LOS CÁNTICOS DE LA MUERTE

—Los orígenes de esta iglesia se remontan a la Edad Media. De hecho, sirvió como refugio para cientos de niños durante la Peste. Hasta hoy se conserva como uno de nuestros monumentos históricos principales…

La voz del guía resonó como un eco lejano en mi cabeza. Su charla era soporífera y el calor implacable. Yo era solo otra joven que realizaba su recorrido de verano por las capitales europeas. De alguna manera, sin embargo, me había quedado atascada en aquel pequeño pueblo francés, en compañía de un reducido grupo de turistas viejos.

Juntos recorrimos angostos pasillos de piedra y subimos por la gran escalera de caracol de la catedral. Fue entonces cuando una honda sensación de tristeza se apoderó de mí. 

Había algo entre aquellas paredes que me hacía sentir extraña.

No sé cuando me alejé de los otros. En un instante me vi completamente sola, abrumada por la melancolía. El silencio en torno a mí era absoluto.

Tomé mi teléfono y decidí que era hora de dar señales de vida en Instagram. Pero en lugar de eso encendí la grabadora, movida por un impulso repentino. Había un banco de roble bajo un enorme vitral de cristales, sobre el que tomé asiento. No supe en que momento se cerraron mis ojos.

En sueños, tuve una visión de otra época…

Estábamos a las afueras de la catedral. Yo era una niña pequeña que se sujetaba a las faldas del vestido de su madre. Ella se arrojó contra las puertas, suplicando que nos dejasen entrar. La gente corría y se arrastraba en las calles; vi a un hombre tendido en el suelo que se retorcía sobre sí mismo, expulsando flemas ennegrecidas por la boca. Dos sujetos se abalanzaron sobre él. Aparté la mirada.

—¡Déjennos entrar!

Una rendija diminuta se abrió en la puerta, revelando el semblante inquisitivo de dos ojos oscuros.

—Ayúdame, hermano. ¡Estoy sola con mi hija!

Cuando las puertas se abrieron, dos hombres con hábito me tomaron por los brazos y me arrebataron con violencia de las manos de mi madre.

—¡Ya es tarde para ti! Pero a ella aún podemos salvarla —dijo uno—, ¡lárgate y no vuelvas por aquí! ¡Es la voluntad del Señor!

Mi madre expulsó un agudo grito de dolor antes de ser expulsada. La llamé, quería volver con ella, pero ellos no me dejaron. Me llevaron por un largo túnel subterráneo hasta una celda muy pequeña en la que yacían otros niños. Todos estaban famélicos, algunos ya ni siquiera se movían.

Los monjes me arrojaron junto a ellos y cerraron la puerta, sumiéndonos en una terrible oscuridad.

Pasé días allí, débil y asustada. Nadie nos daba de comer, ni nos llevaba agua. Vivíamos hacinados como animales.

Las fuerzas me abandonaban lentamente. En torno a mí, el llanto de los otros niños y más allá, el canto lúgubre de nuestros carceleros, implorando clemencia a un Dios que se había olvidado de nosotros.

No les importábamos. Habían prometido a nuestros padres que cuidarían de nosotros, en tanto ellos les proporcionaran agua y comida desde el exterior. Cuando un niño moría, su cuerpo era extraído de la celda y arrojado desde lo alto de la catedral, hasta un precipicio inundado de rocas.

Cuanto ansiaba escapar yo también, librarme del dolor. No tenía más nada por lo que vivir, pues estaba segura de que mi madre había muerto…

Me desperté con lágrimas en los ojos y salí corriendo de la catedral. El resto de los turistas ya estaba afuera. 

—Por fin sales, no sabíamos donde te habías metido. ¿Que ocurrió? ¿Te perdiste?

Apenas y presté atención a sus preguntas. No quería hablar con nadie.

Regresé al hotel, deprimida.

Esa noche recordé la grabación de mi teléfono. Puse en marcha el audio… y entonces los escuché. Unas voces graves, casi imperceptibles, que se alzaban sobre el ruido de fondo y el eco de unos llantos infantiles que resonaban a la distancia.

Eran los cantos sobrenaturales de los monjes a los que había visto en mi sueño.

Eve Valdane ©