BLANCANIEVES

Su piel era blanca como la nieve y sus labios rojos como la sangre. Su pelo, negro cual pluma de cuervo. Me suplicó que no la matara, lloró y se aferró a mis pies. La reina me advirtió que trataría de conmoverme.

Debajo de aquel viejo roble le arranqué la vida. Su corazón, todavía caliente, fue a parar al plato de Su Majestad. Al final del día había conseguido un centenar de monedas de oro y un hueco en su cama.

La noche nos envolvió.

Su madrastra aún dormía cuando ella apareció en el umbral de la puerta, con el vestido ensangrentado y un hueco en el pecho. Seguía tan pálida como la luna. Sonrió.

Su rostro, bello y maléfico, fue lo último que vi antes de que se abalanzara sobre nosotros, desgarrando nuestras gargantas con sus afilados colmillos.