UN VALS PARA ANYA

—Buenas noches, querido abuelo —saludó Anya al entrar en la cocina, consciente de la presencia invisible que la observaba desde la oscuridad.

La muchacha se arrodilló frente a la estufa, dejó la hogaza de pan debajo y se giró hacia el rincón donde sabía que acechaba el domovói —en todas las casas respetables habitaba uno, y la de su familia no era la excepción— . La luz mortecina de una lámpara de aceite apenas lograba desvanecer la estancia.

Dos ojos diminutos brillaron en la penumbra, devolviéndole la mirada. La criatura, un espíritu guardián del hogar, jamás se había mostrado ante ella por completo; era tan solo una sombra sigilosa que seguía sus pasos al caer el sol. Anya sentía un profundo agradecimiento hacia él, pues cuidaba de los asuntos del hogar mejor que cualquier sirviente humano.

—¿Abuelo, me dirás tú si el sótano está embrujado? Papá y mamá nunca nos han dejado bajar allí —susurró—. ¿Qué hay en esa habitación? ¿Lo sabes tú?

El domovói permaneció en silencio unos instantes, como si estuviera sopesando sus palabras con cuidado. Luego le contestó con un susurro áspero, que estremeció a Anya de pies a cabeza.

—Hace mucho tiempo, algo terrible ocurrió ahí. Una tragedia que no ha sido olvidada por las sombras que habitan esta casa. 

Anya se estremeció ante la respuesta del guardián. Sabía que debía existir un motivo oscuro detrás de la prohibición de ir al sótano, pero a veces su curiosidad era difícil de contener. Solo las voces lejanas y los ruidos inexplicables que emanaban tras la escalera, la habían disuadido de intentarlo.

La chica se puso de pie y volvió a su habitación, dejando al domovói para que comiese tranquilo. Aunque le escuchó salir y arrastrarse a los pies de la estufa, por nada del mundo se habría atrevido a mirar atrás.

*   *   *

Como de costumbre, el bueno de Iván se había esmerado en los fogones para deleitar a toda la familia. Anna, la doncella de su madre, arregló la mesa con esmero meticuloso, transportando un sinfín de fuentes rebosantes de manjares. El murmullo de una conversación animada resonaba en el comedor, en tanto niños y adultos se reunían delante del cálido resplandor de las velas. El olor apetitoso de la comida llenaba el aire, mezclándose con un agradable aroma a pino y especias: los pelmeni rellenos de carne, el borsch caliente, el pescado ahumado y el pan de jengibre dulce. 

—¿No les parece que este almuerzo es digno de un cuento de hadas? —inquirió Anya con una sonrisa radiante mientras se acomodaba en su silla.

Su padre, un hombre de semblante serio pero amable, asintió. 

—Nuestra querida Anna ha hecho un trabajo magnífico para celebrar la abundancia de la nueva estación.

—¡Es cierto! Los pelmeni están deliciosos, mamá —añadió una de sus hermanas al degustar su plato—. Tan tiernos que se deshacen en la boca.

Anya miró a su hermano menor, sentado junto a su madre en el extremo opuesto de la mesa. El niño se dejaba acicalar tiernamente por ella. Pese al usual sentimiento de alegría que reinaba en la casa, un halo de tristeza oscureció los ojos de la muchacha mientras contemplaba a su familia.

—¿Estás bien, Anya? —preguntó su madre, reparando en su expresión taciturna.

—Sí, mamá. Solo estaba recordando un sueño que tuve anoche.

—¿Tuviste un mal sueño? Por eso te digo siempre que no te excedas con el postre, es malo para tu digestión y para tu cabeza.

—Oh no, no fue un mal sueño en absoluto. Soñé que bailaba en un palacio majestuoso, rodeada de luces y música. Pero lo extraño es que me parecía tan familiar, como si lo hubiera visto antes —explicó Anya, frunciendo el ceño mientras intentaba recordar los detalles.

Una sombra alteró el semblante de su padre, quien miró de soslayo a su esposa, previniéndola de continuar.

—Los sueños son solo fantasías de la mente —le dijo él con voz apacible—. No deberías pensar demasiado en ello, querida.

—Pero fue tan real, papá. Creo que incluso tú te encontrabas allí, ¿estás seguro de que nunca hemos visitado un palacio?

—El único palacio que vas visitar se encuentra en esa cabecita tuya, tan llena de tonterías —dijo una de sus hermanas, provocando la risa de los presentes. 

Anya se quedó en silencio, resentida por el comentario. Si bien nadie volvió a mencionar el tema, ella no consiguió ignorar esa sensación persistente, el sentimiento de pertenecer al palacio de sus memorias falsas, donde danzaba al ritmo de un vals infinito.

*   *   *

El sol del crepúsculo pintó el paisaje del color del otoño, mientras Anya y sus hermanas se aventuraban en los bosques que rodeaban la casa familiar. Ella caminaba con paso ligero, disfrutando del crujir de las hojas muertas bajo sus pies. María iba un par de pasos adelante, recogiendo ramas de abedul. Más allá, Olga y Tatiana charlaban entre ellas mientras, ajenas al mágico esplendor que las rodeaba.

—¡Apresúrate, Anya! ¡Queremos llegar al arroyo antes de que oscurezca! —la llamó Tatiana, impaciente al ver que se retrasaba como de costumbre.

—¡Sigan andando! No llevo ninguna prisa —respondió, deteniéndose a escudriñar una presencia incierta entre los árboles.

—Nunca llevas prisa, ¡no te quejes si te dejamos atrás!

Anya no la escuchó. Ante ella se alzaba una figura de ensueño y pesadilla, cuyo aspecto era una mezcla entre lo humano y lo vegetal. Su piel estaba cubierta de musgo y líquenes. Sus ojos, de un ámbar profundo, refulgían bajo la luz menguante del atardecer, y ella no podía apartar los suyos, fascinada y temerosa al mismo tiempo.

—¿Y qué eres tú? ¿El guardián del bosque? —preguntó con simpatía, pues nunca había sido ajena a los espíritus que habitaban por aquellos lares.

El leshi dejó escapar una risa suave y musical, como el susurro del viento entre las hojas. Con una última mirada al ser, Anya se apresuró a alcanzar a sus hermanas, que ya se bañaban en el arroyo de aguas cristalinas. 

Fue ahí donde encontró a la rusalka, su figura delicada emergió desde las profundidades. Sus oscuros cabellos azulados flotaban como algas sobre la superficie del agua, enmarcando un rostro de hermosura etérea e insinuando su cuerpo ondulante. Su mirada cristalina se cruzó con la suya, evocando la triste melodía del vals de sus sueños, esa música que resonaba en su alma.

«¿Acaso fuiste tú quien me enseñó esa canción?», se preguntó para sus adentros.

La ninfa dibujó una sonrisa enigmática y se desvaneció en el agua.

*   *   *

—Dense prisa, niñas. Tenemos compañía para cenar —anunció su madre en cuanto volvieron del arroyo.

La calidez de la chimenea y los deliciosos aromas que brotaban de la cocina, les brindaron una bienvenida reconfortante. Sin embargo, Anya también notó algo distinto. Había tensión en el ambiente, como si una sombra inesperado se hubiera colado en la casa.

—¿Compañía? No tenemos vecinos —dijo una de sus hermanas mayores.

—Es un muchacho que va de paso —explicó su padre con voz serena, aunque su mirada reflejaba cierta inquietud—, se quedará a pasar la noche.

Anya levantó la mirada mientras sus padres se apresuraban a hacer las presentaciones. Un joven apuesto, con el semblante triste y agotado, se hallaba sentado en el salón con su hermanito. El desconocido se levantó y esbozó una sonrisa ligera, que no se reflejaba en sus ojos.

—Mi nombre es Sasha Ivanov. Lamento llegar así de repente, pero me alegra haberlos encontrado. Son muy generosos al darme posada.

Anya sintió una punzada en el corazón al encontrarse con la mirada pesarosa de Sasha. Había algo en él que la inundaba de nostálgica ternura, como si ya se conocieran de antaño.

—¡Es magnífico tener invitados! —Contrario a la tímida aversión que demostraron sus hermanas, ella respondió de manera amable y entusiasta—. Soy Anastasia, pero puedes llamarme Anya, si lo prefieres. Así lo hacen todos.

Sus padres intercambiaron miradas significativas entre ellos, como si supiesen algo que escapaba del conocimiento de sus hijos. Anya estaba a punto de preguntar que sucedía, cuando Anna entró para avisar que la cena estaba lista.

—Siéntense mientras le muestro su habitación a nuestro huésped para que pueda lavarse —dijo su madre con una sonrisa forzada, rompiendo el silencio incómodo que se había instalado entre todos.

Sasha asintió agradecido y siguió a la buena mujer hacia la planta superior. 

Esa noche, mientras tomaba un baño de tina, Anya se quedó mirando fijamente a la criatura que ocupaba el rincón más oscuro de la estancia. El espíritu del baño era mucho más feo que el domovói, parecía un anciano pequeño de ojos penetrantes y largas uñas, cubierto tan solo por la maraña de sus largos cabellos. 

Ella no le temía. Siempre lo saludaba de forma cordial y nunca olvidaba hacer la señal de la cruz al entrar a bañarse.

—¿Tú qué piensas, querido amigo? ¿Es de fiar nuestro invitado? 

El bannik permaneció en silencio, mirándola fijamente como si pudiera leer sus pensamientos. Aunque no dijo una palabra, Anya vislumbró la advertencia implícita en su semblante, y se preguntó que secretos podría cargar consigo el misterioso viajero que había llegado a casa.

*   *   *

—¿De dónde vienes, Sasha?

—Mi casa está muy lejos de aquí… ya no la recuerdo bien.

—¿Y tu familia?

—No tengo.

Las respuestas del muchacho eran siempre evasivas, a menudo le rehuía la mirada, avergonzado. Tenía un aire profundamente melancólico, y ella no hacía más que preguntarse que clase de penas lo habrían vuelto tan taciturno.

—Por eso se te ve tan triste —replicó, llena de compasión.

El joven agachó la cabeza un instante, como si luchara contra sus emociones contenidas. Ambos estaban deambulando por los amplios jardines de la residencia; el viajero se había levantado antes que el sol y Anya, al sorprenderlo desde su ventana, no había demorado en reunirse con él.

Sasha no era un gran conversador, pero se mostraba bien dispuesto a escuchar. Entusiasmada con su compañía, Anya decidió compartir los secretos peculiares de su hogar, incluyendo a los espíritus que habitaban en los alrededores y la misteriosa prohibición de bajar al sótano. 

—Nuestro domovói me ha dicho que ahí sucedió algo terrible, algo que aún no ha sido olvidado por los fantasmas que rondan la casa —le confesó—. Estoy segura que  tiene que ver con ellos. Deben haber muerto de una manera muy poco piadosa.

En lugar de impresionarlo como esperaba, Sasha palideció de golpe y se quedó inmóvil, con los ojos fijos en ella. Había en su mirada un pánico que no parecía natural, mezcla de miedo y algo más… remordimiento, una culpa latente. Anya, interpretando su reacción como simple terror, trató de suavizar la conversación.

—No quise asustarte, sólo son historias —dijo. Luego, cambiando de tema, agregó—: ¿Sabes algo, Sasha? Podrías quedarte si lo deseas, estoy segura de que papá no pondrá ninguna objeción cuando sepa que no tienes a nadie. 

—No puedo quedarme, hay un sitio al que tengo que llegar.

—¿Por qué? ¿A dónde vas?

—Es una larga historia. 

Anya frunció el ceño, intrigada. Sin embargo, antes de que pudiera indagar más, Sasha sacó una carta del bolsillo de su abrigo y la apretó contra su pecho, vacilante.

—Lo siento, pero ahora tengo que seguir mi camino. Me gustaría agradecer a tus padres por su hospitalidad pero creo que será mejor que me marche ya. Esta carta es para ti —dijo, tendiéndole la misiva con una sonrisa triste en los labios.

Anya la aceptó anonadada, acariciando el papel con sus dedos trémulos. No tenía remitente, ni destinatario. No pudo hacerle ninguna otra pregunta. Cuando levantó la mirada del sobre, el joven había desaparecido.

—¿Sasha?

Ni siquiera lo había escuchado marcharse. El jardín se encontraba desierto, por ninguna parte se vislumbraba la figura del muchacho, alejándose en la distancia. Las primeras luces del alba acariciaban la tierra.

Anya se estremeció, pesarosa y confundida. Por un segundo, se preguntó si aún estaba dormida y, si no era así, quien era realmente Sasha Ivanov y adonde se dirigía con tanta prisa.

*   *   *

—¿Qué es esto? —murmuró para sí misma, al descubrir el contenido de la carta.

La llama titilante de su escritorio iluminaba los versos de un poema romántico, la clase de poesía que solo se dedicaba a alguien a quien se amaba con todo el corazón. La caligrafía que adornaba el papel era la suya. Sin embargo, no recordaba haber escrito esas palabras jamás.

La lectura del poema evocó sensaciones que flotaban en la neblina de su memoria. Una figura familiar se dibujaba en la sombra de sus recuerdos, lejana, difusa. Alguien con quien había compartido miradas cómplices y sonrisas de intimidad en un pasado olvidado.

—Sasha…

Aunque no podía recordar los detalles de su encuentro, su visita fugaz había despertado un anhelo profundo en su corazón. Su alma lo reconocía como un viejo amigo perdido en el tiempo. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

«¿Por qué no puedo recordarte del todo?»

Mientras Anya se esforzaba por aclarar sus pensamientos, un sonido suave rompió el silencio de la noche. Era un murmullo apenas perceptible, un sollozo ahogado, proveniente del sótano.

La muchacha se paralizó por breves segundos. Luego se levantó de su silla y se encaminó hacia la puerta del espacio prohibido, aún sujetando la carta.

Mientras descendía por las escaleras con pasos dubitativos, el aire se volvió más pesado. El llanto sutil había sido reemplazado por otra clase de susurros, pronunciados por voces distintas, violentas y desconocidas.

Anya aferró el picaporte y abrió la puerta, adentrándose en el ayer…

*   *   *

El hombre sombrío se irguió impasible ante la Familia Real. Ni siquiera la inocencia expectante de los rostros infantiles conmovió su corazón.

—Su Majestad, el Consejo de los Soviets ha dictado su sentencia —anunció con severidad—. Son considerados enemigos del pueblo y serán ejecutados.

Nicolás aferró con fuerza la mano de su esposa, quien lo miró a su vez, confundida, incapaz de asimilar el veredicto. 

Anya permaneció inmóvil entre los custodios que alzaban sus armas, contemplando los rostros pálidos de sus seres queridos. El horror y la incredulidad de los zares y sus más fieles servidores, el miedo y la confusión que atenazaban a sus hermanos, incapaces de comprender la crueldad del mundo, el desamparo que se reflejaba en su propia cara… La sangre se le heló.

El caos estalló. Las paredes se sacudieron con el estruendo ensordecedor de los disparos y los gritos desgarradores de las duquesas. Fueron las últimas en morir, aprisionadas bajo el peso de sus enjoyados corsés y el asedio incesante de las bayonetas, que segaron sus vidas sin misericordia.

Tras el velo de la pólvora, Anya encontró una escena abominable. Se vio a si misma tendida sobre el suelo, junto a los cuerpos inertes de su familia, la sangre manaba de ellos como las aguas del arroyo de la rusalka. En sus ojos desorbitados aún se vislumbraba el dolor y la angustia de sus últimos momentos.

Sasha estaba frente a ella, arrodillado entre los cadáveres junto a los guardias que preparaban el entierro. Apenas y se atrevió a mirar el rostro muerto de Anya. En lugar de ello, inclinó la cabeza, dejando que su cabello ocultara el brillo de sus ojos húmedos. Con un esfuerzo visible, intentó mantenerse erguido pero el temblor de sus hombros lo traicionaba.

Habría querido decirle cuanto lo lamentaba, que la quería tanto como ella había llegado a quererlo durante su cautiverio en la Casa Ipátiev, que había sido más que un simple celador con el que a menudo se cruzaba por los jardines.

«¡¿Por qué, Sasha?! ¡¿Por qué lo hiciste?!»

El joven bajó la mirada y salió detrás de sus compañeros. El mundo seguía en guerra y la muerte tenía una cita con él dentro del campo de batalla.

En ese momento, una voz susurrante habló desde las sombras, sacando a la princesa del trance inducido por la tragedia de su muerte. El domovói salió de entre las sombras, mirándola por primera vez a los ojos.

—Debes aceptar tu destino, Anya —murmuró—. Solo así encontrarás paz.

Pero Anya no lo escuchaba. Estaba sumida en la desesperación, incapaz de comprender o asimilar la verdad. Mientras la criatura desaparecía de nuevo, ella permaneció postrada en el suelo del sótano. Sus lágrimas mojaron las mejillas de su gemela, sus dedos se enredaron entre las hebras rojizas que coronaban su cabeza destrozada.

 «Muerta… muerta…»

*   *   *

Anya abrió los ojos sobresaltada. Su corazón latía desbocado en su pecho, un sudor frío perlaba su frente. Su hermana María se encontraba a su lado, sacudiéndola y rogándole que dejase de gritar. Ella la miró con los ojos llenos de lágrimas. 

—¡Despierta Anya, despierta!

La joven se incorporó lentamente en la cama, mirando temblorosa a su alrededor. La habitación estaba envuelta en una penumbra sombría, apenas iluminada por la débil luz de la luna que se filtraba por las cortinas entreabiertas. Todo parecía igual que siempre. Los muebles y objetos de su dormitorio se erguían en silenciosa vigilancia en torno a ellas, mientras las sombras de un mal sueño se desvanecían como espectros fugaces de la noche.

«Un sueño…»

Un escalofrío estremeció a la muchacha, quien se esforzaba por desentrañar los fragmentos confusos de su pesadilla. Ya no recordaba con claridad lo ocurrido. No obstante, la horrible sensación de la pérdida persistía, dejando una marca indeleble en su alma y colocando una certeza en lo más profundo de su subconsciente.

—¿Pero qué está pasando contigo? 

—¡Oh, María! —Anya enterró el rostro entre sus manos, desconsolada—. ¡Estaba soñando! ¡Fue un sueño tan espantoso!

—¿Qué sueño?

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Todos estaban muertos! —gimoteó—. Tengo miedo, María, tengo mucho miedo. Algo horrible nos va a pasar.

—No digas tonterías, Anya, olvida ese sueño absurdo. Mamá y papá se encuentran bien, todos se encuentran bien y nos están esperando.

—¿De verdad, María? ¿Segura que todos están bien?

—¿Pero qué te pasa? Creo que te golpeaste la cabeza mientras dormías, te comportas como una tonta. Mamá se enfadará cuando sepa que te quedaste a echar la siesta, apuesto a que Anna ya se lo contó —la riñó su hermana, abriendo las puertas del armario—. Dormías como un tronco. ¿Qué esperas? ¿No piensas vestirte?

Los ojos de la muchacha repararon en el elegante vestido que llevaba María, a juego con su kokoshnik. 

—¿Y para qué?

—¡No puedo creer que lo olvidaras! El baile.

—¡El baile!

Anya sintió que su corazón saltaba de alegría. Realmente había sido un mal sueño, pero ella ahora se encontraba ahí, despierta y a salvo entre los suyos.

Nada había cambiado ni habría de cambiar.

—¡Ay María, que contenta estoy!

Se vistió y permitió que su hermana le peinara los cabellos con esmero. 

El suave murmullo de la música flotaba en el aire mientras se adentraban por los corredores del Palacio de Invierno. Un crisol de hombres y mujeres vestidos de seda y diamantes inundaba el gran salón principal. Desde lo alto, las arañas de cristal derramaban un halo de luces sobre las paredes revestidas de oro. Las columnas de mármol se alzaban majestuosamente hacia el techo, pintado con gloriosos frescos. El suelo de madera pulida resonaba al ritmo suave de un vals.

Su padre también estaba ahí, maravilloso en su atuendo imperial. Anya saltó a sus brazos con gran alivio, diciéndole cuanto lo quería.

—¿Anya? —Una voz suave y profunda la sacó de sus pensamientos. Al darse la vuelta se encontró con los ojos negros de un joven alto y apuesto, vestido de gala, que la miraba con ternura y complicidad.

Sasha Ivanov le ofreció una reverencia y le extendió la mano, sonriente, invitándola a bailar. Ella aceptó con un gracioso asentimiento. La orquesta tocaba una canción cautivadora. Mientras danzaban al unísono de la música, el mundo se desvaneció en una maraña de fantasía y melancólicas ilusiones.

Al girar entre los brazos de su acompañante, Anya creyó distinguir un par de rostros familiares entre los invitados. La silueta alta de una mujer hermosa de azulados cabellos que le sonreía a la distancia, el semblante altanero de un anciano vestido con el follaje silvestre de los bosques. Las pupilas relucientes de una sombra diminuta que espiaba por los rincones.

El último baile de los Romanov prosiguió eternamente dentro del Palacio de Invierno. El salón estaba vacío, desde luego. Pero si algún intruso se hubiese colado a hurtadillas, aguzando el oído con la debida atención, durante el tiempo necesario, habría escuchado la repercusión fantasmal de una risa infantil, de pasos alegres que bailaban y gente que reía desde una era más próspera, sepultada por el paso del tiempo.

Eve Valdane ©