagó el magnetófono y subimos a dormir.
Por la mañana nos dispusimos a oír la grabación, esperando encontrar algo interesante. Yo estaba seguro de que no escucharíamos gran cosa. Sara encendió el aparato y la cinta se puso a correr, reproduciendo nuestros pasos por el vestíbulo. Casi de inmediato escuché mi propia voz, llamando a los habitantes del más allá.
“Eh, oigan, espíritus, escúchenme. Si hay alguna presencia habitando aquí, más le vale manifestarse ahora”.
A continuación se oyeron las risas y bromas del resto de la pandilla. Todos nos volvimos a reír.
Nos escuchamos a nosotros mismos saliendo del vestíbulo, y el sonido de las puertas al rechinar y ser cerradas con llave. Un silencio ambiental se apoderó de la grabación. Esperamos, expectantes e impacientes.
—¿No les parece que todo esto es un poco tonto?
Acababa de hablar cuando de repente, surgió un murmullo de la grabación.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó alguien.
Sara regresó la cinta y aumentó el volumen al máximo, revelando el ruido de las puertas principales abriéndose y de pasos apresurados que iban y venían por el pasillo. Los unos a los otros nos miramos con estupor.
Aquello era imposible. Nadie podía haber entrado.
Solo Mauricio tenía las llaves.
Lo peor estaba por venir. Casi al instante, nos percatamos de un par de voces que nos pusieron la piel de gallina. La primera era la voz distorsionada de una mujer que sollozaba.
—¿Qué? —la mujer parecía tan incrédula como asustada.
A continuación, una segunda voz masculina surgió para contestarle:
—Está muerto.
El llanto de la mujer aumentó en intensidad, antes de transformarse en un chillido que nos paralizó de terror:
—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Muerto! ¡Muerto!
Al fondo se escucharon otros llantos y lamentaciones. La cinta se calló de golpe, reproduciendo el mismo silencio ambiental del principio. Nosotros volvimos a mirarnos, pálidos y temblorosos.
Me retiré del salón, incapaz de seguir escuchando. No podía soportar aquello.
Algunos de mis amigos fueron detrás de mí, todavía con los pelos de punto. Ya no les parecía gracioso.
Otros, como Sara y Mauricio, se atrevieron a escuchar la grabación de nuevo, quizá con la vaga esperanza de comprobar que habían imaginado aquellas voces. Pero no fue así. Todo era real.
Sin querer, terminamos grabando una auténtica psicofonía.
Ese mismo día recogimos nuestras cosas y regresamos a la ciudad. Nunca volvimos a poner un pie en aquella casa, y fue la última vez que tocamos el tema de los espíritus.
Te preguntarás que fue lo que sucedió con la grabación. No lo sé. No quiero saberlo. Le perdí la pista a la mayoría de los chicos, con el paso del tiempo. Tal vez Sara se haya deshecho de la cinta; yo lo haría si fuera ella.
Lo único de lo que estoy seguro, es de que no quiero volver a escuchar esas voces, esos llantos. Algo terrible ocurrió en esa casa.
Y tal vez sea mejor que no se descubra jamás.
Eve Valdane ©