FITBIT

—Buenas tardes, señorita. ¿Buscaba algo?

—¡Usted me vendió esta cosa! 

El tipo del mercado de pulgas no pareció muy sorprendido al reconocerme. En cambio, su semblante se oscureció cuando la señalé la pulsera electrónica que llevaba en la muñeca.

—¡No puedo quitármela!

—Le dije que no iba a gustarle, pero usted insistió, ¿no?

—Por favor, tiene que ayudarme. Usted no tiene ni idea del infierno por el que he pasado desde que me la puse. No puedo parar…

La alarma del fitbit suena, sobresaltándome y enviando una punzada dolorosa por mi cuerpo. Ya es hora de entrenar otra vez. El sujeto se da cuenta de mi semblante aterrorizado y sonríe con ironía.

—Yo se lo advertí.