LA OFRENDA

Luis se quedó paralizado bajo el enorme altar de la familia, con el corazón en un puño. Si la abuela o sus padres descubrían que había estado comiéndose los dulces de la ofrenda, estaría en serios problemas.

—La familia se esmeró con la ofrenda de este año, ¿verdad, Horacio? 

El chico sintió un escalofrío. Esa voz no era de su abuela, ni de sus padres.

—No te equivocas. Este tequila sabe tan bien como cuando estábamos vivos.

Con miedo, Luis se atrevió a mirar bajo el largo mantel que cubría el altar. Había dos pares de pies descalzos y grisáceos frente a él. Escuchó el sonido de sus dientes al beber y masticar, y esas risas guturales de ultratumba.

La abuela tenía razón. 

Nunca más volvería a tomar lo que era para los muertos.