¡GIRA HACIA LA OSCURIDAD!
La brisa del mar acariciaba la costa donde Laura correteaba junto a sus amigos, dejando huellas sobre la arena dorada. El sol del crepúsculo pintaba el cielo sobre sus cabezas, creando un escenario idílico: la pequeña ciudad costera, el puerto bullicioso y la avenida principal, flanqueada por casas con tejados del color de la grana. Los veranos siempre habían sido agradables en Sandbourne.
—¡Miren! —Laura se detuvo frente a un cartel que ondeaba al viento.
Sus amigos se agruparon a su alrededor y observaron curiosos la fotografía de un niño sonriente, impresa en el papel amarillento. Bajo la imagen, las palabras «SE BUSCA» destacaban con letras mayúsculas.
—Es Timmy, ¿verdad? —preguntó Clive, señalando al chico en la foto.
—Sí, es él —confirmó Laura, con un nudo en la garganta.
Timmy vivía en la casa frente a la suya, y ahora su rostro se encontraba estampado en carteles por toda la ciudad. La imagen estaba desgastada por el paso del tiempo y la exposición al sol. Timmy sonreía con inocencia hacia la cámara, sus ojos chispeantes de alegría contrastaban con el fondo oscuro y sombrío del bosque que lo rodeaba. Su cabello castaño caía desordenadamente sobre su frente, una pequeña cicatriz en su mejilla izquierda añadía un toque de imperfección a su rostro infantil…
—Parece tan feliz en la foto —comentó Laura, observándola con tristeza.
—¿Qué creen que le pasó? —susurró Emma.
—Puede que se haya perdido en el bosque —especuló Clive, pensando en el boscoso paisaje que delimitaba su vecindario, en el lado opuesto del pueblo.
—No lo creo, nunca se habría marchado tan lejos él solo —respondió Laura, frunciendo el ceño—. Era un niñito de mamá.
—Además, el bosque tampoco es tan grande.
—Entonces puede que haya sido secuestrado.
—¿Lo dices en serio?
—¿Y qué otra cosa podría ser? Ya han pasado dos semanas y no lo han encontrado.
—Ni a él ni a los otros.
La idea estremeció a los niños, sumiéndolos en un silencio incómodo mientras miraban el cartel con renovado temor. La imagen de Timmy, que antes había sido una expresión de felicidad infantil, ahora parecía una advertencia ominosa de los peligros que los acechaban en las calles.
—Está oscureciendo, vámonos antes de que suba la marea —sugirió Laura.
Los chicos se dirigieron hacia el muelle, donde una nueva atracción se había convertido el centro de todas las miradas. Un brillante tiovivo se alzaba majestuosamente sobre la madera gastada del embarcadero, las luces intermitentes adornaban el tejado circular y sus caballos mecánicos relucían majestuosamente bajo la luz del sol moribundo, sus crines parecían danzar con la brisa marina.
—¡Demos una vuelta! —exclamó Laura, señalándolo con entusiasmo.
Sus amigos intercambiaron miradas apáticas y luego sacudieron la cabeza.
—Los carruseles son cosa de chiquillos —espetó Clive.
—¡Oh vamos!
—Lo siento, Laura, tengo que volver a casa o mamá me va a matar —dijo Emma, ajustándose la mochila en el hombro—. Le prometí llegar temprano.
—Y yo. Mi madre anda como loca con todo eso de los chicos desaparecidos.
—Todo es culpa de esos idiotas.
—Está bien, nos vemos mañana. —Laura se despidió con resignación, viendo cómo sus amigos se alejaban. Luego fue donde su madre, que estaba ocupada organizando los souvenirs en su pequeña tienda atestada de turistas, ubicada justo frente al muelle.
—¿Me das una moneda para subir al tiovivo?
Ella se la entregó.
—Pero no tardes mucho, cariño, pronto será hora de cenar.
—¡Gracias, mamá!
La niña admiró los animales mecánicos que decoraban el carrusel, así como el enorme cartel con letras de fantasía que prometía un recorrido inolvidable.
¡El único tiovivo que te lleva a lugares que nunca imaginaste!
SUBE Y DISFRUTA DE UN PASEO ENCANTADOR
Laura deslizó la moneda en una ranura metálica y saltó sobre el lomo de un caballo dorado, justo antes de que el juego se pusiera en marcha. En cuanto comenzó a girar, experimentó una extraña sensación de mareo, como si el mundo a su alrededor se desdibujara lentamente. Los caballos mecánicos, que antes parecían juguetones y encantadores, habían adoptado una apariencia grotesca y amenazadora. Sus ojos de vidrio reflejaban una intención maligna, y sus relinchos maquinales resonaban en sus oídos como risas burlonas.
El paisaje a su alrededor se distorsionaba, transformándose en una pesadilla retorcida del mundo que había conocido hasta entonces. Las olas que lamían la costa se volvían negras como el alquitrán, negros nubarrones oscurecían el cielo, presagiando tormenta. El viento llevaba consigo un aroma rancio, como si el aire mismo estuviera contaminado por una maldad inocua que acechaba en las sombras.
Laura se aferró con fuerza al cuello de su montura, tratando de ignorar las imágenes confusas que danzaban a su alrededor.
De repente, notó que los rostros de las personas que la observaban desde la orilla se deformaban en sonrisas horribles y cargadas de maleficencia. Incluso la figura reconfortante de su madre, que antes la observaba desde la tienda con suspicacia, había cambiado. Ahora exhibía una sonrisa perturbadora y unos ojos carentes de alma.
—¡Baja de ahí, Laura!
¿Era ella quién le estaba gritando? Imposible, sus labios no se habían movido. Su voz era un eco lejano, casi como si viniera de otro mundo.
Además no podía bajarse. Luchaba por mantenerse en pie mientras el tiovivo giraba cada vez más rápido, arrastrándola hacia las sombras de un mundo que había dejado de ser el suyo. Gritó pidiendo ayuda, pero su voz se perdió entre la melodía estrambótica del carrusel y el chirriar metálico de los caballos…
Cuando el juego se detuvo abruptamente, echó a correr hacia su madre, quien la recibió confundida.
—¿Qué pasa, cariño? ¿Por qué gritas así?
—¡Fue tan horrible, mamá! ¡Tan horrible! —exclamó ella, aferrándose a su cintura con fuerza—. ¡Hay algo malo en ese tiovivo!
—Tranquila, hija, solo fue tu imaginación. —Su madre le acarició el pelo, restándole importancia al incidente—. Vamos a casa, sé que un buen plato de sopa te hará sentir mejor
Aunque Laura quería creer en sus palabras reconfortantes, no podía sacudirse la sensación de que algo siniestro acababa de ocurrir.
Mientras iban de regreso a casa, la niña notó cambios sutiles que la pusieron alerta. Los colores parecían desvanecidos, las paredes vibrantes de las casas y los jardines de su vecindario habían adoptado un extraño espectro sombrío, acentuando la falta de vida y vitalidad en el entorno. La calle estaba envuelta en un silencio opresivo, interrumpido tan solo por el suave susurro del aire y el crujir de las hojas marchitas bajo sus pies. Los sonidos habituales de la naturaleza, como el canto de los pájaros y el zumbido de los insectos, resaltaban por su ausencia.
Laura notó que las escasas personas con las que se topaba en el camino se movían de manera rígida y mecánica, casi como si estuvieran siguiendo un patrón predefinido. Sus gestos eran repetitivos y estaban desprovistos de emoción, sus rostros mostraban sonrisas forzadas que enviaron escalofríos a lo largo de su espalda.
Ahora que lo notaba, incluso la figura familiar de su madre parecía estar atrapada en ese bucle de comportamiento preestablecido, con esos movimientos rígidos y la mirada vacía que ya no se molestaba en disimular ante ella.
—Mamá, ¿estás bien?
—¿A qué te refieres, cielo?
—¿No notas algo extraño por aquí? —le preguntó con ansiedad.
La mujer le dirigió una sonrisa forzada, mirándola con ojos distantes.
—No hay nada extraño afuera, cariño —respondió con voz monótona.
Laura frunció el ceño.
A medida que se acercaban a casa, avanzando por calles descoloridas y silenciosas, los cambios en el entorno se hacían cada vez más evidentes. Las viviendas a lo largo de la avenida se habían vuelto lúgubres y parecían abandonadas, la pintura de sus fachadas se estaba desprendiendo y sus ventanas estaban empañadas por un velo de suciedad. Las flores en los jardines se inclinaban tristemente, luchando por mantenerse con vida en un mundo que había perdido su esplendor.
Un niño recogía las hojas de su jardín bajo la atenta mirada de sus padres. La pareja la saludó con la mano al verla llegar en el coche con su madre, pero el chiquillo apenas si se movió. Tenía un semblante temeroso y bastante desmejorado.
—¡Timmy! —exclamó Laura al reconocerlo—. ¡¿Cuándo regresó?! ¡¿Dónde estaba?!
—¿De qué hablas, cariño? Timmy nunca se fue de aquí.
—¿Cómo dices? —Laura se volvió hacia su madre con incredulidad—. ¡Llevaba días desaparecido! ¿Cómo es que no lo recuerdas?
—Deja de inventar disparates y entremos ya. Tu padre debe estar hambriento.
Al acercarse a su propio hogar, Laura notó con creciente horror que se hallaba tan descuidado como el resto del vecindario. La fachada mostraba numerosas grietas y manchas de humedad, y las vigas del porche crujían ominosamente bajo el peso de la descomposición. Las ventanas, antes relucientes, ahora estaban impregnadas con una gruesa capa de polvo.
Cuando la niña se detuvo frente a la puerta principal, vaciló.
—Mamá, ¿la casa…?
—Sí, cariño, ya estamos en casa. ¿No ves?
Laura siguió a su madre al interior con cautela; la oscuridad del vestíbulo la engulló como una marea oscura y espesa. Por dentro, la casa era similar a la suya, pero sin duda no era la misma. Aunque los muebles se hallaban distribuidos como de costumbre, algo en su disposición parecía ligeramente fuera de lugar, al igual que con las paredes y los pequeños objetos que habían cambiado o desaparecido.
No, aquel no era el hogar que conocía, sino un sitio extrañamente ajeno.
Su padre salió de la cocina con una sonrisa tan amplia como la de su madre. Sus ojos, desprovistos de emoción, la miraron de un modo que la hizo retroceder instintivamente.
—¡Qué alegría que hayan llegado! ¿Cómo estuvo tu día, cielo? —le preguntó con voz cordial y apagada.
—Estuvo… estuvo bien —respondió Laura, sintiendo un nudo en el estómago.
—Deben estar hambrientas. A la mesa, que ya todo está preparado.
La familia se sentó a cenar en la mesa del comedor, pero ella apenas podía concentrarse en su plato. Hasta el sabor de la comida era distinto, el sazón reconfortante de la carne y las patatas se había vuelto una mezcla desagradable de sabores metálicos y rancios que le revolvían el estómago. Cada bocado era peor que el anterior.
Incómoda, se revolvió en la silla.
—¿Qué pasa, cariño? No has tocado apenas la cena —comentó su padre sin dejar de sonreír.
—No tengo mucha hambre. ¿Podemos hablar un momento?
—¿Qué pasa, querida? ¿Hay algo que te preocupa? —inquirió su madre con un dejo sarcástico.
Laura los miró a ambos, incapaz de disimular su miedo. Aunque sus padres actuaban como si todo fuera normal, sus gestos mecánicos y semblantes falsos le revelaban que algo siniestro se agitaba bajo la superficie. Pero, ¿cómo podría convencerlos de la verdad, cuando ellos mismos parecían estar atrapados en una ilusión que se negaban a reconocer?
—Creo algo no está bien. Algo extraño está pasando aquí. ¿No lo notan?
Los dos intercambiaron una mirada fugaz; sus sonrisas constantes habían adquirido un matiz cómplice e inquietante, como si compartieran un secreto entre ellos.
—¿Por qué insistes con eso, querida? Ya te he dicho que todo está perfectamente bien —respondió su madre. Pero la frialdad con la que pronunció estas palabras, solo consiguió desconcertar a la chiquilla.
—¡No, no está bien! ¿Acaso no ven todos los cambios en la casa? ¿O la forma en que actúan? —insistió, al borde del pánico.
—Oh, nena, estás imaginando cosas. Todo está exactamente como debería ser —dijo su padre. El matiz amenazante en sus palabras estremeció a la niña.
—Pero… pero ustedes… Timmy…
—Deberías dejar de hacer preguntas, Laura —dijo su madre de modo cortante, dejando de sonreír—. No es bueno hacer demasiadas preguntas.
—Quédate callada y aprende a obedecer, como una buena niña —agregó su padre, transformando la sonrisa de su boca en una mueca amenazadora—. Será más fácil así.
Laura se quedó paralizada en su asiento, el horror invadió su consciencia al percatarse de la verdad. Esta no era su casa, estos no eran sus padres. Había caído presa de alguna trampa, una macabra dimensión que imitaba de forma macabra todo cuanto amaba y conocía.
Su mente se llenó de recuerdos, fragmentos de momentos felices y risas compartidas con su verdadera familia. Ahora esos recuerdos parecían tan lejanos…
—Estoy perdida —musitó.
Los ojos de sus padres brillaron con malevolencia.
—Estás en casa, querida. Aquí es donde perteneces —dijo su madre.
—Este es tu hogar, cariño. Recuérdalo siempre —agregó su padre.
Atrapada en la pesadilla, Laura miró a su alrededor, buscando desesperadamente una salida inexistente.
Eve Valdane ©