DESENTIERRO

Tras una de mis visitas anuales al cementerio, mis uñas comenzaron a marchitarse y descomponerse, liberando un olor desagradable que hacía que la gente retrocediera con disgusto. No importaba cuantas veces me lavara los dedos hasta escaldarme las cutículas, ni los intentos inútiles de encubrir aquel olor bajo guantes de diseño.

Aquello no hacía más que empeorar.

Desesperada, acudí a mi manicurista, quien por años se había dedicado a embellecerme las manos.

—¡¿Puedes arreglar esto?!

Ella respondió, mirándome con fijeza: 

—No es un problema con tus uñas; el problema es lo que han desenterrado.

Un escalofrío me inmovilizó en el asiento, mientras me preguntaba desesperadamente, que tanto sabía esta mujer sobre mí.