CENICIENTA
Las campanas de la catedral sonaron, anunciando la medianoche. Sonreí, girando lentamente entre los brazos del príncipe, al ritmo del vals.
Un favor se paga con otro. Eso es lo que el hada dijo.
Y yo cumplí.
La sangre de mi madrastra aún estaba caliente cuando bebió de la copa. Le vi engullir y desgarrar su carne con voraz apetito, antes de pronunciar el conjuro que cambiaría mi vida para siempre.
Mis harapos se transformaron en seda. Las zapatillas de cristal se ciñeron a mis pies. Y mis hermanastras adoptaron la forma que les correspondía. Bestias inmundas.
Ambas gimieron y relincharon mientras las enganchaba al carruaje que me llevaría a palacio. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Yo reí. El hada me sonrío, mostrando sus afilados dientes.
—Un trato es un trato —dijo—. Ve, disfruta de tu nueva vida.
Eso hago, querida hada. Pienso disfrutarla, hasta el último día de mi existencia.