LA SONRISA PERDIDA
Nuestra pequeña ciudad es extraña. Cuando la noche extiende su manto sobre las calles, las tinieblas emergen de los rincones, desvelando secretos que tan solo algunos se atreven a recordar. Secretos como el del viejo teatro abandonado, ese lúgubre coloso de ladrillos rojos y ventanas rotas, al que todos evitaban acercarse.
De todas las historias que mi padre solía contarme cuando era niño, la del teatro era la que más me asustaba. Y también me provocaba fascinación.
—Hace años, cuando las luces aún iluminaban el escenario, el teatro era el corazón del pueblo. —Papá relataba su historia con un deje de misterio en sus ojos cansados—. Solía ser un lugar bullicioso, lleno de risas y lágrimas, hasta esa terrible noche del incendio. El fuego lo devoró todo. La gente gritaba entre las llamas intentando escapar. Pero las puertas estaban firmemente cerradas, así que nadie lo consiguió. Después de la tragedia, la culpa recayó en un hombre extraño que solía actuar allí; un payaso que encantaba a la audiencia con su enorme sonrisa. Algunos juran que lo vieron rondando el teatro antes del siniestro y que escucharon su risa entre los alaridos de las víctimas. Fueron treinta y tres, incluyendo a los niños e incluyéndolo a él. Muertos todos. Una desgracia espantosa. Desde entonces nadie ha vuelto a confiar en ese lugar.
Las palabras de mi padre contenían una advertencia que no quise escuchar a tiempo. Todo lo que podía pensar era en el payaso, el sospechoso sombrío. Sus ojos, ocultos tras el maquillaje blanco y la sonrisa perpetua, imponiéndose como la última visión de aquellos que perecieron en la infernal danza del fuego…
* * *
—Todos hemos escuchado lo que se cuenta sobre ese sitio, pero nunca nadie se atreve a ir más allá de la puerta. Si logramos colarnos dentro, seremos una la envidia del vecindario.
—No creo que entrar sea tan sencillo.
—¿Les da miedo intentarlo?
La idea de explorar el teatro ya había surgido antes entre las conversaciones con mis amigos. Esa tarde de verano concretamos nuestra lúgubre exploración, pese a la reticencia de los más temerosos, dispuestos a tener nuestra gran aventura de vacaciones.
La fachada del edificio se alzaba majestuosa y decrépita, como un espectro que se resistía a ser olvidado. La luz de la luna delineaba sus grietas y rincones oscuros, acentuando la atmósfera de desolación que lo rodeaba.
—¿Estás seguro de que es buena idea? —preguntó María. La duda y la curiosidad se mezclaban en su vocecita trémula.
—Solo hay una manera de saberlo —respondí, empujando la puerta principal. Para sorpresa de todos, cedió bajo mis manos.
Era como si hubiese estado esperándonos durante largo tiempo. El chirrido de las bisagras nos erizó la piel.
El interior era un lienzo de sombras y recuerdos olvidados. Las butacas, ahora rotas y polvorientas, testificaban el declive de un pasado próspero. Un eco lejano de risas y aplausos parecía vibrar en las paredes.
—Esto es como un museo del terror —bromeó Pablo, intentando disipar la tensión acumulada en el aire.
Llenos de cautela, avanzamos por los pasillos, mientras nuestros ojos se acostumbraban débilmente a la penumbra. Algunos emitían murmullos nerviosos, mientras otros nos esforzábamos por aparentar valentía.
—¿Y? ¿Dónde está ese payaso diabólico? —se burló Juan, desafiando a lo desconocido con una risa nerviosa.
En ese momento, una ráfaga de viento hizo que las puertas entreabiertas gimieran detrás de nosotros.
—Presten atención —susurré, captando un susurro lejano que se desplazaba hacia nosotros como un eco del pasado.
Teníamos miedo, sí, pero el misterio y nuestra curiosidad imprudente nos impulsaron a seguir adelante. Así que nos aventuramos hasta lo más profundo de sus entrañas. El teatro aguardaba con paciencia, como un testigo silente de los horrores que ansiaba revelarnos. Entre los salones desolados, un rastro de nostalgia y desesperación se aferraba al aire enrarecido.
—¿Alguien más siente que este lugar está observándonos? —inquirió Ana en voz baja. Sus ojos castaños vagaron por los muros desconchados con nerviosismo.
—Son solo paredes viejas y polvo. No hay nada aquí. —Juan intentó tranquilizarla, pese a que su voz delataba una ligera incertidumbre .
Mientras recorría con mi linterna un muro arruinado, la luz artificial iluminó un viejo y roído cartel. Era muy antiguo, probablemente de los años 50. El papel, amarillento y desgarrado en las esquinas, estaba cubierto de manchas oscuras que no quise identificar.
El payaso en el centro era el verdadero protagonista. El hombre de blanco rostro y mirada esquizofrénica sonreía, congelado en el tiempo. Sus ojos parecían seguirme, sin importar hacia dónde apuntara la luz. Llevaba un traje de rayas verticales, rojo y negro, rematado con un sombrero de copa destartalado. Su mano huesuda sostenía un globo negro con la palabra RISAS, escrita en letras que parecían gotas de tinta derramándose.
El fondo del cartel era un paisaje de circo, apenas visible entre los colores deslavados: una carpa rajada, banderines rotos y un cielo teñido de un ominoso púrpura. Las letras, diseñadas con una tipografía retorcida y serpenteante, anunciaban su acto con una pompa macabra:
EL ASOMBROSO ARLEQUÍN DE LA NOCHE
Presentando: Las Risas Que Nunca Terminan
Ven a presenciar el espectáculo más feliz del siglo.
Canciones, magia… ¡y una chispa de alegría!
Esta noche, al caer el último rayo de sol.
Al pie del cartel, apenas legible entre el desgaste, había una advertencia en letras más pequeñas.
Entrada: Una sonrisa… ¡No se permite llorar!
Un escalofrío recorrió mi espalda. Me alejé un paso, incapaz de apartar los ojos de aquel estrafalario personaje.
—Ese es el payaso del que hablaba mi padre —murmuré.
—¿El tipo que causó el incendio? —preguntó María, escudriñándolo con atención. Tal vez esperaba una respuesta de los ojos vacíos del payaso.
—Eso es lo que cuentan, ¿no?
De alguna manera, el cartel se había conservado lo bastante bien como para seguir exhibiendo a su macabro protagonista, mientras las llamas del incendio aún parecían danzar sobre la superficie carbonizada de la pared a la que se sujetaba, lo cual me dio muy mala espina.
—No me gusta este lugar, deberíamos irnos —dijo Pablo, rindiéndose por fin al temor que compartíamos los cinco.
Yo asentí.
Dando media vuelta, decidimos regresar por donde vinimos. Yo no podía evitar pensar que, a nuestras espaldas, el payaso continuaba sonriendo en la penumbra. Incluso creí escuchar el eco de una risa lejana, resonando en los recovecos del aquel lugar embrujado.
Las sombras parecían estirarse y contraerse, como si fueran pulmones espectrales que absorbían el aliento del teatro. La presión en el aire aumentaba mientras nuestros pasos se encaminaban hacia la salida. Para entonces los chicos murmuraban entre ellos, intercambiando miradas inquietas.
—No deberíamos haber venido aquí. —Ana miró nerviosamente hacia los oscuros pasillos que se extendían delante nuestro.
Imbuidos por el miedo, nos parecía que la oscuridad se ensañaba con nosotros, impidiéndonos encontrar el camino de vuelta. Algunos soltaron risas nerviosas hasta que un murmullo distante terminó de romper nuestra ilusoria calma.
—¿Escucharon eso? —preguntó María, aguzando el oído.
—Solo es el viento —comentó Pablo—. O tal vez ratas.
—Eso no suena mejor.
Pero los murmullos se intensificaron, transformándose en gritos y llantos desgarradores que brotaban de las paredes del teatro. Las voces del pasado se alzaban desde las cenizas del incendio.
—¡Están escuchando eso, ¿verdad?! —balbuceó Juan, confirmando la respuesta en nuestros ojos aterrados.
Fue en ese instante cuando los sonidos se fusionaron con el crujir de la madera y el eco de decenas de pasos. Pasos de personas que corrían. En las sombras, distinguimos objetos olvidados que yacían entre los escombros: abrigos polvorientos, juguetes desgastados y boletos medio quemados, aparecieron como fantasmas que despertaban de su letargo… ¿estaban realmente aquí cuando entramos?
—¡Miren! —exclamó Ana, sosteniendo una muñeca chamuscada en sus manos temblorosas.
La realidad se desdibujaba entre los susurros del pasado y las cosas perdidas que nos rodeaban, transmitiéndonos la memoria de la noche fatídica en que las llamas habían devorado el llanto y la risa de los asistentes.
Corrimos desesperadamente a través de múltiples salones, perseguidos por los gritos y sollozos de las víctimas del incendio. Cuando vislumbramos la salida, la puerta se abrió de par en par, instándonos a escapar cuanto antes de aquella penumbra asfixiante.
—¡Rápido, salgamos de aquí! —grité.
Nuestra libertad fue efímera, ya que al girarnos para mirar atrás nos enfrentamos a una visión aterradora.
—¿Todos están viendo lo mismo que yo? —preguntó María, mientras observábamos el teatro envuelto en llamas.
El resplandor del fuego iluminaba los rostros horrorizados de mis amigos. Entre las llamas, la figura del payaso surgió como un demonio danzante. Su sonrisa siniestra era aún más vívida que en el cartel, resplandecía bajo el destello de la hoguera.
—Es imposible —murmuró Juan, incapaz de apartar la mirada de la visión ardiente—. No… no puede ser real…
Antes de que pudiéramos procesar la pesadilla que se desarrollaba ante nosotros, el payaso se detuvo en el umbral de la puerta. Sus ojos se encontraron con los nuestros, emanando una malevolencia que nos heló la sangre.
—Bienvenidos de nuevo al espectáculo —declamó con una risa macabra, al tiempo que nos ofrecía una exagerada reverencia.
Las carcajadas de la aparición se convirtieron en un eco desquiciante. Nuestras mentes estaban atrapadas en la frontera entre dos mundos. Presente y pasado. Realidad y pesadilla.
No sé cuanto tiempo estuvimos allí exactamente. Cuando la brisa repentina del aire nocturno nos devolvió a la realidad, los cinco continuábamos afuera del teatro, ahora silencioso y en ruinas.
Corrimos, alejándonos de aquel sitio embrujado como si la vida se nos fuera en ello. La visión del incendio se quedaba atrás, pero el eco de esa risa tenebrosa resonaba en nuestra psique con insoportable insistencia. El aire que respirábamos continuaba cargado de electricidad mientras intentábamos asimilar lo que acababa de sucedernos.
—Todos lo vieron, ¿no? No estoy imaginando cosas, ¿verdad? —preguntó Ana.
—Todos lo vimos —le respondí—. Ese maldito payaso realmente estaba ahí.
Era de noche. Cuando volvimos la vista hacia el teatro, a lo lejos, notamos que no había rastro de fuego. El lugar se erguía como un testigo silente de nuestra excursión fracasada, tan silencioso como de costumbre. Casi parecía burlarse de nosotros.
—Quizás fue solo una alucinación colectiva —sugirió Juan, tratando de encontrar una explicación lógica a lo inexplicable—. Nos dejamos sugestionar por las leyendas.
—Sea lo que sea, no quiero volver a ese sitio nunca más —declaró María, expresando el temor que compartíamos todos.
Yo solo podía preguntarme si algún día sería capaz de olvidar esta aventura terrible, si podría olvidar esa sonrisa…
—¿Qué pasa? —la pregunta de Ana me devolvió a la realidad.
Me volví hacia Pablo, quien permanecía con la vista clavada en el suelo. No había dicho una sola palabra desde el escape. Su cuerpo se agitó al emitir un sollozo.
Tardé unos segundos en darme cuenta de que no estaba llorando.
Pues cuando alzó su rostro, este se iluminó con una sonrisa que no quería contemplar en ese momento. La risa burbujeó desde lo más profundo de su ser, un sonido descontrolado y siniestro que, en contra de su voluntad, hizo que su cuerpo se agitara, poseído por histéricas convulsiones.
—Pablo, ¿estás bien? —pregunté.
La risa de Pablo continuó, intensificándose hasta convertirse en el eco desquiciado de una voz ajena.
El terror se apoderó de nosotros mientras observábamos impotentes la transformación de nuestro amigo, que en vano, intentaba sobreponerse a las carcajadas que se enmarañaban con sus palabras entrecortadas.
—¡Deben reír! —exclamó—. ¡Es la única forma de liberarnos!
Creo que eso fue lo que intentó decirnos.
Sus carcajadas histéricas resonaron a lo largo de la calle, y despertaron a la gente en las casas aledañas.
* * *
Ese fue el último verano que los chicos y yo pasamos juntos.
La ciudad quedó atrás, y con ella las consecuencias inquietantes de aquella noche terrible. No he vuelto a ver a mis amigos, el teatro es un espejismo en mi memoria que, lo juro por Dios, me encantaría olvidar.
Ahora sé que fuimos testigos de algo que va más allá de la comprensión humana, y que de alguna manera se apoderó de Pablo.
Lo internaron en un psiquiátrico poco después de lo sucedido. Su risa se convirtió en su cárcel, lo devoró desde el interior. Es algo con lo que tendré que vivir el resto de mi vida. A menudo, el peso de la culpa es insoportable.
He intentado dejarlo atrás, pero el recuerdo persistente de aquella noche me acompaña como un fantasma silencioso. En la oscuridad de mi retiro, me pregunto si la risa del payaso aún persigue a mis amigos, si el teatro sigue en pie como un monumento a la tragedia.
Y aunque la duda me atormenta, sé que nunca tendré el valor de regresar.
Eve Valdane ©