CHARCOS
El pavimento resbaladizo por la lluvia brillaba con una intención siniestra, ocultando sombras que parecían moverse y susurrar. Al detenerme delante del callejón poco iluminado, tuve la impresión de que el suelo húmedo era, de pronto, tan profundo como un océano.
—No pises los charcos —me advirtió una anciana vagabunda, acurrucada bajo el pórtico trasero de una casa al fondo—, porque contienen algo más que agua de lluvia.
Fruncí el ceño, seguro de que aquella pobre infeliz estaba loca. No obstante, cuando fije la vista en uno de aquellos lagunajos oscuros, pude apreciar como el agua se ondulaba sin brisa.
La risa de un niño me sacó de mis pensamientos. Chapoteaba entre los charcos, hasta llegar a uno que parecía increíblemente hondo.
—¡Regresa! —lo riñó la vieja.
El pequeño le respondió con un gesto burlón e insolente.
—¡No te metas! —gritó ella, con los ojos muy abiertos por el terror.
Pero ya era demasiado tarde: el charco se lo tragó entero.