LAS VOCES DE MEDIANOCHE

—¿Estamos todos?

Aquella voz repentina arrancó al niño de su duermevela. Se había ido a la cama con varios grados de temperatura por encima de lo habitual, sin más consuelo que un par de píldoras y el vaso de leche caliente que le había dado su madre.

Creía encontrarse a solas.

Abrió los ojos, temeroso. Su habitación estaba vacía.

¿Había imaginado aquel murmullo?

—Hablen ahora, nadie está mirando.

El pequeño se estremeció cuando volvió a escuchar al desconocido. Sus ojos recorrieron el dormitorio en penumbra, esperando encontrar a un extraño agazapado junto a su cama, quizá en el armario o en la esquina de su habitación… Un rayo de luna se colaba a través del ventanal, revelando el vacío absoluto de los rincones.

—¿Quieren darse prisa? —suplicó otra voz en la oscuridad, fina y sibilante—. No sabemos cuanto falta para el amanecer…

—Todavía nos queda una larga noche por delante.

—¡Un momento! —atajó alguien, al parecer una mujer—. ¡Ahí! ¡Nos observa!

—¿Quién?

—¡Ese chico está escuchando todo!

El chiquillo se encogió entre las sábanas, cerrando los ojos con fuerza.

—Solo duerme —dijo un anciano, buscando tranquilizar a las otras voces—, no hay que alterarse por nada. Él no puede vernos, ni escucharnos.

—No está durmiendo —espetó alguien más—. Apuesto a que lo está escuchando todo, ese pequeño espía…

—Es solo un niño —volvió a decir el viejo de la voz gentil.

—Pero sabe lo que está pasando. 

El chico sintió pánico. No se atrevió a moverse, ni a respirar.

—¿Quieren parar con eso? Van a despertarlo en serio.

—Ya está despierto, nos escucha.

—No, duerme.

«Es la fiebre», pensó, desesperado. «Este resfriado me hace imaginar cosas. Cuando me despierte de verdad, todo habrá terminado… »

El sonido de las voces disminuyó hasta convertirse en un murmullo lejano. El chico volvió a adormecerse, deseando con todo su corazón se marcharan de ahí.

Cuando despertó aún era de noche. Y ellos continuaban conversando.

—…, dientes, manos, ojos, ¡todo un festín para nosotros!

—Y ni siquiera tienen idea del tiempo que estuvimos observándoles. 

Alguien liberó una aguda carcajada. El niño se paralizó de terror.

—Hace frío aquí —murmuró una voz miserable—, se los suplico…

«Frío, yo también siento frío. Pero no quiero moverme, no puedo moverme…»

—¿No sienten que algo raro está pasando?

—¡Ahí está de nuevo!

—¡¿Quién?!

—¡¿Qué?!

—¡Es él! ¡Está escuchándonos!

Varias entidades alzaron sus voces con enfado, en algún lugar de su dormitorio.

—¡Cállense! ¡Cállense de una maldita vez! Van a despertar a alguien más.

—¡Pero nos espía!

—¿Están seguros de que ha despertado? Quizá no pueda oírnos del todo.

Él puede.

Las voces aumentaron en volumen y cantidad. Ahora eran varias decenas, todas hablando a la vez, como si una ciudad entera se hubiese congregado en su habitación. 

Preguntas. Alaridos. Risas infantiles.

Levantó la mirada.

Esta vez sí que fue capaz de verlos. Miles de ojos en el cielo raso, ardiendo en la oscuridad como diminutas briznas de fuego. Le observaban.

Gritó.

*   *   *

Por la mañana, su madre lo despertó con un paño húmedo y luego llamó al médico. La fiebre no había cedido. Las voces, sus miradas en lo alto, oh Dios mío…

—No me dejes a solas con ellos, por favor…

—¿De qué hablas, cariño? —preguntó su mamá.

El niño contemplaba el cielo raso de su dormitorio, buscando a los inquilinos invisibles con los ojos desorbitados de miedo.

—Consecuencias de la fiebre —dijo el doctor, tranquilizando a la mujer—. Pero ya lo peor ha pasado y puede usted confiar en que estará bien.

—Pero parece bastante alterado, doctor.

—Pierda usted cuidado, solo necesita descansar. Siempre que tome sus medicinas a tiempo, todo estará bien.

—¿Escuchaste eso, querido? ¿Cielo?

Él no contestó, absorto en el terror de sus recuerdos.

Lo que siguió después, fue una larga temporada en la que se negó a dormir sin una luz encendida junto a su cama. No obstante, jamás escuchó de nuevo a las presencias invisibles.

Eve Valdane ©