LA CASA DE LAS MUÑECAS
Era un objeto hermoso; como mucho el más espléndido que había en el amplio y viejo desván, acondicionado para servir como una habitación infantil, pese a ser, en principio, un lugar sombrío y solitario.
Las miradas vacías de una veintena de muñecos observaban con atención la lúgubre estancia. En el centro, una cama con sábanas de seda y dosel se hallaba solitaria; más allá, contra la pared, un armario blanco. Un espejo dispuesto en la esquina más oscura de la habitación reflejaba con sombría fidelidad el tenebroso aposento.
Y la casa de muñecas esperaba frente a la ventana, para ser abierta.
Afuera, la tormenta se desató. Adentro, la puerta del desván se abrió lentamente, con un chirrido estremecedor. La niña entró en silencio. Sus pies descalzos se dirigieron hacia la enorme casa de juguete, la más grande que había tenido. Era de madera y techos inclinados; tan amplia de tamaño, que rebasaba su cintura.
Se arrodilló frente a ella para contemplar su interior, abriendo la fachada con entusiasmo. Todo era perfecto. Hasta el más mínimo detalle había sido cuidadosamente construido, como si de una obra de arte se tratara. Las amplias paredes, recubiertas con seda de fantasía. Las habitaciones con sus muebles de madera en miniatura y los pisos, que ostentaban pequeñas alfombras de terciopelo. Una escalera en forma de caracol ascendía hasta los pisos superiores y los hermosos habitantes de porcelana parecían sonreír de forma auténtica, cuando los tomaba en sus manos y jugaba con ellos a historias imposibles.
Estaba la pequeña muñeca de pelo negro, su preferida, con sus delicadas y casi humanas facciones, sonriéndole con dulzura, cuyo vestido rojo y largo, repleto de holanes, se balanceaba de manera graciosa cada vez que la alzaba con delicadeza.
Su compañero, un varón de cabellos castaños, era casi tan bello como ella, sentado siempre en el pequeño saloncito de la casa con su traje impecable y su semblante amable.
La pequeña figurilla de un gatito persa se exhibía en una de las habitaciones de la casa, reposando de manera desenfadada sobre la réplica perfecta de un piano, como lo haría un gato de verdad.
Pero también estaba una última figura, en la última habitación de la casa, la más pequeña de todas. La adorable representación de una pequeña, cuyos rizos castaños y frágil cuerpecito, tan similares a los de una niña real, resultaban una verdadera maravilla, resultado seguramente, de unas manos hábiles y horas de dedicación. Sin embargo, esta no sonreía como los otros muñecos. Su vestido verde, aunque de apariencia agradable, no era tan fabuloso como el de la muñeca de cabellos negros.
Era por eso que la chiquilla no solía prestarle mucha atención cuando jugaba. Había algo en esa última muñequita que no le agradaba del todo. Algo que hacía que un escalofrío subiera por su espalda, si su mirada de casualidad se topaba con ese rostro carente de expresión y miraba fijamente a sus diminutos ojos, como gotitas de cristal, que en un instante, parecían cobrar vida.
Mientras la lluvia golpeaba insistentemente su ventana, prosiguió con el juego de manera normal.
De repente, el estruendo de un relámpago sacudió el desván entero, traspasando las ventanas con una claridad tan intensa, que hasta el rincón más oscuro se volvió evidente. Creyó escuchar algo que se rompía y desvío la mirada hacia la última habitación de la casa.
Sobre la alfombra yacía el cuerpo de la muñequita de rizos castaños, rota, con el cráneo destrozado.
La niña ahogó una exclamación y se acercó a mirar, con los ojos como platos y la boca abierta. De la cabeza destrozada de la figura manaba un líquido espeso y oscuro. Incrédula, acercó un dedo tembloroso al cuerpo roto del juguete, hasta empaparlo en aquel fluido de color carmín.
Sangre.
El corazón de la pequeña comenzó a latir desenfrenadamente, al acercar el dedo ensangrentado a sus ojos para corroborar que lo que veía era cierto. Una gota se deslizó desde su índice hasta su regazo, manchando su blanco camisón.
Sin saber por que, miró hacia el espejo colocado en la abandonada esquina de su habitación. Aún en penumbra podía distinguir su silueta perfectamente. El cabello rubio, que le caía desordenadamente sobre los hombros y espalda, sus ojos azules dilatados por la sorpresa y el miedo, incluso podía notar la pequeña mancha escarlata que ensuciaba su regazo. La niña empalideció y se volvió de nuevo hacia la casa de muñecas.
Una fulgor estaba emanando de las paredes; provenía del ático en miniatura y rápidamente se extendió para envolverla en su halo esmeralda. Alzó un brazo para resguardarse de aquella luz cegadora y, al intentar gritar, descubrió que su voz se había desvanecido en un silencio opresivo, atrapada en lo más profundo de su pecho.
Y de un momento a otro, todo cambiaba. Las cosas comenzaron a distorsionarse, el desván empezó a crecer y con él, todos los objetos, la cama, el espejo y el armario; los muñecos de miradas vacías se hicieron grandes, tan grandes, que ahora no parecían mirar al vacío, sino a ella, de una forma tan humana que sintió verdadero terror.
¿Cómo había sucedido? Tal vez solo estuviera soñando, pero ahora se había vuelto diminuta, tan pequeña como las figuras de porcelana. Mientras sus ojos desorientados miraban a su alrededor, se encontró con el gigantesco mobiliario de su dormitorio y los ojos espeluznantes de sus otros muñecos.
Frente a ella, la casa se alzaba en todo su esplendor, cien veces más hermosa de lo que jamás había sido.
La fachada había retornado a su posición original, impidiéndole ver el interior; era tan diferente desde esa perspectiva, tan imponente como una construcción real. La puerta de entrada se abrió silenciosamente, dándole una tétrica bienvenida.
La niña avanzó con cautela, dudando sobre si entrar o no. Sus pies se detuvieron ante el umbral, tratando de hallar algo entre la negrura que inundaba el vestíbulo. A pesar de que conocía perfectamente cada habitación y objeto, tuvo la sensación de estar en un lugar completamente desconocido.
Desde las alturas, las miradas de seres gigantescos se clavaban en ella. Tras una última vacilación, entró en la casa.
Apenas podía distinguir las siluetas de cuantas cosas había dentro. La puerta se cerró tras ella sin hacer ruido, no pudo evitar mirar hacia atrás y sentir un nudo en la boca del estómago. Indudablemente se había vuelto tan pequeña, que ahora podía tocar e interactuar con los adornos y los muebles en miniatura, igual que lo hacía con los objetos de su propio hogar.
La amplia escalera de caracol la instaba a subir y conocer las estancias superiores, aunque prefirió desistir de la idea. Y es que en ese instante, la escalinata parecía tan grande y peligrosa…
Sus pasos la dirigieron hacia la puerta de su izquierda, la que conducía al saloncito. La piel se le erizó al contemplar al muñeco de porcelana sentado en el sofá. Era más alto que ella y parecía tan real como una persona. Podía vislumbrar su bello perfil a la escasa luz que entraba por una ventana. Tuvo la impresión de que en cualquier momento podría levantarse y darse la vuelta.
Tras unos segundos de absoluto silencio, otro ruido la sobresaltó. El maullido agudo y la sombra pequeña de un animal deslizándose entre sus tobillos, fueron suficientes para que su corazón volviera a latir desbocado y un temblor se apoderara de sus piernas.
Volvió a dirigir la mirada nerviosa hacia el muñeco sentado en el sofá, y los ojos se le dilataron de espanto. Lentamente, la figura de porcelana giró su cabeza hacia ella, sonriendo.
El grito que llevaba minutos encerrado en su garganta, hizo temblar las paredes de la casa. Corrió fuera del salón. Tenía que ser un sueño, al menos eso era lo que deseaba. Pero la sangre de su camisón le brindó aterradora la certeza de que estaba ante algo real y peligroso. El miedo se apodera¡ba de sus sentidos.
Silencio. Pasos en el piso superior. No quería ver.
Pero ahí estaba. La muñeca del vestido rojo bajaba elegantemente por la escalera. Sus labios aún esbozaban una amplia sonrisa y sus ojos refulgían con un destello plateado.
No era cierto. ¡No, no, no, no podía ser cierto!
Ya no le agradaba esa sonrisa. Era un gesto que expresaba locura, insana alegría y presunción a causa de algo terrible que estaba a punto de suceder…
¡Pero no podía ser real!
Lo era. Ahora, aquella pequeña réplica humana estaba a solo unos pasos de ella, el gesto de sus labios se ensanchó mostrando una hilera de dientes tan blancos como el marfil.
Eso ya no era una muñeca. Jamás lo había sido. Su cara, su cuerpo de mujer… siempre había habido algo más en ella. Era un hecho inequívoco por la forma en que la miraba, expresando la más pura maldad y una locura sin límites en ese rostro sobrenaturalmente bello.
Corrió hacía la puerta principal, ansiando escapar. Estaba abierta, pero había algo que le bloqueaba el paso.
Con su vestido roto y manchado de sangre, con su cuerpo quebrado, la cabeza destrozada y el rostro desfigurado, orlado por los suaves rizos castaños de su caballera, entre los que asomaba la cuenca vacía de uno de sus ojos infantiles… la muñeca de porcelana más pequeña la devolvió una mirada sin vida.
Su expresión se había vuelto más humana, congelándose en una agonizante mueca de terror con la que parecía suplicar, implorarle auxilio…
«Ayúdenme a salir de aquí».
* * *
El hombre analizó detenidamente la bella casa sobre el mostrador. Todo en su interior era exquisitamente detallado e impecable, desde las paredes recubiertas con seda estampada hasta las réplicas de los muebles de principios de siglo.
—El fabricante debió tardar años en terminarla —dijo, mientras pasaba una mano por el techo de la casita con delicadeza—, es una verdadera obra de arte. ¿Quién dice que la construyó?
—Me temo que no puedo decírselo —respondió el viejo—, en realidad, adquirí esto hace unos pocos días. La mujer que me lo vendió dijo que lo había comprado hace tiempo, en una subasta de antigüedades. Por lo visto, quería deshacerse de esto con urgencia, ya que me lo dejo muy barato… ¡prácticamente me regaló la casa!
—Pero, debe costar una fortuna —replicó el hombre frunciendo el entrecejo—, ¿sabe por que quería deshacerse de ella?
—Dicen que estaba algo trastornada —contestó el anciano, con voz sombría—. Esta casa perteneció a su hija pequeña, sin embargo… —su semblante se oscureció de repente, dudando sobre si seguir hablando o no—. La niña desapareció misteriosamente. No la han encontrado a la fecha; al menos no que lo sepa yo. Sucedió hace un par de meses, pero la madre se veía bastante afectada. Unas semanas después del incidente, decidió marcharse de la ciudad. Esta es una las pocas cosas que no quiso conservar con ella —añadió, mirando la casa de muñecas—. No entiendo por que, pero así fue.
—Extraño, muy extraño… —Pensativo, el hombre reparó en los muñecos sonrientes de porcelana. Sus rasgos eran tan perfectos que parecían casi humanos. Apartó la mirada, turbado.
—Entiendo si no esta dispuesto a pagar por ella —dijo el viejo—, ya ha habido otras personas interesadas, pero por alguna razón, se arrepienten en el último momento. Le voy a ser honesto, señor. Creo que el juguete es una maravilla y seguramente costará una fortuna como usted dijo, pero… francamente, tengo una sensación extraña respecto a él. No sé si me entiende, pero esos muñecos… bueno, quizá sean alucinaciones mías, pero se me pone la piel de gallina al mirarlos. Nunca había visto nada parecido.
—Entiendo —dijo el hombre, asintiendo con la cabeza—, bueno, no es que me deje llevar por supersticiones ni algo parecido. En todo caso, esto solo se puede decidir de una manera. —Su mirada se deslizo por la juguetería, como si estuviera buscando a alguien—. Mary, ¿puedes venir?
Al llamado acudió una niña pequeña que salió de entre las estanterías repletas de juguetes. Sus ojos contemplaron con anhelo la casa de muñecas y se posó con admiración en cada uno de sus habitantes.
La hermosa muñeca de pelo negro con su vestido rojo fue su preferida desde el primer instante. Luego estaba el muñeco de porcelana de cabellos castaños, tan apuesto como un varón real. Hasta el gatito de porcelana era sumamente adorable.
Lo único que le causó intriga fue la figura restante. Sentada en la última habitación, con el cabello rubio que caía por su espalda y el camisón blanco, sus pies descalzos y los ojos azules que casi parecían cobrar vida, si los mirabas fijamente. Extrañamente, no sonreía como los otros muñecos. Un escalofrío subió por su espalda mientras la observaba.
Decidió que no jugaría con ella. Lo demás no estaba nada mal, Mary nunca había tenido una casita de muñecas. Y aquella era tan bonita, tan bonita de verdad…
—Parece que está decidido —dijo su padre al verla tan embelesada con los interiores en miniatura—. La compro.
La niña lo miró con agradecimiento y esbozó una sonrisa.
Eve Valdane ©